He buscado uranio, rubíes, oro, y por el
camino, he observado a otros que
buscaban lo mismo. Y escúchame,
Florie, ¡he encontrado monstruos perfectos!
Truman Capote, Plegarias atendidas
Usted guarda un monstruo en su corazón. A veces ese monstruo ocupa un espacio ínfimo, pero cada tanto amenaza con avanzar, con apropiarse de la circulación sanguínea. Es menester que ese monstruo se mantenga a raya. A veces, sin embargo, no.
La literatura es un terreno apropiado para la expansión del monstruo. Tenga en cuenta, apenas, un par de títulos: el monstruo racional, puntilloso, de Estrella distante, la pequeña obra maestra de Roberto Bolaño; el monstruo brutal, sin alma –o con el alma más oscura– de Meridiano de sangre, aquel desborde bíblico de Cormac McCarthy; el monstruo torpe y por eso mismo sanguinario de “Matar a un perro”, ese cuento de Samanta Schweblin; el monstruo pueblerino, extraterrestre y colectivo de La masacre de Kruger, novela polifónica de Luciano Lamberti; el monstruo delicado y gentil del Talentoso señor Ripley, la señorial saga de Patricia Highsmith…
Para variar, es probable que haya sido Kafka quien llevó la monstruosidad a un esplendor. La metamorfosis, El proceso, El castillo, los cuentos “Josefina”, “Un trapecista del hambre”, son expresiones de algún mal inteligente y planificado. En “La colonia penitenciaria” Kafka narra la visita de un “explorador” a una cárcel en la que están prestos a cumplir la sentencia de un condenado a muerte. El explorador recorre las instalaciones de la colonia guiado por un oficial que le muestra, orgulloso, la última creación: una máquina que permite ultimar a los condenados sin necesidad de injerencia humana. “Hace todo ella sola”, dice el oficial, muy suelto de cuerpo, y extiende al explorador una invitación a presenciar la puesta en funcionamiento de esa maquinaria infernal. El corolario es tremendo. El mal en su expresión más torpe y cruel.
Vístase ahora con traje de explorador. Haga una visita al monstruo. Al mal que lo habita.