Yo corría con mi primo mientras los padres y la abuela y el abuelo charlaban con los demás. Parábamos de inmediato si alguno se asomaba. Parecíamos mejores personas cuando estábamos entre primos. Yo no acostumbraba una buena conducta en los días verdaderos, que no eran esos. Mi primo tampoco y tenía la misma mirada. Podríamos haber sido cómplices de no haber nacido parientes.
La abuela cocinaba algo y el abuelo otra cosa. Yo seguía corriendo. Creo que estaban todos borrachos, pero yo quería correr. Un adulto pedía, de repente, que no corriésemos. Chocamos con la abuela. La abuela le reclamaba, entonces, a otro adulto, creo que a mis padres, que hicieran algo. Ese es el primer recuerdo que tengo de una tarde en lo de la abuela.
Es domingo y tengo fiebre de aburrimiento. Están los abuelos en casa. El abuelo parece demasiado viejo. La abuela charla con mis padres. Hay algún tío dando vueltas. Todo me repugna. Es cuando un chico se pregunta cuánto falta para ser adulto y así salir corriendo enajenadamente hacia ninguna parte. Siempre están ocupados y hablan de obligaciones. Hablan. Todo el tiempo hablan. Yo, igual, tengo que hacer la tarea de matemática. El aburrimiento lleva a las personas a ser lo que son y lo que vemos y lo que vivimos en las esquinas.
La tarea. Como soy un vago, como no me cierran los números por ningún lado, la hago en dos patadas torpes de cinturón blanco. Me acerco a mi abuelo, viejo y quieto, y le pregunto, ejercicio tras ejercicio, hoja tras hoja, si los hice bien. Mira uno: sí, Maxi, los hiciste bien. Mira otro: sí, también. Todos bien. Todos. Mi abuela interviene.
–¿Qué hacés, Maxi? –Hago la tarea con el abuelo.
Me agarra del brazo y me lleva a otro lado. Me sienta. Se sienta. Me saca las hojas cuadriculadas. Las mira. Aprieta el labio. Tiene que pensar en los ejercicios de matemática y en algo, también, más triste.
–¿Qué pasa, abuela? Me chista. Me asusto. Termina de leer.
–Está todo mal, Maxi. Hacelo de vuelta.
–Pero el abuelo… –El abuelo no fue al colegio, nene. Vos sí, así que prestá atención.
Se va con los adultos. Con sus obligaciones y sus pesadillas. Pero la idea de que una persona no haya ido nunca al colegio me abre un espacio de oscuridad severamente extraño.
En la adolescencia –por sucesos de todos contra todos– tengo que quedarme a dormir en lo de la abuela durante unos días. El abuelo murió un tiempo atrás. Yo fumo, como toda mi familia. A la noche, tarde, saco mi cuaderno rayado en el que escribo esas cosas. A veces unas son mejores que otras, pero todavía no salen de irrisorias. Se levanta mi abuela. Supone que ya tengo que estar dormido. Ella no sabe que hace rato que no duermo por la noche.
–¿Qué hacés con la luz prendida? –Escribo un rato.
–¿Qué escribís? –Historias.
Entonces se restriega los ojos, se da la vuelta y murmulla algo. Se porta conmigo como con los adultos y me gusta. Pasan unos días y ya estoy de vuelta en casa.
Después hubo historias de encierros, más vicios, más peleas, silencios prolongados en mi casa. Más de lo mismo con nuevos tonos y viejas miradas. El tiempo pasaba y lo que era una forma de vida ya era la vida misma. Sí cambió mi escritura. Pasé de una espeluznante en cuadernos a una espeluznante en la computadora. Tuve unas novias. Salí de noche. Conocí gente. Estudié algunas cosas. Pasaron las tardes en los lugares. Las noches escribiendo. Las discusiones con las novias. Ninguna quería que escribiese, por eso seguí haciéndolo. Cosas de cada quien. Nada fuera de lo normal. Un par de vidas cruzadas por un rato.
Una noche de Navidad. Estamos en la mesa con mi hermano, mis padres, mi tío Horacio –el del auto antiguo que presta para casamientos y que es la razón de su vida–, con mi tía –rubia y conversadora, siempre, a veces más rubia–. Y mi abuela. A sus noventa y seis pasa, después de más de quince, una fecha con nosotros.
Comimos. Entremesa. Ella no habla. Ya está demente. Hace ruidos y suelta palabras sin sentido. No quiero mirarla a los ojos, no sé por qué. Respiro profundo. No quiero pensar demasiado. Algo me pica adentro. Apenas levanto la mirada, lo primero que aparece en mi cabeza es la idea de que por fin tengo que dejar de fumar. Días después, empiezo a intentarlo. Lo logro. Esa es buena. Aunque no escribo una sola palabra. No importa. Mejor tener más tiempo entre la raza para mirarla por la ventana y ver cómo se arrastra y choca y balbucea.
Así que mamá y papá brindan con mis tíos. Al rato, brindan entre ellos, papá y mamá. Los tíos suspiran y hablan de rock and roll.
Estoy pensando en salir a fumar un cigarrillo y mirar la calle vacía cuando mi abuela extiende su brazo y me toca la mano. Me asusto como quien siente que le agarran el pie por la noche.
–¿Y, Maxi? –me dice.
–Abuela… ¿qué? –¿Ya te recibiste de escritor? La miro. Pasmado. Quiero creer que alguien escucha lo que la abuela me pregunta, pero no.
–Más o menos, abu. Más o menos.
–Esa es una respuesta, Maxi –me dice.
Y vuelve a colocarse en la posición en la que estuvo todo el día, sentada con las manos sobre su falda, tan vieja, tan al límite y con los ojos en el borde de la mesa, completamente obnubilada. Entonces se me escapa un pedazo de llanto porque tengo que saber lo que pasa por la cabeza de una persona que todavía tiene idea de que carga noventa y seis años, que está pegada al brazo de la muerte y que entre los dos ven lo que pasa en la vida de la gente: aburrida, estúpida, pretenciosa y barata.
Un rato dura la reunión como reunión hasta que se transforma en campo de batalla. Después, a dormir. Pienso un rato en los demás. Los petardos. Los corchos. Todo eso, por todos lados. Todos asistimos a este deporte.
Días después, se nos fue. Recién cumplidos los noventa y siete. Si no estudié Letras fue porque sabía que el título de escritor se encontraba por otro lado. Lo que no sabía era dónde, hasta entonces. No tuve una educación formal, pero sí encontré que las evaluaciones de cómo, cuándo y por qué seguir escribiendo y si el que escribe es un escriba o un escritor aparecen validadas en momentos tremendamente personales, y uno solo tiene que capacitarse para ver cuál es ese instante, para tener el ojo abierto y percibirlo. Este cuento de Navidad es mi versión de ese momento.