Asunto Impreso

Un cuento de Oliverio Coelho - El ocupante

"Amadeo Soto estaba habituado a este tipo de pesadillas veladas en las que su padre aparecía, o bien sujeto a una sobrevida y desinformado de su propia muerte, o bien duplicado en la realidad". Uno de los relatos que componen Hacia la extinción, novedad de Factotum.

No le sorprendió soñar que alguien muy parecido a su padre vivía lejos, y que al enterarse decidía hacer un viaje para constatarlo. Amadeo Soto estaba habituado a este tipo de pesadillas veladas en las que su padre aparecía, o bien sujeto a una sobrevida y desinformado de su propia muerte, o bien duplicado en la realidad. A diferencia de otras veces, despertó con una impresión clara: su padre no era un alma en pena, sino una flor que se pudría en su interior, una flor mala que debía extirpar antes de que se reabsorbiera en su existencia.

Convivió durante todo el día con el miedo a no poder desprenderse nunca del recuerdo de un padre tan singular. Al anochecer, cuando entró en su casa y se encontró con su esposa, el temor cedió. Algo en la cara de Lucía le dijo que ese sueño recurrente no volvería a repetirse. Ella lo miraba como si hubiera negociado una tregua con el dios del sueño o directamente el exterminio secreto de esa flor.

Recién después de cenar, Amadeo Soto entendió el porqué de esa mirada. Ella le preguntó si estaba preparado para escuchar una cosa extraordinaria. Él sonrió; nunca habría imaginado ese desafío en boca de su mujer. Dijo que sí y a continuación escuchó algo que le pareció descabellado. A dos cuadras, frente al edificio en el que había vivido su padre los últimos años, existía un hombre que durante mucho tiempo lo había estudiado y que ahora se vestía igual, imitaba su manera de caminar y se hacía pasar por él. Lucía no lo había visto, pero Ramón, el diariero, alarmado por el movimiento extraño de ese hombre, un día lo había abordado y le había preguntado qué se proponía. “Ser Ernesto Soto, ¿no se da cuenta?”, le había respondido.

Amadeo Soto no terminó de creer en las palabras de su mujer y esa noche la trató con distancia. La anécdota le parecía una fábula macabra; no concebía que la mujer que decía amarlo le hubiera transmitido una cuestión tan delicada de esa manera, confiando en un diariero que podía ser un psicópata o un mitómano. En el lugar de ella, él se habría tomado el trabajo de comprobar la veracidad de la información antes de difundirla.

Casi no pegó un ojo. A las siete cayó profundamente dormido y cuando despertó, su mujer no estaba. Llamó al trabajo y se declaró enfermo. Tomó unos mates que le salieron tibios y lavados, eligió cuidadosamente la ropa, terminó de arreglarse en el espejo del ascensor y una vez en la calle se dirigió hacia el quiosco de diarios.

Todo lo que pensaba decirle a Ramón se evaporó de un instante a otro. Justo a la altura del quiosco, bajo la franja de sol fina que pasaba entre dos edificios, distinguió a un hombre que caminaba como su padre. Vestía los mismos pantalones pinzados a rayas negras y grises, la camisa blanca, zapatos con tacón para bailar tango y un pañuelo de seda que le protegía el cuello. Presentaba la misma calvicie irreversible y canas en la nuca. Sin embargo, le faltaba aplomo y distaba del tipo de hombre estilizado que había sido su padre. Pese a todo el entrenamiento que reflejaban sus pasos, parecía cargar con un peso sobrenatural.

Amadeo Soto, acelerando, pensó que debía tratarse de un hombre sin alma. Pasó frente al quiosco de diarios sin saludar. Todavía mantenía cierto recelo hacia el diariero, quizá porque había hablado con su mujer y no con él.

A medida que fue aproximándose, tuvo la impresión de que el impostor estaba desfilando. ¿Qué haría de su vida, además de usurpar la identidad de otro? Cuando lo tuvo a un metro, pese a que no llegaba a verle la cara, entendió que el simulacro gestual era impecable. Levantaba la cabeza y se detenía a mirar los árboles de la misma manera, llevándose una mano hacia el mentón. El impostor se detuvo ante la entrada de un edificio. Buscó las llaves en el bolsillo. Amadeo Soto notó, estupefacto, que ese movimiento también coincidía con uno de su padre. En el espejo del palier llegó a ver el rostro del impostor: tenía la cara redonda, una nariz pequeña, una boca apretada y, por el torso y la caída de los hombros, se notaba que alguna vez había sido un hombre rollizo. Llevaba anteojos de montura redonda, idénticos a los de su padre, y por lo que pudo atisbar en un lapso de segundos, había pulido a la perfección un rasgo que habría creído imposible de copiar: la mirada distraída, inocente y perversa en proporciones idénticas. Recién antes de subir al ascensor el impostor le dirigió una mirada casual. A Amadeo Soto le resultó siniestro descubrir la particularidad de su padre traspapelada en un cuerpo execrable. Pero pensó que más siniestro habría sido que esa mirada lo identificara y sentir a continuación que su padre lo llamaba desde el interior de ese organismo blando. Se convenció de que tenía que actuar. Tomar la causa en sus manos para reivindicar la memoria de su progenitor.

Pasó el día en la cama evaluando medidas. Descartó las que implicaban una venganza. No tenía por qué hacer justicia por mano propia y castigar al impostor. Al fin y al cabo ese hombre debía tener su propia historia y era libre de hacer lo que quisiera. Debía tener sus razones. Era esto lo que más le intrigaba: las razones. Tal vez todo se redujera a un pasatiempo terapéutico y al entrar en su departamento volviera a ser el hombre de antes, un hombre vacío. Sin embargo, había algo que no terminaba de entender: ¿cómo había abstraído la particularidad de su padre y la había aplicado a sí mismo? Ahí sí no había una intencionalidad terapéutica, sino más bien un cálculo frío. Debía haber acechado y estudiado a su padre durante bastante tiempo. Cuando pensaba en esto creía tener derecho a una venganza. Cuando trataba de convencerse de que la imitación podía ser un homenaje y no un delito, la bronca era mayor. Se enfrentaba a una certeza dolorosa e incomunicable. Su padre había sido mezquino, egocéntrico, había hipotecado todos sus bienes antes de

morir y le había legado a él, su único hijo, un tendal

de deudas. Más allá de la máscara de ademanes y de ropa cortada a medida, no había nada que homenajear.

A la noche, en la cena, le confirmó a su mujer que el diariero

estaba en lo cierto, pero intentó mostrarse desafectado e

hizo bromas sobre la fisonomía del imitador. Patético, mofletudo, larvario, fueron algunos epítetos empleados. Solo perdió la compostura cuando ella le preguntó si no le daba curiosidad hablar con ese hombre y saber qué pasaba, a lo cual Amadeo Soto respondió de mala manera, diciendo que solamente le interesaba decirle quién había sido su padre para dejarle claro que toda esa elegancia que había asimilado no tenía correlato con la dignidad de un hombre.

Se acostó pensando que al otro día tampoco iría a trabajar. Al despertar, el plan de asalto al impostor estaba urdido. Había soñado que lo reconocía en un colectivo, sin el disfraz de su padre. Se acercaba. Al principio, el hombre se atemorizaba y retrocedía hacia el fondo del ómnibus. Ahí, acorralado, le juraba que no volvería a imitar a nadie más. Entonces Amadeo Soto le contestaba que no importaba la imitación, lo grave era que creyera conocer a su modelo, estaba invirtiendo una energía espuria solo para encubrir su propia mediocridad. El hombre al que calcaba no existía.

A la hora indicada bajó a la calle e hizo el recorrido del día anterior. El impostor no apareció y Amadeo Soto, pese a su reticencia, tuvo que contentarse con interrogar a Ramón. Supo de inmediato que a través de ese chismoso se divulgaría en el barrio la noticia de que él estaba alerta y de que había tomado cartas en el asunto. La información que obtuvo, tras un corto diálogo, fue vital para su investigación. Quizá por esa misma condición de charlatán, Ramón no le escondió información proporcionada a su vez por un informante, el portero del edificio. El imitador, hasta no mucho tiempo atrás, desfilaba por la cuadra en joggins y se hacía llamar Lucio Rosales. Nadie sabía nada de su pasado ni de su profesión, salvo que mensualmente llevaba a su madre –con quien convivía– a cobrar una pensión al Banco Nación. Sin embargo, desde que se hacía pasar por Ernesto Soto, no se mostraba más con su madre ni salía vestido de entrecasa. Gracias a la perspectiva privilegiada que le ofrecía el puesto de diarios, Ramón además sabía que caminaba en línea recta por la misma calle Las Heras y entraba, al igual que Ernesto Soto antaño, en la zapatería, en la tintorería o en la sastrería, de donde cada tanto volvía con alguna bolsa. En qué momento y cómo había memorizado el comportamiento de Ernesto Soto, ni él ni el portero podían testimoniarlo, pero como la situación les parecía tan indignante que ni siquiera una denuncia podía subsanarla, habían armado una red de informantes para determinar las causas que habían llevado a Rosales a semejante empresa. El portero había apremiado al zapatero y había obtenido datos significativos: Rosales se hacía confeccionar calzado a medida a partir de fotos que le había tomado a Ernesto. Aunque no habían logrado franquear la discreción del sastre, era presumible que obrara de la misma manera con la ropa.

Amadeo Soto dejó el quiosco de diarios abrumado y un poco molesto: la injerencia de Ramón le parecía excesiva y lo dejaba en ridículo. La rutina milimétrica que Rosales había montado para ser Ernesto Soto excedía sus previsiones. No era solo el montaje de un admirador. Estaba detrás la psicología de un loco y quizá en la elección de su modelo no hubiera intervenido la devoción, sino el simple azar o el oportunismo. Pero de algo estaba seguro ahora: Rosales no quería hacerse pasar por otro, sino ser, cabalmente, otro. De encontrárselo en un colectivo, como en el sueño, un sermón sobre su mediocridad no bastaría para disuadirlo. Estaba ante un verdadero artista y debía dirigirse a él consecuentemente: adularlo, darle la razón, ganar su confianza, hasta acceder a su interior.

Por la noche le refirió a Lucía la gravedad del caso, aunque no reveló el plan que se gestaba en su mente. Ella no había vuelto a tocar el tema y al escuchar hablar a su marido, le volvió el alma al cuerpo. Le aseguró que estaba por librar una batalla crucial por su padre y que se sentía orgullosa. Coincidió en que no tenía sentido denunciar a Rosales ni amenazarlo. Alguien que se había aferrado a la identidad de un muerto era capaz de cualquier cosa para conservar intacta la ocupación.

A la mañana siguiente, Amadeo Soto volvió a llamar al trabajo y esta vez pidió una licencia de dos semanas. Adujo problemas familiares, no le pareció una excusa, sino una descripción matizada de su estado. No recordó ningún sueño premonitorio, pero la coartada que había elaborado el día anterior, ya al despertar, se había afinado instantáneamente, como si fuera una variación de esa clase de rencor que se perfecciona con los días y conduce a la venganza.

A diferencia del día anterior, se cruzó enseguida con Rosales. Volvía de la tintorería con un sobretodo envuelto en nailon transparente. Llevaba la prenda por el extremo de una percha y parecía obnubilado por su nueva adquisición. Amadeo Soto observó la tela a cuadros pequeños, grises y negros. Era una copia burda de un pesado sobretodo que su padre utilizaba los días difíciles de invierno, es decir, dos o tres veces al año. Le sorprendió que hubiera aprehendido y reproducido esta prenda secundaria, y que la trajera de la tintorería y no de la sastrería.

Especuló varias cuadras, pero mientras Rosales se acercaba al edificio y extraía un llavero con el movimiento característico de su padre –detenerse en actitud meditativa, remover el interior del bolsillo como si fuera un agujero, sacar las llaves y mirarlas para incorporarlas al mundo–, puso instantáneamente en acción su plan. Ese falso padre no se le iba a escurrir.

“Papá, ¿cómo estás?”.

Rosales se volvió y no tuvo tiempo de rechazar el abrazo de Amadeo Soto.

“Tanto tiempo, papá”, esperó la reacción de Rosales, que estaba petrificado. “¿No me reconocés, papá? Te ayudo”, y tomó el sobretodo por el gancho de la percha. “¿Subimos? ¿O querés tomar un café?”.

Rosales seguía desconcertado. Tragaba saliva y el sonido que venía de su garganta era el de una tela suave rasgándose. Estaba rígido, pero contrario a lo que Amadeo Soto preveía, no reculaba ni decía, en un ataque de pánico, “esto es un malentendido” o “me está confundiendo con otra persona” para esfumarse impunemente por la puerta del edificio.

Desde el punto de vista de Amadeo Soto, Rosales desconocía cómo se conducía Ernesto frente a su hijo y ahora se sentía en una cornisa. Tal vez ni siquiera supiera que tenía un hijo; estaba lejos de entender que realizar su sueño implicaba no solo reproducir modales, gestos y prendas, sino incorporar los efectos colaterales de su historia.

“Pa, ¿estás bien?”.

“Sí”.

“¿Entonces?”.

“Es que no sabía que habías vuelto”.

Amadeo sonrió. La trampa estaba abierta y Rosales trataba de salir del paso. Podía ser Ernesto Soto, pero jamás encarnar a un padre. De modo que le asestó un segundo golpe: “Pa, no fui a ningún lado. Vos sos el que se fue. Vos sos el que está de vuelta. ¿Brindamos?”.

La respiración de Rosales se normalizó. Dejó de tragar saliva.

“Por supuesto, Amadeo. Pero creo que estás equivocado. Yo estuve siempre acá. Sos vos el que nunca vuelve a verme”. Amadeo Soto abrió los ojos desconcertado. El impostor sabía su nombre. “Pero no quiero que me pongas excusas, hoy es un nuevo día. Empecemos de cero”, y lo atenazó en un fuerte abrazo que Amadeo intentó repeler. La flacidez de Rosales contra su pecho le resultó abominable. Sin embargo, le repugnó más percibir que su padre lo acariciaba desde el extremo de esas manos de dedos cortos.

En cuanto la onda expansiva del abrazo se apaciguó, dejó caer el sobretodo y se alejó dando pasos acelerados. Observó que Ramón lo miraba de un modo inquisitivo desde el quiosco, como si estuviera al tanto de su fracaso y quisiera evaluar los resultados para tomar nuevas medidas junto al portero. Por un momento, Amadeo Soto pensó en cruzar y sucumbir al amparo sentimental de Ramón. Luego pensó que el diariero era un aliado natural de Rosales, una pantalla que en realidad lo amplificaba. La única persona en la que en ese momento podía confiar era su mujer, de modo que se apuró a subir al departamento. Lucía no estaba. Se sintió abandonado. Todo el aplomo que tenía en la mañana había desaparecido. Tuvo la impresión de que no le iba a alcanzar la vida para recuperarlo.

Pasó al balcón. Observó la copa de los árboles desnudos y entre el esqueleto de ramas superpuestas, reconoció a Rosales, de pie en la vereda de enfrente con el sobretodo en la mano. Desde arriba, en dos dimensiones, se veía igual a su padre. Amadeo Soto respiró una bocanada de aire fresco y se preguntó si era capaz de saltar al vacío. Tal vez fuera el único modo de interrumpir el curso de la encarnación. Retrocedió, como para tomar impulso, pero escuchó que alguien entraba en el departamento. Desde el comedor, Lucía le preguntó qué hacía. “Ya es otoño”, contestó él. La frenada brusca de un coche y el ruido posterior de un cuerpo rebotando contra el asfalto devolvieron su atención a la calle. Se reclinó sobre la baranda. Sintió un zumbido y durante segundos se suspendieron todos los ruidos del mundo. En torno a la víctima se reunió un cortejo de curiosos. Alguien recogió el sobretodo que yacía en el asfalto y cubrió el cuerpo que se desangraba. Enseguida en el horizonte comenzó a definirse el sonido amenazador de una sirena. “¿Un accidente más?”, preguntó Lucía asomándose al balcón.

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