"Supongo que esto es el futuro”, conjetura el protagonista de Los cuerpos del verano, primera novela de Martín Felipe Castagnet (ganadora del Premio a la joven literatura latinoamericana en Francia). Suposición que evidencia una falta, una sensación de angustia ante aquello que el personaje observa y no logra aprehender en su totalidad. Porque después de muerto regresa a un cuerpo que no es el suyo, casi cien años más tarde. Si reincidir en la tierra luego de una prolongada estadía dentro de un dispositivo virtual podría ser fascinante, también podría significar lo contrario. Un cuerpo nuevo, en una sociedad donde lo único que se percibe es su paulatina desaparición, no representa una oportunidad, sino más bien una carga imposible.
La suposición admite, al mismo tiempo, una determinada operación literaria, un acercamiento hacia lo que podría ocurrir en un futuro no muy lejano, una ficción que vislumbra otra realidad a partir de los indicios de su presente. La ficción especulativa tiene su tradición y sus nuevos representantes. El género se transforma, se hace “Cyberpunk”, “New Wave”,”Hard”, “Soft”. De cualquier manera, la tentación siempre es la misma: la imaginación de un futuro, a fin de ofrecer una respuesta –desde luego parcial– a los temores e inquietudes que circulan por la realidad de quien escribe.
En este sentido, la publicación de una novela como Los cuerpos del verano no podría ser más apropiada. Transcurrida la primera década del Tercer Milenio, el avance frenético de la tecnología y la descomunal presencia de su aparataje en cada práctica social y cotidiana han modificado –y continúan haciéndolo a una velocidad apabullante– cada una de las actividades del ser humano. Una transformación permanente que provoca vértigo e incertidumbre, y que Castagnet aprovecha para concebir una sociedad si bien futura, terriblemente cercana. Sociedad determinada por la rencarnación después de la muerte; por la apropiación indiscriminada de cuerpos y la regeneración de órganos; por la conservación cerebral cibernética y las amistades cosechadas dentro de una red social habitada por muertos. Los cementerios ya no existen y la sexualidad se redefine a cada instante. En definitiva, un mundo en donde Internet se convierte en la demostración concreta de un nuevo cielo.
En el contexto mencionado, Ramiro Olivaires decide reintegrarse al mundo después de navegar durante años a través de la red. Una imperiosa necesidad de liquidar cuentas con su propio pasado lo obliga a abandonar un espacio que, según sus palabras, se parece a una cárcel pero con mayores comodidades. Económicamente accesible, el cuerpo de una mujer gorda es el soporte –en la sociedad descrita por Castagnet, un cuerpo es un soporte más, entre otros– elegido por sus familiares para su reincorporación. Por lo tanto, enchufado a una batería, Ramiro comenzará un paseo por la tierra en busca de una solución definitiva para el doloroso recuerdo que lo acosa desde su desaparición. En principio, su recorrido abrigará la encantadora posibilidad que implica volver a disponer de un cuerpo, volver a sentir, a tocar, a observar el mundo desde afuera. Poco después, sin embargo, percibirá la dimensión efectiva de los cambios producidos durante su ausencia. A pesar suyo, se convertirá en el representante de una generación que contempla la irremediable disolución de los últimos vestigios de humanidad.
Despojada de parafernalia tecno-científica, ni exagerada afectación, la escritura de Castagnet nos conduce suavemente hacia un infierno probable, desolador. En apariencia, sin alternativa posible. De todas formas, como un despiadado alegorista, nos presenta una utopía perversa, pero para significar con mayor potencia el espacio no iluminado por el desbordante reflejo de los monitores. Allí, en los márgenes, donde se almacenan los desperdicios de la sociedad futura, tal vez sea posible reconstruir los restos de un fantasma a punto de esfumarse.