por RAQUEL ROBLES
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Mi mamá quiere que te cuente algo que me exculpe, pero eso no va a pasar. Estuve pensando y tal vez esté bueno que escribas. No es que me importe. No quiero justificarme ni que nadie me siga ni me aplauda. Es importante que te quede claro una cosa: nada de lo que diga puede involucrar a los chicos. Yo te voy a contar todo porque me caés bien y porque quiero que mi mamá sepa y yo ya no puedo hablar con ella. Pero cuando escribas tenés que sacarlos a ellos. Llená los huecos con mentiras. Da igual. Nadie va a creer lo que yo diga aunque diga la verdad. La pelada de Nadia se ha relajado. Ahora se le ven unos pelos duros, oscuros, que empiezan a crecer. Estamos en la visita y yo, que creí que nunca más iba a pasar por esto, estoy acá. La música, el olor, las carpas hechas con frazadas sobre las mesas de hormigón como techo donde se meten las parejas, los niños corriendo. Por un momento creo que voy a llorar otra vez y pienso que todo fue un error. No sólo haber venido a la visita en vez de verla en la oficina como la otra vez, sino todo. Haber vuelto a este país horrible. Pensar que la gente quiere recordar. Por qué habrían de querer recordar algo que se negaron a saber cuando estaba sucediendo. Pero Nadia habla. Me señala el grabador y me dice si estoy seguro, si puede confiar en mí, y también me dice, antes de mandarte una cagada acordate de que soy una asesina. Y se ríe. Después me dice que estuvo pensando también que cuando la trasladen va a ser más difícil que nos encontremos y que ahí la van a tener mientras la sentencia no esté firme. Nunca se sabe el tiempo que duran estas cosas, pero acá van a resolver rápido. Quieren que sea ejemplar. No me defiende nadie, además. Dice que pensó eso y que lo mejor es que tramite un permiso para poder venir seguido, que calcula que con que vaya unas diez
[Julieta Venegas]
veces, si me quedo dos horas, vamos a poder terminar. Estás muy organizada, le digo. La organización vence al tiempo, me dice, y se ríe otra vez. ¿Por qué no hablaste durante el juicio? Ahora no se ríe. Se pone seria, pero seria con los ojos, la boca sonríe apenas, se mueve para un lado y para el otro. Porque yo quería esta condena. Ya está, hice todo lo que quería hacer. Pero, y el amor, los hijos, viajar, no sé vivir, le digo y trato de que tenga una entonación de pregunta pero me sale como una sentencia dividida en partes. Ay, me dice, yo ya fui madre antes de ser hija, y el amor… qué sé yo, tuve, tengo, estoy enamorada, no es tan importante el contacto. Cuando haya terminado todo lo que tiene que ver con el juicio, cuando ya no pueda ponerlo en peligro, le voy a escribir. Mientras tanto le escribo en mi mente. Ya le escribí veintisiete cartas. Las sé de memoria. Él se va a casar algún día con otra, porque yo me voy a pasar en la cárcel como mil años, pero el amor va a ser conmigo. Aunque el amor le quede en el pasado. Y viajar y esas cosas, no me interesaron nunca. Tal vez vos no lo entiendas y ni siquiera creo que lo puedas entender con este libro, pero yo me impuse una misión, la cumplí, y estoy contenta. Mi mamá me habla de la derrota y no sé qué. No entiende nada. Yo vencí. Ella perdió porque creyó en lo colectivo. Yo no. Estás flaca, le digo. Ella recoge las piernas en la silla y mete los dedos entre los pelos duros. Me sonríe como si le hubiera dicho un piropo. Le miro los brazos y me impresionan los músculos desarrollados. Entrenamiento, le digo, señalando los bíceps redondos. Todos los días, me dice ella, tres veces por día. Desde hace treinta años. La visita está por terminar. Se ven despedidas por todos lados. Me cuesta levantarme. Quisiera no preguntar si necesita algo, pero no lo puedo evitar. Jengibre, me dice, me podés traer jengibre. Estoy cansada de mate y mate. Quiero tomarme un té con jengibre. Claro, le digo, claro. Y pienso en las raíces retorcidas del jengibre y el gusto picante y fresco y de pronto tengo unas ganas locas de tomar té con jengibre, sopa con jengibre, caramelos de jengibre. Yo tengo nostalgia por una libertad que no perdí: puedo comprarme todo el jengibre que quiero. Ella no tiene nostalgia. No me pide jengibre con nostalgia. No es el pasado lo que evoca. Es el futuro. Se imagina un té con jengibre y sonríe. Será un nuevo proyecto, pienso, pequeños proyectos. Y sé que ya está soñando con el jengibre y que ha cifrado el éxito de esta nueva misión en la lengua que sentirá el picor discreto del jengibre. Antes de perderse detrás de la puerta de rejas me saluda con la mano y me sonríe con unos dientes chiquitos pero muy blancos, levantando ese brazo musculoso, ese mismo brazo que le retorció el cuello a dos de los treinta y cuatro hombres y mujeres que ahora son cadáveres en distintos cementerios del país.
Afuera llueve. La lluvia nunca me había dado tristeza, y tal vez sea injusto imputarle a la lluvia esta tristeza. Supongo que incluso es injusto imputarle a cualquier cosa esta tristeza que es más mía que cualquier otra cosa. Llovió durante todo el día y ahora el agua cae sobre el agua en la calle y si estuviéramos en una zona inundable ya estaríamos pensando en las canoas. ¿Qué habrían hecho la madre y los niños los días de lluvia? Me los imagino sentados en la entrada de la casa, con la puerta abierta, mirando la tierra convertirse en barro. Me la imagino a ella contando cuentos o cantando canciones de maestra jardinera. No sé si es la lluvia o los cinco niños, pero la cuestión es que me acuerdo de pronto de La lluvia de verano de Duras. Lo voy a buscar a la biblioteca con miedo. Mientras voy sacando libro por libro en el fondo sé que no lo voy a encontrar. Se lo llevó ella. Por supuesto. Aunque podría haberlo olvidado. Se fue un poco apurada. Ese apuro siempre me resultó insoportable. El recuerdo de ese apuro. ¿Tenía apuro por irse de esta casa o apuro por llegar a algún lado? Me había advertido muchas veces que si nos separábamos iba a ser como la muerte. Que nunca me iba a llamar ni a permitir que supiera nada de ella. No le creí. No creí que se fuera a ir nunca. No sé por qué. El amor se termina, eso lo sabe cualquiera. Las promesas son expresiones de deseo y el deseo es lábil. Pero con ella creí que las cosas iban a ser diferentes. Ya estábamos grandes los dos, era fácil pensar en que éramos la última estación el uno del otro. Eso también me perturbó cuando se fue. ¿Era muy valiente para dejarme con casi sesenta años o yo era tan insoportable? Hizo lo que me había prometido y se hundió en la ciudad. No sé si está sola o si vive con alguien o si se fue del país. Hay noches en las que pienso que si hiciera el esfuerzo podría buscarla, encontrarla y traerla a casa. Otras noches creo que los años que vivimos juntos son de otro. No fui yo quien la conquistó, no fui yo quien durmió con ella, no fui yo quien escuchó sus confesiones, no fui yo quien le hizo desayunos continentales, no fui yo quien se perdió de hacer el amor con ella por tratar de escribir una novela que nunca pasó de las setenta páginas. El libro no está. Me siento en el piso, rodeado de pilas de libros desordenados, y la lluvia afuera y apenas puedo creer que me he convertido en esta escena tan patética. Trato de recordar el libro de Duras. Me castigo por haberlo leído con esa displicencia con la que leía los libros que le gustaban a ella. Pero me acuerdo del árbol. De que había un jardín que era solo un árbol. Y del niño loco, que leía de corrido un libro sin haber leído nunca antes y sin estar seguro de estar leyendo. Un libro con un agujero en el medio. Un libro quemado. Un libro rescatado del fuego, de un fuego en el que no se estuvo. Pienso también en los padres del niño leyendo libros olvidados en los trenes o robados o encontrados en la basura. Y en los hermanos, escuchando la lectura en voz alta del niño que nunca antes había leído. Me levanto despacio y dejo para otro día el orden de los libros. Aunque mejor no. Para qué dejarlo para otro día como si ahora tuviera algo importante que hacer. Ni siquiera mi tristeza es tan importante. Mejor sacar todos los libros de la biblioteca y darles otro orden. Pasarse la noche entera poniendo libros en anaqueles, pensando categorías, posibles hermandades entre unos y otros, tal vez romperme una pierna cayéndome de la escalera enclenque, y arrastrarme hasta el teléfono para llamar a Emergencias de la obra social. La derrota es eso: no tener a nadie a quien llamar más que a una operadora del call center de la obra social. Esto es culpa de esta mujer. Desde que me dio su discurso en la cocina para liliputienses sobre la derrota todo lo pienso en esa clave. En contra de su discurso, a favor de su discurso. Tal vez podría llamarla a ella si me rompiera una pierna. Quién sabe, a lo mejor no hace falta romperse una pierna para invitarla a alguna cosa. Mejor no. Ya bastante malo va a ser el libro como para además sumarme otras frustraciones. Otra derrota. Y ahí vamos otra vez. Afuera la lluvia ya dejó de caer. Pienso que si estuviera suficientemente loco podría hacerle un agujero a cada libro con un sacabocado y tratar de leerlos así. Pero tengo demasiado presente el dinero que me costó cada uno y todavía siento ese respeto que los pobres o los intelectuales sienten por los libros. No romperlos, no dañarlos, no escribirlos con lapicera. Es peor perder un libro que perder el pasaporte. Esto no me lleva a ninguna parte, pienso. Y ni siquiera sé adónde quisiera ir, pienso también. Es una noche de mierda, pienso después. Pero no es una noche, son demasiadas. Cuando las noches se acumulan de esta manera hay que empezar a creer que la vida tal vez se haya convertido en esto y que esto no es un momento ni un estado de ánimo sino la vida misma. La derrota puede ser esto entonces: un alivio. Dejar de buscar con desesperación otra cosa, otro lugar, otro sentimiento, otro mundo, algo que aunque sea pueda ser el eco de la victoria que vendrá. Decido que el libro puede no ser tan malo. Si no me preocupa que sea bueno, quizás logre terminarlo y que no sea tan malo. Me siento en la cocina, con las piernas sobre una silla y la computadora arriba de la mesa. Que los libros me esperen hasta mañana. Enciendo el grabador y me escucho preguntarle a Nadia cómo fue que se le ocurrió el plan, cuándo, qué le hizo pensar que era posible matar. Una pregunta tonta, pero qué se le puede preguntar a una mujer así.
RAQUEL ROBLES
Raquel Robles es escritora, fundadora de HIJOS y militante por los derechos humanos en la Argentina. Es autora de las novelas Perder, ganadora del Premio Clarín en 2008, La dieta de las malas noticias (2012), Pequeños combatientes(2013), que ha sido traducida al francés y al italiano, el libro de cuentos La política del detalle (2018) y Papá ha muerto(2018) editada por Factotum. Todo el jengibre que quiero forma parte de la novela Hasta que mueras, que recibió la mención de honor del Premio Gombrowicz de Novela en 2019 y acaba de ser publicada por Factotum.