La literatura de Oliverio Coelho se estructura en dos momentos diferenciables, determinados por posturas contrapuestas en relación a la escritura. El primero, que corresponde a sus primeras obras (Tierra de vigilia, Los invertebrables, Borneo, Promesas naturales e Ida), se caracterizaba por un trabajo extremo con el lenguaje, ligado sobre todo a la exploración de las formas, a la invención desatada e incluso a la improvisación. La carga estaba puesta en el narrador, cuya interioridad, en palabras del propio Coelho, “lo devoraba todo, comenzando por la historia”. Agotada esta veta, que se había transformado en su estilo, Coelho da un golpe de timón y se reinventa en otro tipo de escritor, menos vistoso en lo estilístico y más apegado al relato. La centralidad del narrador de la etapa anterior se transfiere a la narración, y en líneas generales hay un acercamiento, matizado por excursiones heterodoxas a distintos géneros, a las formas del realismo. A esta segunda etapa, junto a las novelas Un hombre llamado Lobo y Bien de frontera, pertenece el presente libro de cuentos, Hacia la extinción.
No casualmente el recorrido se inaugura con “El ocupante”, cuento en el que se exponen de manera ejemplar dos de los tópicos recurrentes en este libro: la pérdida (en este caso del padre) y la transformación (de un sujeto que busca “ser otro”). Amadeo Soto, un hombre corriente que transita un álgido duelo por la muerte de su padre, se entera por boca de su esposa que un desconocido se viste y actúa como su padre. El tópico del duelo en relación a la figura paterna, presente en otros cuentos de esta colección (“El traidor”, “Vigilia”), en este caso se materializa, cobrando cuerpo en el cuerpo de un extraño, que a su vez materializa la pulsión omnipresente en varios de los protagonistas de estos cuentos: la de “ser otro”. Según dice el narrador, el ocupante “no quería hacerse pasar por otro, sino ser, cabalmente, otro”. Mediado por la literalización, hay un evidente pasaje del contenido a la forma. La pérdida de referencias en relación a la figura de autoridad por la que transita el protagonista, se hace literal en la presencia de ese remedo desmañado de su padre que deambula por su barrio. Y es por eso, por esa evidente devaluación, que lo que lo inquieta no es tanto que alguien pretenda ocupar el lugar de su padre, sino comprobar que su padre es un muñeco vacío, que se disfraza y replica los gestos superficiales del que fue, pero que ha perdido definitivamente “su” voz. El protagonista, en consonancia con esta aparición vacía, también se vacía, transformándose en un títere torpe, que no sabe cómo actuar. Su identidad se pone en jaque, a tal punto que queda en la encrucijada de tener que reconfigurarse. Muchos de los protagonistas de este libro se encuentran en esta situación. Transitan la coyuntura de reinventarse en otro, librando una batalla (simbólica, claro) con el fantasma del padre. Es el caso del protagonista de “El traidor”, último heredero de una logia de militantes del ocio, que intenta vehiculizar su vida a través de una acción que contradice de manera tajante la ideología paterna.
Una variante a la pérdida del padre es la pérdida de la pareja (“Treinta dólares”), replicada en la pérdida del don, en relación sobre todo a la creatividad o al quehacer artístico. Proliferan las figuras de artistas disfuncionales: un escritor de una sola novela monumental devenido en técnico en equipamiento de audio (“Los especialistas”), un escritor frustrado por la maledicencia de un crítico (“La muerte del crítico”), un escritor de segundo orden que se siente ignorado (“Sun-Woo”), un proyecto malogrado de artista plástico (“Treinta dólares”), un pianista de genio que ha perdido su capacidad (“El don”). En todos los casos, la transformación en ciernes pareciera ser a costa de dejar atrás el proyecto artístico.
La mayoría de los relatos trabajan exponiendo la tensión entre el procesamiento de la pérdida (del padre, de la pareja, del don) y las circunstancias impredecibles a las que se enfrentan sus protagonistas, que por lo general se encuentran fuera de eje. Se trata de sujetos disolutos, librados al azar de una transición sin forma, y los cuentos “aprovechan” esta circunstancia. Lo que sucede depende en gran medida de la inestabilidad de sus protagonistas, que en su indefinición quedan presos de situaciones a veces absurdas, a veces intensas, a veces risibles, y la mayoría de las veces peligrosas. Un posible ejemplo es el protagonista de “Vigilia”, un joven que ha perdido a su padre (asesinado), y que a raíz de esa circunstancia desgraciada acepta de mala gana trabajar como asistente de una pareja de ancianos, que acaban haciéndolo cautivo de su particular universo.
Otro elemento sintomático, que metaforiza el tránsito de una subjetividad a otra, es el viaje, circunstancia en la que el personaje disoluto, reafirmando esa disolución, además se desterritorializa. El viaje lo coloca en situación de transitar espacios desconocidos, sin coordenadas ni centro, a los que incluso visualiza como estructuras cambiantes. Acorde a su desequilibrio, por lo general traza derroteros vacilantes, con cambios bruscos de dirección, que necesariamente lo confrontan con eventos inesperados. Por lo general lo domina el desconcierto y lo que le ocurre podría emparentarse a la extrañeza de los sueños (“Las cenizas del Imperio”), cuando no sucede que sencillamente se entrega a los acontecimientos, sin oponer la más mínima resistencia. Un caso ejemplar es el escritor protagonista de “Sun-Woo”, quien, a raíz de una supuesta conquista, acaba preso en el departamento de una mujer coreana, convertido en una suerte de esclavo sexual.
La soledad es otra faceta del sujeto disoluto, presente en casi todos los cuentos. La mayoría de los protagonistas están irremediablemente solos, y los encuentros que se agencian, aunque en principio parecieran entretener esa soledad, en realidad la acentúan, en parte propiciada por el propio solitario, que ni bien atisba la posibilidad de un vínculo, se encarga de sabotearlo. Esta situación la encontramos en clave futurista en “El umbral”, y tamizada por la literatura erótica en “Otra mujer” y “Ojo de pez”. En los tres casos, la orfandad de sus protagonistas pareciera ser terminal.
El huérfano de sí es un perfecto catalizador de narratividad. Su inconsistencia tiene la facultad de recrear la posibilidad de la aventura, esa experiencia aparentemente perimida al sujeto contemporáneo. Coelho entiende que, en estas épocas de sujetos formateados, la aventura sólo le ocurre a aquellos que están vinculados de manera simultánea con su disolución y su recomposición. Se trata de una circunstancia que necesariamente depende de esa inestabilidad, de esa fisura de la identidad que, en su inconsecuencia, desactiva los dispositivos ordenadores y reactiva la potencia. Por eso, para relatar aventuras cuando la aventura es una experiencia prácticamente inexistente, en lugar de héroes osados y valientes, propone antihéroes descompuestos, sujetos desarmados cuya inconsistencia garantiza el suceso, es decir lo narrable.
Entiende además que la aventura acontece en el proceso de transformación, en ese momento coyuntural en el que ocurre el pasaje de un estado a otro. Y es ahí, en ese interregno de total incertidumbre, donde se concentra la narración. Respecto al estado anterior de los protagonistas, sabemos poco y nada (nomás unas pocas referencias que nos permiten hacernos una idea estimativa de que lo han sido), y por supuesto no tenemos ni la menor idea de aquello en lo que se trasformarán. Lo que sabemos, lo que se narra, es lo que ocurre en la transición. El sujeto en estos cuentos es una suerte de pasajero en tránsito, metáfora que se literaliza en “Treinta dólares”, cuento en el que lo que sucede ocurre durante las ocho horas de una escala intermedia en Los Ángeles de un vuelo de Buenos Aires hacia Seúl. Su protagonista, un artista argentino de origen coreano, huye con el propósito de reinventarse luego de haber sido abandonado por su compañera. “Como en un duelo, ahora la soledad es la puerta de acceso a otro hombre”, dice el narrador, dando lugar al relato del momento, fugaz e intenso, de transición.
“Parte de la aventura”, dice Agamben, “es su traducción en palabras”, y eso precisamente es lo que ofrece este libro, en el que, a través de trece historias potentes, articuladas en un uso desregulado de géneros dispares (relato de fantasmas, de viaje, distópicos, eróticos, etc.), Coelho indaga en el destino destemplado de la subjetividad capturada, proponiendo una posible salida en su ostensible disfuncionalidad. Salida que redunda en un retorno a la aventura, a costa, eso sí, de la disolución del implicado. La aventura, que en sus primeras novelas estaba puesta en la escritura (en su trabajo extremo con la palabra), en estos cuentos se transfiere a los protagonistas y, a partir de ellos, a la narración.