Asunto Impreso

Yo te amo pulpo

“No le interesa forzar las situaciones, quiere que todo se dé naturalmente, que fluya. Usa seguido esa palabra cuando les comenta a sus amigas que está empezando una relación. Fluya”. __ por SANTIAGO CRAIG

Una mujer está sola. Una mujer tiene treinta y siete años.
Una mujer visita un acuario en un país extranjero. Australia. Colombia. Estados Unidos. Una mujer se enamora de un pulpo.
Vuelve a su casa una mujer. Es un hotel, en realidad, no es su casa, pero le dice casa. En esa casa, trata de espantar lo que le parece un síntoma estrafalario. Prepara té una mujer, enciende la tele. Pasan un programa político y, como es de un país extranjero, una mujer lo deja y lo mira como si mirara el patio de una escuela lleno de nenes que no son suyos. La vuelca a la introspección la indiferencia a la mujer. Vuelve al pulpo. Hay un exceso hormonal, algo que no funciona. Tiene que recostarse en el sillón doble la mujer. Un poco rasposo.
Tiene que acariciarse el clítoris y chuparse todos los dedos de las manos. Tiene un orgasmo lento y culposo, pero cede a la fascinación. Una mujer vuelve al acuario, apoya la mano en la pecera lo suficiente como para que un chico de mantenimiento le pregunte si está bien, le diga “señora”.
“¿Dónde se compra un pulpo?”.
“¿Para comer?”.
“Un pulpo así, como ese, un pulpo vivo. ¿Dónde se consigue?”.
El chico no sabe, pero encuentra la manera de llevar a una mujer a una oficina en la que la orientan. Le advierten a una mujer que el pulpo no es ni de cerca un animal doméstico.
Una mujer aclara que de ningún modo quiere domesticar a nadie.

Consigue al fin el pulpo una mujer, no sin trastornos, ni pagos de comisiones, no sin pasar por alto leyes de protección de patrimonio, normas bromatológicas. Elige ir a un lugar sórdido, en un barrio periférico, tener ahí su primera cita. Había probado en otros negocios céntricos, fríos y no había encontrado una mujer la conexión necesaria. Esa corriente eléctrica que una mujer asumía vibrando cada vez que se presentara verdadero el amor.
Había caminado sola por calles que olían a fruta muerta y aceite quemado, había abierto una puerta de madera que daba a una luz azul, había recorrido un pasillo, había llegado a un estanque. Había encontrado una mujer un pulpo que, esa vez sí, la miraba.
Un pulpo pasa de un estanque a una pecera. Apenas entra, se desbordan los tentáculos, se mueve en círculos, desconfía. Una mujer lo calma, lo nombra, le pide que tenga paciencia, que, de a poco, van a llegar a conocerse. Una mujer acaricia los brazos de un pulpo mientras maneja. En uno de esos brazos, el pulpo tiene un pene. A una mujer le gusta dejarse enroscar, pasar los dedos por el animal sin saber qué el tentáculo llano, qué es tejido eréctil.
Una mujer dispone el modo de poder compartir la vida con un pulpo. No le interesa forzar las situaciones, quiere que todo se dé naturalmente, que fluya. Usa seguido esa palabra cuando les comenta a sus amigas que está empezando una relación. Fluya.
Reemplaza por vidrio y agua las paredes, hace fabricar un acuario móvil que permite los paseos, las citas esporádicas en parques y terrazas.
Se le vuelve largo el tiempo y, después de esperar sin resultados, aprende que un pulpo necesita que la hembra tome la iniciativa. Son animales tímidos. Ese pudor es uno de los modos que adopta su inteligencia.
En el agua, sin ropa, una mujer avanza hacia un pulpo, se acerca lo suficiente para que pueda alargar uno de sus brazos y pueda tocarla. El tercer brazo de la derecha tiene un surco profundo entre las dos filas de ventosas y un extremo con forma de cuchara. El galanteo de un pulpo le sirve a una mujer: aprieta, suelta, nada entre sus piernas, le envuelve justo hasta el borde de la asfixia los músculos del tórax. La suelta en un suspiro y arremete para insertar su brazo. El apareamiento es corto, pero un pulpo puede hacer lo mismo casi sin interrupción, durante varias veces al día.
Se acostumbra una mujer a esa rutina. A los cambios de colores, a los estiramientos. Encuentran, entre los dos, una gimnasia, un hábito coreográfico.
Un pulpo es circunspecto. Permanece en los rincones, entre las piedras, se da poco.
Una tarde de verano, húmeda, pero fuera del agua, envuelta en una toalla, con la piel marcada todavía por la succión, una mujer le dice a un pulpo:
“Yo te amo, pulpo”.
Un pulpo no dice nada, porque es un pulpo.
Una mujer repite:
“Pulpo, yo te amo”.
Un pulpo no hace nada, porque es un pulpo.
En lo que era esponjoso y blando y lubricado se abre una aspereza. La deja pasar una mujer, no la comenta, pero es una astilla que no estaba y molesta.
Un pulpo sigue acomodando a los bordes de su mundo acuático el despliegue cíclico de su instinto. Se vuelve marrón como una roca y descansa cuando cae la tarde, busca en la superficie restos de escamas granuladas que lo alimenten, copula y abraza, se impulsa sin sentido con su cuerpo redondo haciendo ondas de espuma irregulares.
Una mujer cree que deberían encontrarse más y de otra forma, renovar el vínculo. Busca en un pulpo indicios de acercamiento, de empatía; busca mostrarle un camino hacia sus necesidades.
Prueba, con desagrado, técnicas de adiestramiento, investiga en manuales, consulta zoólogos y llega a un profesional que dice ser especialista en relaciones transhumanas. Con él se encuentran un pulpo y una mujer. Una mujer paga su consulta tres semanas, pero nota que no hay ningún avance.
Una mujer le pide a un pulpo que sepa ver lo que pierde, lo que por él ella hizo y dejó, lo que construyeron juntos.
El pulpo no sabe ver lo que una mujer le pide, porque es un pulpo.
Le pide que cambie una mujer.
El pulpo no cambia, porque es un pulpo.
Una mujer pierde la paciencia y pasa de la exasperación al desinterés, al desprecio. Ver a un pulpo hacer lo que hace un pulpo la asquea. Dejan de ofrecerse el cuerpo, apenas le da comida.
En momentos de crisis, hay escenas violentas. Una mujer rompe una pecera con seis golpes. Usa el respaldo de una silla de madera. Cuando el agua se desborda, un pulpo queda en el suelo retorciéndose, luchando con el aire, asfixiándose.
Lo mira un rato una mujer, podría dejarlo morir ahí, meterlo en una bolsa, seguir adelante.
Prefiere alzarlo casi inerte, llenar de agua la bañera, apoyarlo y dejar que se hunda, revivirlo. Una mujer llora, acaricia y besa a un pulpo. Una mujer está sola en un baño con un pulpo.
“Vamos a estar bien”, dice.
Y el pulpo palpita otra vez, revive sin decir nada, porque es un pulpo.
 

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