Asunto Impreso

Una máquina perfecta, un cuento de María Alicia Favot

Este es el primer cuento de Nada que nos ilumine, el libro debut de la escritora bahiense María Alicia Favot, que Factotum acaba de publicar.

                                 "… el monstruo cuenta, como en una caricatura, la génesis de las diferencias."
                                 Michel Foucault

Aunque sea verano el monte está húmedo y frío y las manzanas se adivinan casi flotando en la neblina. “Monte frutal”, le dicen por acá, o también “el cuadro de las peras o el de los duraznos”. Se refieren a extensiones de tierra plantadas con esos árboles. El silencio es poderoso: los pájaros cantan, pero no se escucha el ruido de máquinas curadoras o tractores. Salgo a caminar pensando en Marito, porque dentro de la casa me ahogo y necesito ver cosas sanas, que crecen con naturalidad, como las frutas y las hierbas. Al mediodía ya no habrá paz, nada más el calor del monte, el vapor que sube desde los troncos, los cosecheros trajinando con sus recolectores. Encima hoy tendremos visitas, algo que no quiero que suceda, pero sé que va a pasar, porque Pedro los invitó: su hermano y la mujer llegan desde España vía Buenos Aires.
Mi cuñado y la esposa. El ingeniero y la mujer que sonríe. Les pongo distintos nombres mientras esperamos su avión. Hace años que no los vemos y ellos no saben de nosotros más que lo que quisimos decirles en algunas cartas. El aeropuerto está lleno, me distraigo mirando los negocios de la planta baja: huelo perfumes mezclados, intensos, esencias de lujo y telas costosas. Pienso en el contraste con el almacén del pueblo en el que vivimos, que también tiene de todo, pero el olor es distinto: a yerba, al hilo sisal de alpargatas, a kerosene, a parathion. Hago este ejercicio para ocupar mi mente, para no pensar en el agujero, en el dolor. Muchas noches vuelvo a imaginar el escenario como si fuera un tablero de ajedrez, a pensar dónde estaba cada cosa, qué hicimos exactamente que podríamos haber evitado y qué evitamos hacer y podríamos haber hecho.
Ya hace mucho de esto, casi cinco años. Cuando sucedió el mundo se detuvo; pero mi corazón siguió latiendo, a pesar de mí. En su momento hablamos de un accidente, lo contamos así y lo repetimos tantas veces que llegué a creerlo. Pero en las noches de verano, cuando el sueño no me viene, vuelvo a pensarlo una y otra vez.
–Uno, y así, es suficiente –nos había dicho el médico, y yo escuché el “así” y supe que Marito nunca iba a ser como otros chicos.
También supe que nos aconsejaba piadosamente que no tuviéramos más hijos.
Pedro se resistió a creerlo por un tiempo. Después me trajo historias alentadoras de diagnósticos errados, más tarde elaboró teorías acerca de la visión ideológica de la salud y la enfermedad, argumentó con pasión que la ciencia clasificaba de forma arbitraria a las personas en normales y anormales, pero ninguno de los dos podíamos negar el hecho de que a Marito solo le crecía la cabeza. A los dos años ya se notaba la diferencia. 
Quizá por eso también –sin confesárnoslo– decidimos venir a vivir al monte, lejos de las miradas curiosas de los demás.
Los altoparlantes anuncian que el avión está demorado: habrá que esperar. Esperar me inquieta, sobre todo cuando espero con Pedro. Lucho conmigo todo el tiempo para no preguntarle.
–Vamos a tomar algo –propone, y subimos al bar del primer piso.
Desde que Marito se fue, y prefiero decirlo de ese modo, las cosas me dan igual. A veces pienso que tengo que ser más valiente y aceptar lo inconfesable: que es mejor que ya no esté. Le costaba caminar con esa cabeza enorme y entender las cosas más sencillas; por ejemplo, que una calavera y dos tibias cruzadas en un envase significan veneno. Pedro había dejado las botellas en el piso del galpón, preparadas para fumigar: la carpocapsa hace estragos en los frutales. Fue un descuido como le puede pasar a cualquier padre, me digo. No volvimos a hablar del tema después de que nos quedamos solos y tampoco intentamos tener más chicos.
Cuando el avión está aterrizando, pagamos el café y bajamos. El hermano de Pedro y su mujer tienen un hijo, un hijo normal como pudo haber sido el nuestro si el destino hubiera querido. Pero si hubiera sido normal, estaría vivo: Pedro no habría dejado el veneno ahí o Marito no lo habría tomado. No sé en qué orden y no creo que quiera saberlo. Miro al nene de ellos y me da vergüenza reconocer que siento envidia, una envidia profunda de su tamaño, del pelo, de las mejillas regordetas. Me había preparado, pero no preví que sentiría esto.
Voy por el pasillo hasta el comedor de diario, donde vamos a cenar porque han pronosticado tormenta. Por la puertaventana veo a Roberto y a mi marido: se ríen, sentados en los silloncitos de mimbre del patio, cada uno con su copa; parecen cómodos. Me surgen varias preguntas: la primera es cómo hacen los hombres para no tocar temas de los que no quieren hablar; la segunda es si Roberto y Mariana habrán comentado entre ellos, antes de llegar a nuestra casa, la condición y la muerte de nuestro hijo, y qué habrán especulado. La tercera es una amonestación para mí: ¿por qué me resulta tan importante lo que ellos piensen? Me consuelo: están de paso, los veré por un tiempo y volverán a su mundo.
La peor parte del proceso de ser madre de Marito fue soportar las miradas ajenas. La cabeza tan inmensa le hacía ver los ojos pequeños y la nariz y la boca diminutas. Era un garabato como el que hacen los chicos de jardín de infantes, una caricatura. Me quedaba claro que la imagen que la gente tiene de un nene no se correspondía con eso que se podía ver cuando lo miraban. Entonces miraban dos veces, intentando disimular la curiosidad y el espanto. Quizá por eso las palabras “niño” e “hijo” se distanciaron miserablemente en el corazón de Pedro cuando quiso aunarlas, tenía que hacer un esfuerzo para que se correspondieran. Decíamos “nuestro hijo” con prudencia, de forma medida.
Aparto con esfuerzo esos pensamientos para sentarme a cenar. Roberto y Mariana ubican a su perfecto vástago en medio de ambos. Para que alcance la mesa le acomodan un almohadón que sacaron sin permiso del sillón del living.
–Ya come con cubiertos –dice con orgullo la madre, y el nene la mira y se ríe. Observo sus dientes pequeños, las orejas delicadas, los ojos enormes e inteligentes.
–Servime vino –le ordeno a Pedro.
Él me mira mientras llena la copa. Espera que le diga “basta” “está bien ahí” o “gracias”, pero no lo digo y él corta y levanta la botella mientras su hermano y su mujer disimulan. Estoy violando la ley no escrita del anfitrión educado y la naturaleza social del acto de beber: pero es que no quiero compartir ni brindar, tengo sed pero no de líquido, sino de cualquier cosa que pueda borrar la memoria de corto plazo, de cinco años a esta parte.
Trago sin respirar. Hasta el fondo. Soy consciente de las miradas de los demás, nadie dice nada, salvo el chico que se ríe y aplaude con fuerza y entonces extiendo el brazo hacia Pedro con la copa vacía:
–Servime otra.
Mariana se pone a contar algo, se atropella, como si el silencio fuera una amenaza. Cuenta del viaje que hicieron antes de que naciera Robertito, como mochileros por Centroamérica, habla de la empresa en la que trabaja Roberto y, finalmente, dice que es genial vivir en Barcelona. Se interrumpen riéndose, se contradicen y se confirman, se toman de la mano y le dan la servilleta al nene para que se limpie la boca así y el nene entiende, y entonces hace así, como le enseñan sus papis.
Me levanto a buscar más ensalada y tropiezo con la alfombra, pido disculpas no sé para qué y me agacho a recoger la fuente que cayó a los pies de Mariana. Desde abajo las cosas se ven en una perspectiva aún más desoladora. Me encuentro literalmente de rodillas ante ellos y su hijo perfecto. Entonces cuando me levanto, en vez de ir a la cocina –te ayudo, dice Mariana: dejá, gracias– me escapo al baño y no salgo hasta los postres.
Roberto es ahora el que me sirve más vino, sabe que lo necesito. Se sirve también. Un modo piadoso de disimular el favor que me está haciendo. Después de los postres hay que traer el café, me digo, y voy a la cocina. Pero no logro evitar que Mariana venga detrás de mí, con Robertito lloriqueando, prendido a sus pantalones.
–Está aburrido –explica–. ¿No tendrás algún juguete por ahí? –Y casi inmediatamente se arrepiente, recordando avergonzada.
No, no tengo juguetes, porque tampoco tengo un hijo que juegue y entonces para qué. Doné todos los que me regalaron en su nacimiento al hospital del pueblo, a la salita de pediatría.
–Tomá –le alcanzo dos cucharas de madera y ella se queda con una en cada mano sin entender–. Los chicos se entretienen con cualquier cosa.
Intenta preguntar algo, algo acerca de Marito, de qué pasó, de cómo era; seguro es esa su intención, pero no voy a darle detalles. No quiero. Es algo primitivo, de defensa, que me surge cada vez que siento amenazado el tejido de nuestra historia, una trama con agujeros por donde nadie que no seamos Pedro y yo está autorizado a mirar.
Entra el padre a la cocina a buscar a Robertito, “para que las deje charlar tranquilas”, pero el nene no está aquí. Le pregunta a Pedro, que dice haberlo visto al lado de los sillones de mimbre hace apenas un instante, seguro salió al jardín.
Se levanta viento y la noche empeora las cosas, porque la casa está rodeada por los montes frutales y ni siquiera hay luna que permita buscar entre las sombras. Entonces nos repartimos:
–Voy a buscar adentro, por las dudas de que se haya escondido –anuncio –Nosotros afuera –avisan y corren asustados.
Por la ventana los veo salir, Mariana grita el nombre de su hijo, el cuerpo entero temblándole de pavor. Pedro se trepa a un manzano con una linterna para ver desde lo alto y Roberto corre para el lado de la pileta, que tiene agua sucia porque no a usamos y un alambrado cercándola, pero quién sabe, Dios, a Robertito le encanta el agua y es tan inteligente, quizá trepó para zambullirse.
Mientras me seco las manos con el delantal, camino desde la cocina al pasillo que ondula un poco, la cabeza me da vueltas. Recorro las habitaciones, miro debajo de las camas, en los placares, detrás de la cortina del baño; a nosotros no podría habernos pasado esto, pienso mientras levanto acolchados y retiro perchas con ropa.
La puerta de la habitación que fue de Marito está entreabierta. Difícil que el nene haya entrado, calculo, aunque la abro del todo y miro. No enciendo la luz, con la del pasillo basta: ahí está, inmóvil, observándome a través de los barrotes de la cuna que todavía conservo y que él trepó con increíble agilidad, sin inconvenientes. Siento un calor de fuego en la cara, la mente se me despeja de golpe mientras lo alzo a upa y le murmuro al oído que haga silencio.
–¿Vamos a pasear? –propongo, y él mueve la cabecita contento.
Por el camino que bordea la acequia principal adivino las figuras de los tres y oigo sus voces que llaman al chico de diferentes maneras: “Roberto”, “Roby”. El lenguaje viene en su ayuda, nombran la verdad, nombran al hijo con diferentes nombres que en el fondo son lo mismo: hijosaludable. Lo que callan esas palabras es el pánico de creerlo perdido, de la brutal incertidumbre de no saber si volverán a abrazarlo.
–Un ratito –le digo al nene mientras camino. Quiero saber cómo es mirar la noche, oler la fragancia de las manzanas, aspirar el rocío con un chico en brazos. Quiero saber qué siente Mariana cuando lo alza y su hijo le empuja la cara con las manitos cerradas, y después, cuando se acerca y le da un beso y otro más. Solo un segundo y voy a gritar para que los padres me oigan y vengan a buscarlo.
Él aplaude, bordeamos las manzanas oscuras; se las muestro y quiere probarlas. Descuelgo una fruta y la limpio refregándola en mi suéter. Estoy segura de que todavía no han curado este cuadro. La toma con las dos manitos y le da un mordisco con ganas. Camino un poco más, el monte es grande y le voy a mostrar las peras, estamos paseando y me siento bien. Ahora Robertito me pide hacer pis, oh Dios, ya no usa pañales, un dolor nuevo. “Nunca controlará esfínteres, señora”, recuerdo al más cruel de los neurólogos que visitamos.
Bajo al chico hasta el piso, la hierba está húmeda. No quiere que le ayude, se baja el cierre del pantalón y orina contra el tronco áspero y rugoso de un peral, mientras miro maravillada el mecanismo de excelencia de su pequeño cuerpo, el enlazamiento de las funciones de órganos que no veo y que revelan la perfección en forma de ese chorro cálido y cristalino de su meada. Lo alzo otra vez. Gano tiempo antes de desandar el camino.
–¿Vamos al gallinero?
Él aplaude. Al llegar enciendo la luz, las batarazas se alborotan. Nos entretenemos mirando, quiere tener un pollito, ver un huevo de cerca: lo veo agacharse y examinarlo como un científico, con una concentración absoluta. Una perfección admirando a otra.
La noche se ilumina con un relámpago y un segundo después empieza a llover en el monte silencioso. Llueve de una manera mansa y tibia y el nene se vuelve a mí, los rulos imposibles contra la piel de mis piernas. Cierro los ojos y pongo una mano sobre su cabecita. La de nuestro hijo también despedía este calor y a él tampoco le gustaba el ruido de los truenos; entonces le digo a Robertito:
–Tenemos que volver.
Lo alzo y camino con él prendido al cuello. Cuando estamos llegando veo a Mariana a través del vidrio, sentada en una silla; llora y Roberto le alcanza un vaso. Pedro está hablando por teléfono. Me limpio los pies húmedos antes de entrar:
–Acá está –exhibo al nene que se baja corriendo de mis brazos para ir a los de su madre. Roberto y Mariana abrazan al chico como si lo hubieran recuperado de un secuestro y luego por un segundo me miran incómodos, interrogantes. Los ojos de Pedro me dicen el miedo que tuvo de que yo quizá… ¿qué? ¿Qué podría haber hecho más que desear?
–¡Por Dios, Silvia! –estalla– ¿Dónde te habías metido? ¡Hace media hora que estamos buscándolos! –Vuelve a dirigirse al teléfono–. Sí, disculpe, de la chacra doce, ya aparecieron. Bien, gracias.
Cuelga y espera mi respuesta.
–Tuve que correrlo –miento–. Me veía y se escapaba. Mariana y Roberto no tienen más remedio que agradecerme, pero dicen que el susto los dejó agotados. Juntan sus cosas rápido. Los acompañamos hasta el hotel mientras miro, a través de las ventanillas del auto, las manzanas sombrías, inmóviles en sus ramas. Sin desearlo, recuerdo la frase que alguien escribió sobre los monstruos y las diferencias. Afuera la lluvia es aguacero.

 

Publicado en Nada que nos ilumine

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