Asunto Impreso

Así se hace: probá un ejercicio de escritura de Mariano Quirós

Un escritor comienza a dictar su propio taller literario pero antes de invitar a sus estudiantes decide ponerlo a prueba consigo mismo: compartimos uno de los momentos de Ahora escriba usted (Factotum), originales y novedosas propuestas de escritura para ejercitar.

Usted fue, también, un adolescente problemático. Usted pasó horas, muchas más de las convenientes, con la mirada perdida en el techo y un rayo de melancolía atravesándome el alma. Usted también puso música a un volumen alto. También fumó un cigarrillo detrás del otro. Sintió también que cada aureola de humo arrastraba en su ascenso un pensamiento profundo. Caminó por las veredas miserables de la ciudad, sin necesidad y de noche. Pegó con cinta mil pósters en las paredes de su habitación. Elaboró proclamas políticas. Usted también lo supo todo del mundo. Pero ahora usted es más joven.

 

“Tenemos tiempo, pero todavía no tenemos ser”, dice Fabián Casas. 

Los jóvenes saben todo del mundo. Qué conserva usted de esa sabiduría. ¿Queda alguna insatisfacción? Por supuesto que sí.

 

Escriba como un adolescente: O mejor aún, escriba sobre un adolescente. Puede ser un hecho o una secuencia de hechos protagonizados por un adolescente en pie de guerra o por un adolescente dueño de una calma perturbadora. O Ambos.

Literatura y envidia 

En 1998 leí La velocidad de las cosas, una, por así decirlo, deforme y estruendosa novela de Rodrigo Fresán. Ya en su primer capítulo –“Apuntes para una teoría del lector”– Fresán –o la voz narradora que Fresán asume en ese capítulo– establece dos preciosas categorías de lectores: “Están aquellos –dice Fresán, o su voz– que al final de un cuento suspiran ¿Por qué no se me habrá ocurrido a mí?, y están los que optan por sonreír ¡Qué suerte que se le ocurrió a alguien!”. 

Aún hoy, tantos años después, recuerdo y reconstruyo el efecto que me produjo semejante ingenio: “Por qué no se me habrá ocurrido a mí”, fue lo que pensé, fue lo que sentí. 

Fresán, y junto con él Juan Forn, fueron algo así como “los Cortázar de mi juventud” –asumiendo a Cortázar como esa especie de símbolo, de bandera literaria que enarbolaron las juventudes lectoras, y no tan lectoras, de los últimos 60’, casi todos los 70’, y de buena parte de los 80’. Una bandera que casi deglute al pobre Cortázar. Con feliz irresponsabilidad, yo dejé –y lo haría otras mil veces– que gente como Fresán y Forn me volara el cráneo, que me alterara la vida. 

El consumo cultural que ambos proponían, el torrente de nombres propios en cada cuento, en cada párrafo, el ritmo vertiginoso, la sensación tan adolescente de que alguien habla –y escribe– en mi mismo idioma. 

La velocidad de las cosas, para seguir con el libro de Fresán, venía precedida de epígrafes como estos: “La clase de historias que la gente convierte en vidas, la clase de vidas que la gente convierte en historias” (Philip Roth); “O nuestras vidas se convierten en historias, o no habrá manera de darles algún sentido” (Douglas Coupland); “La propia vida no existe por sí misma, pues si no se cuenta, esa vida es apenas algo que transcurre, pero nada más” (Enrique Vila Matas); “Las historias sólo le suceden a aquellas personas que pueden contarlas” (Michael Cunningham); “Nos convertimos en las historias que contamos de nosotros mismos” (Paul Auster); “Sólo la parte inventada de nuestra historia –la parte irreal– ha tenido alguna estructura, alguna belleza” (carta de Gerald Murphy a Scott Fitzgerald).

Frases sueltas, como eslóganes, como pancartas. Yo asumí aquellos eslóganes con el mismo sentimiento reseñado por Fresán: “Por qué no se me ocurrieron a mí”. Arribé a la literatura desde la envidia, desde el venenoso deseo de ser uno de aquellos autores, de ser alguien capaz de escribir una cosa así: “Es curioso, vivimos la vida en primera persona del singular pero llegado el final, se nos aparece la opción de un cambio en la composición del relato. Esta nueva velocidad de las cosas es la que nos permite entonces vernos desde afuera, mirarnos mirar, sentirnos sentir, muriendo morir”.

Hace unos pocos meses, la envidia me asaltó con fuerza hacia el final de un cuento de Alejandro Zambra, escritor chileno más o menos de mi edad pero mucho más lúcido, brillante y delicado que yo: el cuento se llama “Yo fumaba muy bien”. Se supone que la literatura de Alejandro Zambra calza a pie juntillas en lo que algunos llaman autoficción, una especie de abordaje ficcional del pasado –incluso del presente– personal o colectivo que asume y altera procedimientos propios de la biografía. Pavadas, o sea. El asunto es que, en su cuento, Zambra recurre a una canción de Roque Narvaja: “Menta y limón”, quizá la canción más mentada –ya que de menta hablamos– del gran Roque. Como tantos de mi generación, yo también crecí con esa canción en los oídos. Era de las preferidas de mi madre. 

No hace mucho le regalé a mamá un enorme par de auriculares. Nada me cuesta imaginar, de hecho la veo, a mamá con los auriculares puestos. Escucha y canta –mal, modificando la letra– “Menta y limón”. Pero aun así su voz es tan dulce… O yo, que soy su hijo y soy muy mamengo, la siento así. 

El estribillo de “Menta y limón” es hermoso: lo digo yo pero también lo dice Zambra en su cuento, y si Zambra lo dice debe ser cierto. Así dice el estribillo: “Espero despierto la mañana / fumándome el tiempo en la cama / llenando el espacio con tu cara / canela y carbón”. Dice Zambra que a él, a los seis o siete años, le impresionaba la imagen de un hombre fumándose el tiempo. Que seguro fue ahí, dice, que por primera vez asoció el paso del tiempo con el acto de fumar. 

Hace menos de un año que mamá –mi mamá, no la de Zambra– dejó el cigarrillo. Fumaba mucho, mamá, mucho más de lo que asegura haber fumado el remilgado de Zambra. A mí lo que me impresionó siempre de “Menta y limón” fue mamá, que mamá fuera el hombre ese que se fuma el tiempo. Para mí, esa canción es mía y de mi madre, aunque Zambra diga que es de Roque Narvaja. 

Pero no es el tiempo, y tampoco es el acto de fumar: es la literatura. La literatura, que invade cada resquicio de vida y provoca trastornos. Uno supone que es uno mismo quien se lanza, quien va en busca de la literatura. Uno se imagina invadiendo ese territorio con ímpetu arrollador, con la convicción de un poeta. Pero resulta que no. De pronto un día te descubrís leyendo el cuento de un chileno y, en el momento menos pensado, ese cuento –la literatura– te toma del cogote y te arrastra años, meses atrás, cuando la madre de uno fumaba y escuchaba “Menta y limón”, igual que hace ahora con ese hermoso par de auriculares nuevos… 

Pero por Dios, piensa uno, cómo es que no se me ocurrió antes a mí. Y entonces odio a Zambra. Pero el odio dura poco, entre otras cosas porque al toque me doy cuenta de que, de una manera retorcida, de una manera muy literaria, Zambra soy yo. Y yo soy también Roque Narvaja. Entonces “Menta y limón”, y el mismísimo cuento de Zambra, “Yo fumaba muy bien”, es evidente que son obras mías. En última instancia, hace tiempo sabemos que la literatura se sostiene en dos nobles gestos: el robo y la mentira. “Por las calles de mi vida voy mezclando la verdad y la mentira”, dice otra estrofa de mi canción “Menta y limón”. 

Pero eso sí: mi mamá nunca va ser la mamá de Alejandro Zambra. Y por un momento, entonces, dejo de preocuparme y pienso: qué bueno que se le ocurrió a alguien. Qué bueno que se me ocurrió a mí.

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