Asunto Impreso

Un arma en la casa

Por Mariano Quirós

EL CUENTO POR SU AUTOR

Tal vez no había un arma en la casa, pero sí aquella sensación inquietante de que algo —pero qué— podía ocurrir de un momento a otro. La casa efectivamente estaba cubierta de cuadros y posters con consignas políticas, frases duras, de una poesía sin matices. A mí me encantaban, pero a mi hermana no tanto y como ella era la mayor, al final me quedaba una sensación ambigua. La idea de que aquellos posters, aquellas consignas, suponían un peligro. Además vivíamos en el conurbano bonaerense, en Villa de Mayo, y cada dos por tres entraban a robar. Eran robos muy sospechosos: se llevaban libros de teoría política, la colección de casetes con canciones de protesta, ¡los posters! Puede que no robaran otra cosa porque vivíamos de manera bastante austera, rayana en la pobreza. Una vez por semana —creo que los sábados— íbamos a un almacén sobre avenida Wilson donde nos prestaban el teléfono. Ahí recibíamos las llamadas de mi padre, que llamaba desde Resistencia. Eran llamadas más bien desoladoras. Recuerdo que una noche de aquel año vimos por televisión La noche de los lápices y que después no pudimos dormir. Otra de aquellas noches, en Función privada, Rómulo Berruti y Carlos Morelli proyectaron Tacos altos y las tetas de Susú Pecoraro me volaron la cabeza. Y tampoco pude dormir. Habrá sido un año, año y medio, el que mi hermana y yo permanecimos en Villa de Mayo. Mamá y su marido se quedaron un año más, hasta que a ella —que hacía poco había parido a mi hermano Emiliano— le pusieron un arma en la cabeza para robarle la cartera. Fueron un par de años complicados, no sé nombrarlos de otra manera. En honor —o en respuesta— a esos años escribí este cuento, que es parte de mi libro La luz mala dentro de mí.

 

UN ARMA EN LA CASA

El revólver lo trae papá. Vivimos en Buenos Aires, en un barrio espantoso donde todos los días pasa algo raro. Tiroteos, robos, asesinatos… Papá, y también mamá, entienden que con un arma en la casa vamos a estar más tranquilos.

Mamá y papá saben usar armas. Como han sido Montoneros, han hecho prácticas de tiro junto a sus compañeros de aquella época. Muchos de esos compañeros han muerto o los han desaparecido, pero hay otros tantos con los que vuelven a juntarse, ahora que los milicos se fueron.

Por lo general, hacen reuniones en la casa de este o en la de aquel, hasta que finalmente consiguen un local donde juntarse a discutir. El local se llama “El Peronismo Revolucionario”, está lleno de sillas como de escuela y tiene las paredes repletas de afiches. Mamá, papá y los compañeros se acomodan en las sillitas, como alumnos de primaria, y desde ahí discuten.

Mamá se hace de unos cuantos afiches como los del Peronismo Revolucionario para pegar en las paredes de nuestra casa (afiches repletos de consignas como “Si Evita viviera sería Montonera”, “A la carga mujeres cubanas”, “Felipe Vallese vive”, y así). A mí, que por entonces ando por los ocho años y las cosas no me parecen ni bien ni mal, los afiches no me representan mayor problema. Pero a Katy, que tiene once y una intuición más avanzada que la mía, el asunto no le causa la menor gracia. Dice mi hermana que de alguna manera esos afiches nos ponen en evidencia. En evidencia de qué, pienso yo, pero no me atrevo a preguntarlo en voz alta.

Como sea, Katy consigue preocuparme. Cada vez que alguien ajeno entra a la casa —un amigo del barrio, un compañero de la escuela— hago lo posible por alejar su atención de las paredes. Señalo otras cosas, algún adorno, algún juguete del que me siento especialmente orgulloso; también hablo más alto —como si pudiera tapar una imagen con la voz—, todo sin necesidad, porque no es que mis amigos se dejen llevar por unos cuantos afiches. A excepción de uno de ellos, Nacho, a quien el dibujo que acompaña la leyenda “A la carga, mujeres cubanas” —un dibujo con mujeres vestidas de fajina y fusiles en alto—, le sabe a película de guerra.

—Conseguime uno —pide Nacho. Prometo hacer lo posible, pero mamá no me hace caso cuando le hablo del tema. Y papá menos. Y como yo, por mis propios medios, no tengo modo de conseguir el afiche, prefiero dejar de juntarme con Nacho.

A la señora que nos cuida, Doña Julia, también le atraen los afiches. Los mira siempre como si acabara de descubrirlos. Hasta les pasa el plumero. Mamá la contrató, en principio, para que cocine, pero al ver que el barrio no ofrece garantías acaba por agregarle el trabajo de niñera.

Doña Julia es una mujer buena. Buena y vieja. Vive apenas a un par de casas de la nuestra y suele llevarnos a comer junto a Don Ángel, su marido. Don Ángel hace honor a su nombre, tiene un bigote largo, del tipo manubrio, y quiere darnos consejos, hablarnos de la vida en profundidad, pero mi hermana y yo no estamos en condición de tomarlo en serio. Nos reímos a sus espaldas, de sus consejos y de su bigote, y después seguimos como siempre.

Don Ángel nos enseña que al agua, antes de tragarla, hay que masticarla; con Katy miramos al viejo mover la mandíbula, lento muy lento, como macerando algo invisible, con los bigotes bailándole sobre la boca como si quisieran salirse de su cara, y más tarde pasamos el rato imitándolo. Tampoco Doña Julia le hace caso al viejo. Al menos nunca veo que mastique el agua.

Lo bueno de comer en casa de Doña Julia es que siempre hay comidas raras, cosas que mamá nunca prepararía. Un día, la vieja nos aparece con una fuente de polenta con leche para comer como postre. Mi hermana y yo ponemos cara de asco. Y más impresión nos da cuando Don Ángel empieza a comer. Come como un bebé —o quizá como lo que es: un anciano—, la leche le cae por la comisura de los labios y unos restos de polenta se le enredan en el bigote. A cada zampada de polenta le sigue una sonrisa. Parece un viejito o, quizá, un bebé feliz.

Tanto insiste Doña Julia con la polenta con leche que acabamos probando. Por ser el menor, Katy me hace probar a mí primero. Pruebo entonces, y me gusta. Y me gusta tanto que me animo a repetir. Y desde entonces pruebo sin dudar cada cosa que Doña Julia trae a la mesa. Katy dice que lo mío es nada más que otra manera de molestarla, de hacerla quedar mal con la gente, pero la verdad es que a mí me gusta la comida de Doña Julia.

El día que papá trae el arma, llega con cara seria y no saluda a nadie. No es su cara más típica, por lo general papá es un tipo de tener siempre a mano algún chiste, alguna ocurrencia que nos hace reír, siempre alguna mentira que nos alegra la jornada.

Pero este día es distinto. Se encierra en su dormitorio sin llevarnos el apunte y cuando sale —por lo menos una hora después— llama primero a mamá, hablan en susurros entre los dos, como en secreto, en un rincón, y cuando hacen de cuenta que llegan a un acuerdo, papá nos llama al resto (a Katy, a mí y a Doña Julia) y nos hace sentar a la mesa del comedor. Nos mira uno por uno —también mira a mamá—, y dice:

—Esto no es broma.

Después pone el revólver en el centro de la mesa y nos explica que si trae semejante cosa (así dice, “cosa”) a la casa, es porque quiere que vivamos tranquilos, que no dejemos tan librada nuestra suerte. A cada frase de papá, mamá la acompaña con un movimiento de cabeza, asintiendo, y con un leve fruncimiento de la boca, como si todo eso —el arma en la casa— fuese muy a su pesar.

—Esto no es para matar a nadie —dice papá—: esto es para que no seamos tan vulnerables.

Si bien el tono de voz de papá resulta convincente, la verdad es que entiendo más bien poco de lo que habla. Yo estoy fascinado con el revólver. Pero como todos en la mesa han asumido un semblante grave, serio como el de papá, me esfuerzo en impostar una expresión parecida, algo que insinúe mi buen seguimiento del tema.

Para terminar, papá nos conduce a todos al dormitorio que ocupan él y mamá, y nos muestra el cajón donde estará guardado el revólver. Mira a Doña Julia y le dice a la pobre vieja que en modo alguno deje que mi hermana y yo abramos ese cajón.

—No se preocupe señor —responde la vieja al instante.

Después salimos del dormitorio y yo le pregunto a Katy, en voz baja, para qué papá nos muestra dónde guarda el revólver, si al fin y al cabo no quiere que lo toquemos. Pero mi hermana me contesta que no sea idiota y da vuelta la cara.

Por cómo están las cosas, prefiero callarme y volver a mi rutina, una rutina por cierto aburrida, que consiste en ir a la escuela y volver urgente a casa, a refugiarme de las amenazas del barrio. En medio de semejante sopor, los almuerzos con Doña Julia y Don Ángel, o a las reuniones en el Peronismo Revolucionario, empiezo a sentirlos como auténticas odiseas.

Por lo demás, tampoco está en mi ánimo acercarme al cajón del revólver; ni mamá ni papá parecen personas capaces de imponer un castigo desmedido —de hecho, no recuerdo que alguna vez nos hayan castigado—, así que para qué joder con el tema.

Y sin embargo, apenas un par de días después de la reunión tan aplomada de papá, encuentro el revólver apoyado, como si tal cosa, sobre su cama, que, por supuesto, también es la cama de mamá. No sé decir qué hago, qué estoy haciendo yo en el dormitorio de ellos. Y cuando voy, revólver en mano, a contarle a mamá lo que acabo de encontrar fuera de su sitio, y mamá empieza a preguntarme, a grito pelado, qué ando haciendo yo por su pieza, tampoco sé decirlo.

Me quedo mudo y con los ojos muy abiertos. No estoy acostumbrado a que mamá me grite. Suelo ver y oír que les grita a papá o a Katy, que sí son personas que le dan problemas y más de un disgusto. Pero a mí nunca. Me da tanta impresión que, una vez dejo el revólver en sus manos, decido que a partir de entonces hablaré con mamá apenas lo justo y necesario.

Me queda nomás la sensación del revólver en la mano. Una cosa rarísima que me ha subido por el brazo como electricidad y que me ha hecho temblar las piernas.

El asunto podría quedar sólo en eso, pero al día siguiente me topo, otra vez, con el revólver. Está dispuesto igual que el día anterior, como olvidado, casi en el borde de la cama (meterme en el dormitorio de mamá y papá, supongo, es uno de mis pasatiempos preferidos).

Pero esta vez no hago nada. Tengo muy frescos en mi cabeza los gritos de mamá, así que me aguanto las ganas de dar la voz de alarma y me quedo en la pieza, arrodillado a los pies de la cama y mirando el revólver.

Lo que más llama mi atención es que, a diferencia de lo que uno ve en las series y películas de la tele, este revolver parece viejo. Como una herramienta que alguna vez ha sido muy utilizada y que ahora pasa mucho tiempo escondida en un cajón. O peor: pasa el tiempo a la intemperie, soportando a veces mucha humedad y otras veces un sol tremendo.

¿Cuánto tiempo me paso así, arrodillado, mirando el revólver desde distintos ángulos? ¿Treinta minutos, una hora? ¿Toda la jornada laboral de Doña Julia, cuya voz —llamándome a comer o simplemente llamándome— se encarga de arrancarme de aquella rara ensoñación? El tiempo que sea es suficiente para que, de tanto estar arrodillado, mis articulaciones crujan al enderezarse como crujen los huesos de un viejo.

Doña Julia nos lleva, como tantas veces, a comer a su casa. Esta vez a cenar. Mamá y papá volverán tarde y la vieja quiere comer con su marido. Katy se queja, dice que mamá y papá no pueden pasar tanto tiempo afuera, obligándonos a comer con estos dos viejos. Mi única queja esa noche —queja que por otra parte no explicito—, es que Doña Julia no nos convida ningún postre raro, apenas si nos da un par de ciruelas a cada uno. Don Ángel come las suyas como si se tratara de algo extraordinario, ensuciándose mientras nos explica que, a las ciruelas, lo mejor es pelarlas, que la cáscara de ciruela genera trastornos para ir de cuerpo. Pero nadie le hace caso al viejo, porque su mujer, mi hermana y yo, comemos las ciruelas con cáscara y todo.

El asunto es que a la tarde siguiente el revólver sigue sobre la cama. Algo no está bien: mamá y papá han dormido ahí; la cama, por ende, se ha desarreglado y se ha vuelto a hacer —por Doña Julia, supongo—; mamá y papá después han salido, como cada día, rumbo al trabajo —o dondequiera que salgan—, y ahora yo, en mi aburrido periplo de la tarde, me topo de nuevo con el revólver.

Pienso en hablar con Katy, pero pronto desecho la idea: mi hermana es de usar mucho las mismas frases de mamá, hasta sus tonos de voz. Como si la imitara. Me dedico, otra vez, nada más que a mirar el arma. Y cuanto más la estudio, más siento que puedo manejarla, que no hay grandes secretos en ese artefacto. De hecho, cierta ordinariez en los detalles (un borde cachado, unas rayas en el caño y hasta el polvillo que se le junta en el tambor), me dice que usar un revólver debe ser de lo más fácil.

Es a la tarde siguiente —el revólver siempre, como cada día, sobre la cama— que me animo a agarrarlo. Las piernas y los brazos me tiemblan como la vez anterior, aunque ahora no pienso ir a dejar el revólver en manos de nadie. Siento las voces de mamá y papá, de Katy y de Doña Julia acercándose, pero no es más que la mezcla de miedo y ansiedad que me llena de ruidos la cabeza.

Respiro hondo, como para calmarme, y una vez que lo hago paso el dedo índice por el gatillo, con la seguridad de que no apretaré nada. Puedo apreciar, ahora sin urgencia, el peso del revólver. Se me hace muy pesado. Esos hombres que uno admira en la televisión, esos hombres que corren y saltan techos con un arma entre las manos, no pueden ser otra cosa más que una estafa. No es posible moverse así con algo tan pesado.

Sin embargo, me paro ante el espejo que mamá y papá tienen sobre una cómoda, y empiezo con las poses. Pongo cara de piedra, de hombre duro, y sostengo el revólver con las dos manos, los brazos plegados al cuerpo, como al acecho; luego de rodillas, una pierna delante de la otra, como si apuntara a un blanco lejano; después apunto al espejo, a mí mismo, y le digo a mi imagen que no se mueva, que se esté quieta en el lugar si quiere contar el cuento.

Katy me descubre cuando poso como un suicida, con el caño del revólver en la sien.

—Qué hacés… —dice, asustada.

Quiero decirle que no hay problema, que tengo bien estudiado al revólver y que no corremos ningún peligro. Pero, para variar, me quedo mudo, asustado yo también.

Cuando puede reaccionar, mi hermana me quita el arma, casi de un tirón, y me dice que soy un enfermo, un degenerado, y que me prepare, porque apenas vuelvan mamá y papá me voy a ligar por lo menos una buena paliza.

No sé qué será, pero supongo que es la misma electricidad, el mismo temblequeo de piernas y brazos que me asalta cuando agarro el revólver, lo que ahora se mete con Katy. Porque de pronto cierra la boca y vuelca toda su atención al revólver. Lo mira como si lo estudiara a fondo. Aprovecho su repentina absorción para explicarle que yo ya sé usar el arma, que la vengo examinando desde el primer día.

—…Siempre lo dejan en la cama —digo, sin estar muy seguro de lo que quiero decir con eso.

Katy me manda cerrar la boca. Le ha cambiado el semblante y ahora me mira con desconfianza.

—Hagamos una cosa —dice por fin—: no le decimos a nadie del revólver, pero no se lo puede mover de acá.

Nunca pensé en sacar el revólver de ahí, así que no tengo mayor problema con eso. Pero no me gusta que, por ser la mayor, Katy diga que ella, y sólo ella, puede sostenerlo.

—Vos con esto sos un peligro —la cara que pone para decir eso es la cara menos amable de mi hermana, la cara que pone para marcar una distancia entre los dos.

Tampoco me gusta el juego que propone: ella será la detective y yo el ladrón —o a veces el asesino—, que cae derrotado por sus disparos.

Le doy el gusto por un rato, haciendo de cuenta que me escondo o que intento escaparme, pero el poco espacio que nos deja el dormitorio hace del juego una cosa de lo más aburrida. Además, con Doña Julia tan cerca hay que cuidarse de no hacer ruido.

Y aunque nunca lo admita, Katy también se aburre con su juego, porque en una de esas, mientras yo improviso un escondite bajo la cama, la veo plantarse ante el espejo para empezar con las poses. Hace casi las mismas que yo: el revólver bien agarrado con las dos manos, los brazos plegados sobre el cuerpo; una rodilla clavada en el piso, los ojos achinados, como apuntando, y todo eso…

Entonces salgo de abajo de la cama y le digo que basta, que así es aburrido para todos, y que mejor, en todo caso, hacer como si fuéramos suicidas. Discutimos un rato hasta que me dice a ver, qué tan divertido es jugar a eso.

Me siento feliz cuando tengo de nuevo el revólver en mis manos. Se me escapa la sonrisa. Katy dice que con esa cara parezco un idiota, pero no me importa. Cualquier cara que yo ponga, para mi hermana será siempre la cara de un idiota.

Hago lo que tengo que hacer: me llevo el caño a la cabeza y empiezo a contar: uno, dos, tres, cuatro, y antes de que diga cinco Katy me dice que listo, que mi chiste no tiene gracia y que a guardar el coso ese.

Una lástima, pienso, pero le devuelvo el revólver sin chistar.

Justo ahí es que aparece Doña Julia. Ni mi hermana ni yo la sentimos acercarse, y ahora ya es tarde, ya no tenemos tiempo ni de guardar ni de esconder nada.

—Qué hacen acá… —pregunta la vieja. La misma pregunta, pienso, el mismo tono asustadizo que un rato antes usó Katy para decirme lo mismo.

Estoy seguro de que a mi hermana se le pega, otra vez, esa electricidad tan rara que se nos pega cuando agarramos el revólver, esa especie de felicidad, porque de repente le está apuntando a Doña Julia como si nuestra niñera fuera un violador, alguno de los asesinos que andan sueltos por el barrio. La vieja pone las manos en alto y ahora sí la escena parece de película o de serie de televisión.

—No diga nada Doña Julia —ruega Katy—, no le diga a papá…

Mi hermana suplica, pero no deja de apuntar. Y la vieja, pobre, con las manos en alto. Las dos tienen los ojos muy abiertos, caras de locas. Y supongo que yo también. Pero en lo único que pienso —y por eso imagino que va siendo la hora de comer— es que, así como están las cosas, ya no volveremos a comer en casa de Doña Julia.

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