—Querida, ¿cómo estás? El vidrio, una desgracia. Y el Gitano…
—¿Qué necesitaba? —lo interrumpió Marisa.
—Pensar que… parece ayer cuando cantaba…
—¿Qué andaba buscando, Darío Alberto?
Darío Alberto se rascó la barbilla. Se había olvidado por qué había ido hasta el laboratorio. Estaba seguro de que había algún motivo además de su interés por averiguar sobre el vidrio.
—¿Vos sabés qué fue lo que pasó, querida? Porque acá algo pasó. En los más de treinta años que llevo acá, nunca, pero nunca…
Marisa lo dejó hablando solo. Salió del laboratorio hacia la recepción y se sentó a la mesa. Tomó la primera boleta de PAMI del alto pilón y firmó en la parte que decía “firma del farmacéutico”. Después tomó un sello de goma, lo pasó por la almohadilla y plantó el sello con su nombre y número de matrícula; hizo lo mismo con la siguiente boleta.
Estaba tomando la tercera cuando Aníbal llegó desde el pasillo:
—¿Para quién es el teléfono? —le preguntó, señalando el tubo descolgado.
—…
—Farmacia. Sí… disculpe, es que la farmacéutica estaba ocupada, ahí le paso… —Tapando el tubo con la mano, comentó:
—Es por un preparado.
Marisa fue hasta el teléfono:
—Sí… Ajá… El anestesiante alcanforado… Sí, ya está listo, lo puede pasar a buscar cuando quiera… Ajá… No… De nada.
Colgó y volvió a su lugar frente a la mesa. Aníbal se sentó a su lado y tomó una boleta del pilón. Firmó, imitando el gancho de Marisa, y estampó el sello debajo. Siguieron en silencio, pasando las boletas.
—Lo del vidrio es lo de menos —murmuró Marisa—, yo no tengo problema de pagarlo, llegado el caso. El problema es la denuncia por discriminación… —Ahí se detuvo ya que Darío Alberto, acomodándose los botones del delantal, acababa de atravesar la recepción. En lugar de seguir por el pasillo hacia el salón de ventas, se había detenido a un costado de la computadora de Aníbal. Simulaba estar consultando el vademécum para poder escuchar lo que hablaban.
Pero entonces, desde la otra punta del pasillo, le llegó el grito de Adriano:
—¡La farmacia está repleta!
—Se creen que tengo veinte años —chistó Darío Alberto—. Te quiero ver a vos con mi edad —y se alejó por el pasillo hacia adelante—, mocoso de mierda.
Marisa retomó el cuchicheo:
—Una denuncia por discriminación… La matrícula. —Soltó la lapicera sobre la boleta de PAMI—. ¿Entendés? —se lamentaba, sin levantar la vista de la mesa—. Me pueden suspender la matrícula.
Aníbal la abrazó y Marisa recostó la cabeza sobre su hombro; así se quedaron apenas unos segundos porque escucharon que se abría la puerta de la oficina.
Marisa se irguió de golpe y estampó el sello sobre una boleta; Aníbal recuperó su lapicera. Roberto apareció cargando un nuevo pilón de recetas que dejó a un costado de la mesa:
—Faltan tres bolsas más de PAMI. Y todas las de Osecac. Tienen que estar firmadas para hoy… Así que mejor que Darío Alberto les dé una mano. —Y se fue para la oficina.
—Yo… —empezó a decir Marisa—. Yo no sé qué voy a hacer si el tipo ese hace la denuncia.
—¿Por qué no lo llamás? ¿Y hacés como le dijeron a Roberto? El desagravio.
Marisa intentó sonar indignada, pero compuso un tono más cercano al ruego que a la queja:
—Vos te imaginás las ganas que tengo de pedirle disculpas a ese pibe…
—Ya sé, pero parece que otra no queda.
Marisa lo miraba como nunca antes, con un respeto y una admiración que Aníbal sintió como un halago y un pedido de consejo. Entonces se animó a comentar:
—Al final, cuando uno se equivoca, reconocer el error e ir de frente, siempre es la mejor opción.
La mirada enamorada de Marisa se transformó en un gesto de decepción infinita:
—Vos, querido, no sos más boludo porque el día tiene veinticuatro horas —le soltó, al tiempo que tomaba otra boleta del pilón y le estampaba la firma—. A ver si me entendés: acá el más lento se coge una avestruz al trote, a ver si te enterás cómo son las cosas, que parece que los años que tenés te los pasaste adentro de un termo.
Aníbal, nervioso, con ganas de reaccionar pero sin saber cómo, se levantó y alcanzó a decir:
—Decía… —Y se sentó en su silla reclinable, frente a su computadora.
—Bueno —completó la idea Marisa—, cuando tengas otra cosa para decir, mejor que no la digas… Si ahora entiendo por qué, con la edad que tenés, seguís soltero y viviendo con tu vieja…
Cada vez que Marisa le largaba esa frase, Aníbal, igual que ahora, se mordía los labios, conteniendo una réplica que esta vez, sin embargo, por primera vez, se animó a soltarle a la cara:
—¿¡Y vos!? —le escupió, y en ese momento sintió el vértigo de las decisiones que no admiten vuelta atrás—. ¡Diez años acostándote con un tipo casado que nunca va a dejar a su mujer!
Echado en la silla, se quedó mirando cómo Marisa, sin levantar la vista del suelo, tomaba un pilón de recetas y entraba al laboratorio, dando un portazo.
El teléfono empezó a sonar al lado de Aníbal, pero ni se inmutó. Tenía la mirada fija en la gata del almanaque, y un gesto extraño, mezcla de sorpresa y satisfacción, plantado en la cara.
***
Adriano se detuvo a mirar la tele, escondido de los clientes tras el exhibidor de las curitas. El locutor anunciaba el resumen de la una.
No leía los titulares sino que prestaba atención a las imágenes que se sucedían en flashes: una mujer lloraba desconsoladamente frente a un negocio con la vidriera rota; el destituido presidente hondureño, de mostachos y gorro de vaquero, tocaba con la mano un cartel rutero que decía “Bienvenidos a Honduras”; un montón de piqueteros quemaban gomas en medio de la calle.
Después surgió la imagen de la fachada de un hospital. Ahora Adriano leía para entender qué eran esos carteles que colgaban y esa multitud en la vereda: “Sandro, crítico pero estable”, anunciaban las letras al pie.
—¡Vení! ¡El Gitano!
Darío Alberto, que estaba en la otra punta del mostrador atendiendo a un cliente, lo miraba sin entender. Recién reaccionó cuando Adriano le señaló la pantalla de la tele. Ahí corrió a su lado:
—¿Cómo está? ¿Está bien?
Los dos miraban la pantalla, atentos, callados, mientras un médico soltaba palabras que sonaban a tragedia: cuadro infeccioso séptico, terapia intensiva, diálisis, alimentación por sonda…
—¡Se comunica por vía escrita! —repitió Darío Alberto sobre la voz del médico que ahora largaba la parte alentadora: hablaba de que el paciente estaba colaborador, crítico pero estable, e hizo hincapié en el apoyo familiar, tan necesario, el amor de su público…
—¿De dónde te gusta a vos el Gitano? —quiso saber Darío Alberto—. Si es de mi época…
—Mi vieja —contestó Adriano, secamente, y no dijo más nada.
Ahora Darío Alberto contaba su propia historia, que era lo que realmente había querido largarle al otro: hablaba de unos zapatos de charol blancos, de la Sociedad de Fomento y de la pista de baile en el gimnasio. Adriano, en cambio, se había transportado a un departamento en Banfield, con su madre. Es uno de los pocos recuerdos que tiene de ella. Está su madre alzándolo por sobre la baranda del balcón del departamento donde trabajaba de mucama, mostrándole un amplio jardín al fondo de una mansión; y él sólo recuerda las manos de ella sosteniéndolo de las caderas chiquitas, y una inmensidad verde allá abajo, el jardín por donde el Gitano se paseaba en bata roja.
—…así, así las tenía, me comían de la mano, la que se me daba la gana, al amueblado…
Entonces el noticiero dio paso a la imagen de una vereda acordonada llena de patrulleros; y el zócalo anunciaba: muerto en tiroteo.
—Está en manos de Dios —concluyó Darío Alberto y apretó el botón de los turnos. La chicharra ronca despabiló a los dos.
Adriano tomó el paquete con su hamburguesa de debajo del mostrador y se fue a comer al sector de las estanterías.
—Apurate —largó Darío Alberto—. Que en veinte me toca a mí. —Y se dedicó a estudiar el folleto de un laxante donde una mujer sonreía desde una pradera de flores lilas.
Amalia terminó de despachar a su cliente. El salón de ventas quedó vacío. Cosa que le pareció muy rara para la hora pero que pensaba aprovechar para comer tranquila:
—Arreglate con tu amigo —soltó como toda explicación y tomó el paquete con su almuerzo. Cruzó el pasillo y se detuvo en la recepción: Aníbal cargaba datos en la computadora, la hamburguesa a medio comer; Roberto sellaba y firmaba boletas.
—¿Y Lara? —A Amalia la pregunta le salió tan baja que los otros no escucharon.
Cruzó la recepción y estiró el cuello para espiar dentro del laboratorio por el cuadrado de vidrio de la puerta: Marisa almorzaba sola, sentada en el taburete, frente a la mesa de trabajo; siguió de largo y se detuvo frente a la entrada de la cocina:
—Quiero comer sola —la recibió Lara, sin levantar la vista de su plato—. Dejame.
—No.
Lara le clavó los ojos, pero Amalia fingía concentración, la vista puesta en el paquete que desenvolvía con parsimonia.
La sorprendió el ruido de la silla: Lara salía de la cocina cargando su plato.
Amalia no alcanzó a reaccionar. Todavía tenía el envoltorio de su almuerzo hecho un bollo de papel en la mano cuando la vio alejarse.
Soltó el bollo sobre la mesa. Sostenía el sándwich en el aire. Miraba hacia la ventana abierta. Se sirvió un poco de agua. Tomó un trago corto. Tosió. Le dio un mordisco al sándwich y lo apoyó sobre la bandejita de plástico.
Se acariciaba el pelo. El sol que le pegaba en la cara la ayudó a aguantar la emoción que le subía por la garganta. Miraba el pasto cortado al ras, las plantas… le entraron ganas de salir, de estar afuera, al aire libre. Agarrar el sándwich y salir a la calle: comer sentada en el cordón de la vereda, en la esquina, donde fuera. Tomar aire.
Lo que siguió fue un reflejo que le hizo pegar un salto de la silla.
Si tuviera que contar lo que pasó en el trayecto entre la cocina y la vereda no podría recordar nada. Tomó conciencia de su cuerpo recién cuando apoyó la espalda sobre la puerta del pasillo, al costado de la entrada a la farmacia. Tenía frente a sí la avenida y a la gente que pasaba. Se sentó en el escaloncito de la puerta y dio un mordisco al sándwich. Se refregó la cara con la manga del delantal. Paciencia, se dijo, perdí la paciencia, la perdí. Nunca la tuve y la perdí. Boluda.
Mordió, sintiendo el sabor del queso rancio, fuerte; le gustó sentir ese sacudón salado en la lengua y entonces quiso más que nunca que ella estuviera a su lado, comiendo su hamburguesa, y que no se dijeran nada, solo un silencio lleno de complicidad, como esperando que pase una estrella fugaz en medio del campo, mirando el cielo, tomando anís del pico de la botella, como hacían con su primera novia… Comía despacio, las piernas plegadas, la bandejita sobre las rodillas.