Asunto Impreso

Texto de Alejandra Zina

Texto leído en Caburé Libros (México 620, CABA) el sábado 20 de agosto de 2016 en la presentación de "Farmacia"

Hace años, cuando iba a la facultad, estudié griego. Me gustaba y me costaba mucho y lamento haberme olvidado todo. Casi todo. Hay una palabra que no me olvidé. En una de las primeras clases el profesor, un tipo joven, empeñoso, que hacía suspirar a mis compañeras sexagenarias, nos explicó que farmacia venía de la palabra pharmakón, que significaba veneno. Se refería al veneno de la serpiente, un veneno que contiene en sí mismo el remedio. Que una misma palabra encerrara lo que te enferma y lo que te cura me pareció un descubrimiento maravilloso.

Cuando volví a leer Farmacia, la novela de Marcelo, hace unos días me acordé de la palabrita griega. Y pensé que podía ser que también los lugares, las personas, las relaciones, sean un pharmakón donde se juntan el veneno y el remedio. La cura y la enfermedad.

Esa farmacia del conurbano que relata la novela, con sus rutinas, sus visitantes, sus empleados, su jefe deshumanizado, es un escenario asfixiante y monótono donde el único privilegio, mísero privilegio, parece ser el jardín que hay en el fondo. Un espacio verde a cielo abierto que todos pueden ver pero nadie puede usar. Un paraíso inaccesible. Como el paisaje portuario de La isla desierta. No sé si leyeron esa obra de Roberto Arlt. La acción transcurre en una oficina que mira al puerto, los empleados hacen su trabajo gris y le echan la culpa a los buques porque los distraen, les hacen pensar en viajes, en otras tierras. Extrañan la eficiencia que tenían cuando trabajaban en el sótano. Allá abajo no había nada que ver, nada que oír, nada que desear.

Si algo sabía Roberto Arlt era retratar la infelicidad, la angustia, la alienación del hombre común.

La obra empieza así:

Oficina rectangular blanquísima, con ventanal a todo lo ancho del salón, enmarcando un cielo infinito caldeado en azul. Frente a las mesas escritorios, dispuestos en hilera como reclutas, trabajan, inclinados sobre las máquinas de escribir, los empleados. En el centro y en el fondo del salón, la mesa del Jefe, emboscado tras unas gafas negras y con el pelo cortado como la pelambre de un cepillo. Son las dos de la tarde, y una extrema luminosidad pesa sobre estos desdichados simultáneamente encorvados y recortados en el espacio por la desolada simetría de este salón en un décimo piso.

En un momento irrumpe Cipriano, un vendedor de café, que los embarca en un baile catártico y les hace olvidar por un rato su existencia amarga. Cipriano encarna la fantasía, la generosidad, la ruptura con el Mal. Como después lo supo hacer la ciencia ficción, desde Philip K. Dick o Bioy hasta Terry Gilliam, inventando mundos paralelos, trazando planes de evasión y destrucción, siempre con esa visión pesimista en la que el hombre es tirano, esclavo o crucificado.

En la novela de Marcelo Guerrieri no hay Ciprianos ni ciencia ficción, pero los desdichados también sueñan con cruceros que los lleven lejos.

Si los viajes son el sueño de la clase media, los trabajos rutinarios son su pesadilla. Como esta farmacia donde hay un teléfono que suena sin parar y nadie atiende, un noticiero que no deja de transmitir estallidos sociales, un enjambre de clientes indignados, triángulos amorosos con las puntas gastadas, empleados que entran y salen de escena como autómatas.

La novela se va transformando en una bomba de tiempo y todos queremos ver la explosión. Pero el narrador no apura nada, se toma su tiempo, acumula tensión, retrata una época, un lugar, un elenco de personajes, espera.

Farmacia llevó un tiempo largo de escritura, de corrección y de paciencia. En esta primera novela Marcelo despliega recursos nuevos y saca provecho de su talento de cuentista. Me acuerdo de mi primera lectura, del entusiasmo de leer a un amigo que se había embarcado en algo nuevo y potente. Me acuerdo de esa noche helada del 2011, cuando fuimos con Leo hasta el monoambiente de Parque Chas y Marcelo nos cocinó un guiso de lentejas riquísimo, hablamos de Farmacia y celebramos.

¿Y después?

Terminamos un libro y no sabemos qué va a pasar después. Tratamos de domar la ansiedad, nos decimos que “pase lo que pase” lo mejor fue escribirlo, lo comentamos poco por cábala. Ahora sabemos adónde llegó Farmacia. O mejor dicho, sabemos una parte: llegó a Factotum. Todavía queda esa cosa inexplicable que vuelve con cada lectura. Yo estoy segura que Marcelo va a recibir tanto como lo que dio al escribirlo. Brindemos y celebremos, sin lentejas pero con novela publicada, vino, torta y muchos amigos.

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