La publicación de Animales (Factótum, 2021) terminó de confirmar algo evidente: Santiago Craig (1978) es uno de los cuentistas más interesantes de su generación. No es poco en un país como Argentina, más bien todo lo contrario. Pero en su caso, este género es un territorio móvil que dialoga y trafica tanto con la poesía y como con la novela. Estos deslizamientos le dan a su prosa y sus historias un registro particular y propio que se mueve dentro de un realismo extraño o un fantástico muy inestable. En cualquier caso, sus textos siempre detonan sensaciones y cuestionamientos que generan un efecto de lectura abrasivo y cargado de sugestión. Las preguntas se acumulan. La literatura pareciera ser esa digestión lenta (lentísima) que trabaja con el tiempo a su favor.
Empezó publicando un poemario (Los juegos, 2013), siguió con varios libros de cuentos (Las tormentas de 2017 y 27 formas de enamorarse de 2018), una novela (Castillos, 2020) y ahora retorna al relato con una temática que puede considerarse toda una tradición nacional: el bestiario (el citado Animales, publicado el año pasado). En este diálogo con ArteZeta habla de su vinculación con la escritura, que parece ser el encuentro con un destino.
AZ: Tu recorrido con la publicación fue del poemario al cuento y de ahí a la novela. Luego, volver al cuento. ¿Se trató de un aprendizaje el hecho de ir pasando de un género al otro?
Santiago Craig: Más que con la publicación, fue con la escritura. Primero escribí poesía, después cuentos, después una novela. Pero nunca dejé de escribir poesía y nuca dejé de pensar todo lo que escribo como un cuento. Hay aprendizaje siempre, creo, si insistimos en la escritura. La movilidad, en mi caso al menos, se impuso. Escribir es un poco decir siempre lo mismo y, para decir siempre lo mismo y tratar de no aburrirse ni aburrir, uno va buscando formas nuevas.
AZ: ¿Cuándo empieza tu fascinación con el cuento? ¿Qué te atrajo de ese formato?
SC: Mi mamá me contaba cuentos a la noche. Yo me dormía con esos cuentos que eran como el trailer del sueño. Cuando me despertaba, no siempre, pero muchas veces, me contaba como cuentos los sueños. También mentía así: contando cuentos. Trataba de que lo que pasaba fuera un poco más sabroso. Le daba vueltas, asociaba cosas entre sí, hasta que se formaba una anécdota, algo que conmoviera o hiciera reír o captara la atención. Pero, más que nada, que a mí me resultara cierto y portátil. Algo que me pudiera quedar, guardar en un bolsillo. Yo la memoria me la armé con cuentos.
AZ: ¿Cuáles considerás que son tus influencias?
SC: A medida que fui creciendo, leí muchos cuentos: Bradbury, Cortázar, Borges, Onetti, Dylan Thomas, Hemingway, Quiroga. De más grande, Cheever, O´Connor, Yates, Joyce, Morosoli, Felisberto Hernández, Ali Smith… un montón. Vivo leyendo cuentos. También novelas, claro. Poesía, mucho y siempre. Influencias, de todo eso un poco y la poesía: la lectura temprana de Rimbaud, Baudelaire, Lautreamont, Pizarnik, toda esa oscuridad exaltada.
AZ: En tu caso, ¿cómo nace un cuento? ¿Tenés algún proceso de trabajo en ese sentido?
SC: Puede surgir de distintas maneras. A veces, hago una lista de imágenes, de frases o de ideas, voy anotando, mandándome mensajes al teléfono y, en algún momento, cuando ya siento que tengo algo, lo voy armando como cuento. Otras veces tengo claro una sola cosa que va a pasar en el cuento, casi nunca el principio o el final, sino simplemente algo: puede ser que alguien diga una frase, que aparezca un lugar, un personaje, que alguien maneje una grúa o se atragante con un hueso de pollo. Lo que sea. Alrededor de eso, escribo.
AZ: Tus cuentos tienen una prosa que está al límite con lo poético. ¿Lo ves así?
SC: Como decía antes, leía y leo mucha poesía. También escribo, a veces. No puedo separar mucho los géneros literarios. La forma en la que me acostumbré a leer, y a que me guste lo que leo, es seguir siempre el lenguaje, la frase, la forma. Puede ser seca, despojada, puede ser muy florida, pero siempre estoy atento a eso, a que el libro me ofrezca una preocupación, una atención en la forma. No compro tanto los libros de ideas o testimoniales. A mí me interesa que un libro tenga ese impulso, al menos: el de estar bien escrito, el de armar una voz, ofrecer una forma trabajada. Como escritor, trato de acercarme a eso. Me puede salir bien o mal, pero escribo con frases, no con ideas, no persiguiendo tramas. Trato de armar algo que me represente desde el lenguaje. Corrijo hasta que me quemo. El cuento termina cuando no puedo leerlo más.
AZ: ¿Pensás tus cuentos en términos del conjunto que va a formar un libro o eso es muy posterior?
SC: En dos libros lo pensé así: Animales y 27 maneras de enamorarse. Antes de escribir cada uno de esos libros, tenía una lista con todos los cuentos que quería escribir. A medida que fui escribiendo, los cuentos fueron cambiando, claro. Pero el método fue ese. Con Las Tormentas, y otros libros que tengo armados, pero sin publicar, no fue así. Son cuentos que fui escribiendo, corrigiendo y que después junté y ordené. Lo que sí hago es descartar cuentos que no van con el resto. Para eso sirve siempre tener buenos editores, por supuesto.
AZ: ¿Qué tiene que tener un “buen cuento” según tu criterio?
SC: La verdad es que no lo sé. Quiero decir: no podría decirlo corto, fácil, con alguna especie de fórmula. Los cuentos que me gustan, en general, comparten una condición: no explican, no se agotan en la escritura, abren un espacio para el lector, dejan suponer, intervenir, completar huecos. Me gustan los cuentos que parecen lindos sin querer, que no se montan y se maquillan y se impostan, que no declaman su belleza o su importancia. Y una cosa que también me pasa con los cuentos que me parecen buenos es que siempre tienen algo (una imagen, un clima, una forma de decir algo, etc.) que me queda, que me acuerdo y que vuelve un tiempo después.
AZ: ¿Ves límites claros entre el cuento y la novela?
SC: No. Sobre todo ahora. Leo cosas que son novelas de veinte páginas o un conjunto de cuentos de doscientas. La novela es como un aspiracional: de los escritores, de las editoriales, de los lectores. Parece más, por lo obvio, supongo: tiene más hojas. A mí me parece que, más allá de los límites formales, lo que dice un cuento puede decirlo una novela y al revés.
AZ: ¿Pensás en términos de “obra”? ¿Te interesa ese concepto?
SC: Es una palabra que me suena ajena. Nunca pienso ni nombro lo que hago en esos términos. Conceptualmente, armar una obra, que la escritura y la publicación derive en un conjunto cuadrado y completo, como un ataúd, como un menú de cuatro pasos, como el programa de una excursión, me parece algo difícil de hacer al mismo tiempo que uno está escribiendo. Pienso en cómo leo los libros de autores y autoras que me gustan y todo es caos, contingencia. Pensar en términos de obra me parece que es una manera de centrarme en mí, en lo que puedo saber o entender de lo que hago, que es poco. Prefiero escribir y que lo que vaya saliendo se arme solo en ese caos, en esa contingencia y la sensibilidad de quienes leen. Que siempre van a saber mejor que yo qué hacer con eso.