A la literatura argentina, como a los bailes, se llega en pareja: Dorio y Caparrós, Silvina y Victoria, Bizzio y Guebel, por supuesto, Borges y Bioy y, ahora, Broemmel y Castagna. Yo mismo, cuando decidí que quería apostarlo todo a pérdida en la escritura supe que no podía entrar solo a esa sala de juegos, así que lo hice junto a mi mejor amigo: Matías Pailos. Así llegamos a la soirée dansante “Idez y Pailos” decía la tarjeta que nadie nos dio y la lista en la que no figurábamos, porque la literatura es un baile al que nadie te invita y en el que no se entra: se irrumpe. Tal vez por eso sea más fácil hacerlo de a dos; al menos en las tertulias del salón literario siempre habrá alguien que nos reconocerá (y al que reconoceremos), alguien a quién saludar (y que nos extenderá un saludo), alguien –en fin- con quien conversar y así poder disimular la precaria pertenencia a la tribu de los wannabí.
De modo que fuck Benedetti, no sé si somos mucho más que dos, pero sin duda dos son mucho más que uno. De todos modos pido perdón, porque parece que he reducido a las sociedades literarias a fines de lucro y extracción de capital simbólico a cielo abierto y no es tan así (no es solo así). Estos dúos líricos solo afinan en el tono de la amistad, no son sociedades anónimas. En el principio fue la confraternidad y después el interés mutuo de convertirse escritores y, creo, no hay nada que cimente mejor una amistad que un objetivo compartido. De hecho (me atrevo a arrojar otra hipótesis) las auténticas parejas literarias son aquellas en las que el amor es tan fuerte que engendra un libro, porque un libro escrito a cuatro manos es la realización más perfecta de aquel anhelo: así ambos se vuelven escritores, al mismo tiempo y por el mismo texto, en virtud del cual no ceden la mitad de su nombre (forma mezquina de leerlo) sino que se añaden otro. Un libro a cuatro manos no es un texto que contenga un cincuenta por ciento de cada autor, sino uno que lleva un doscientos por ciento de ambos.
Así tenemos, de las mentadas duplas otros tantos títulos a dos nombres, cuatro manos y veinte dedos: el célebre Isidoro Parodi de Borges-Bioy o el mismo Bioy con Silvina Ocampo en un título que resume una terapia de pareja: Los que aman, odian. O un dúo que escribe sobre un trío en El día feliz de Charlie Feiling de Bizzio y Guebel. Sin embargo, la literatura, como la natación, es un deporte solitario y aunque los escritores y las amistades abunden, las novelas compartidas escasean; de hecho, no se me viene a la memoria ninguna en los últimos diez años. He aquí otra hipótesis salvaje: todos los escritores soñamos con escribir una novela a cuatro manos con nuestros amigos, algunos lo intentan, muy pocos lo concretan. Aquí otra vez los números engañan: ¿una novela a cuatro manos divide la responsabilidad, el riesgo de bloqueo y la neurosis obsesiva del escritor a la mitad o la multiplica por dos? Una novela a cuatro manos es, también, una prueba de fuego para la amistad de esos autores que va a salir, al final del camino, transformada.
Esta amistad vital y literaria parió un libro: A morir, valioso por muchos motivos, pero, en primer lugar, porque es un texto a cuatro manos que se hace cargo de la situación y, como en la mejor literatura, convierte los problemas de la escritura en tema del relato. La historia está entonces protagonizada por dos personajes: Castagna y Broemmel (en orden de aparición) que se alternan la narración y el punto de vista de la historia. Buddy novel en diégesis y exégesis, A morir despeja también una de las principales curiosidades morbosas del lector de textos en colaboración: ¿quién escribió qué? dándole pasto a las fieras: la parte de Broemmel, la parte de Castagna, cuando en verdad, lo que importa, es que pasadas las primeras páginas ese lector mórbido (saciada su ansia de catalogar y clasificar) olvidará por completo el asunto para comprobar que, aunque haya dos autores es sólo una la historia: ágil, potente, vertiginosa y que lo va a subir a su lomo y lo va a arrastrar hasta el final a toda velocidad. No obstante, a los morbosos aquí presentes, les confieso que yo prefiero fantasear con el swingerismo literario y conjeturar que, como Osvaldo Lamborghini y Germán García (otra dupla), que escribieron “El matrimonio entre la utopía y el poder” componiendo, cada uno, la parte que le correspondía al otro, acá Broemmel escribió la parte de Castagna y Castagna, la de Broemmel. O que barajaron los capítulos sin más y cada uno escribió lo que le tocó en suerte. Lo más importante de todo es que todas son plausibles, porque ahí donde debería haber un salto solo hay continuidad. Si un capítulo tira una pared, el siguiente la devuelve, si da un pase al vacío, el otro pica en velocidad, si uno para la pelota el otro sale del offside. Los capítulos de A morir tienen más armonía que muchas novelas “unívocas” que he leído; al fin y al cabo, por qué no postular que Broemmel y Castagna se entienden mejor que muchos hemisferios izquierdo y derecho de un mismo cerebro autoral (y algo del cerebro colectivo también se juega –no por casualidad- en esta historia).
Y ya que menciono la historia, de la que no quisiera adelantar más que lo mínimo indispensable, diré que este dueto autoral, no conforme con afrontar el desafío de escribir a cuatro manos se propuso, además, componer una novela que clausura una época. Si la literatura es una máquina perceptiva que nos permite mostrar cosas que no se pueden ver, poner en palabras aquello que no puede ser dicho, yo diré que leyendo A morir comprendí lo rápido que transcurre el tiempo en estos días (o lo rápido que ha transcurrido para mí, al menos). En ese sentido, no me extraña para nada que A morir sea una novela veloz y que su símbolo sea la motocicleta, emblema de la velocidad urbana. A propósito -si me permiten la digresión- ¿Notaron qué pocas motos hay en la literatura argentina? Y cuando las motos aparecen, o lo hacen en la forma degradada y miserabilista del ciclomotor de delivery o directamente para que el conductor sufra un espantoso accidente (profecía moral de toda madre que ve a su hijo montado en un corcel metálico de dos ruedas) como en “La noche boca arriba” de Cortázar. La única excepción que me viene a la mente, si acordamos con Carlos Gamerro en que hablamos de “El más famoso de los escritores argentinos” sería Ernesto Che Guevara y sus Diarios de la motocicleta. Así que celebro que nuestros autores hayan evitado el atajo del delivery o la mensajería y hayan convertido a la moto de medio en fin: no se trata aquí de instrumento de trabajo sino de placer, no es un penoso ciclomotor Zanella sino una poderosa motocross de 250 cm3 que irrumpe irreverente en la novela rompiendo la niebla de la madrugada mientras suenan al palo y al unísono los versos de Pappo y los del Manfred de Byron. Por eso diré que entre otras cosas A morir pone a la motocicleta en un lugar que la literatura argentina hasta ahora le había negado y traza una huella perenne que es la línea que dibujan sus dos ruedas (o una) sobre el fangoso macadam urbano.
Pero antes de desviarme en moto, de lo que quería hablar era del tiempo. Cuando Broemmel y Castagna deciden situar a sus personajes en un locutorio/cibercafé practican una arqueología del anteayer. Y es que ahora el tiempo corre tan rápido que algo natural cinco años atrás se convierte, hoy, en pieza de museo. ¿Cuántas veces entré (entraron ustedes) en un locutorio entre, pongamos 2003 y 2013? Innumerables, varias por día. Tanto para realizar llamados de línea en la privacidad impúdica de esas cabinas como para chequear o enviar correo electrónico o incluso para escribir un texto de apuro. La portabilidad de la tecnología (de la pesada notebook al ligero celular) convirtió la asistencia al locutorio en una experiencia vintage, en reducto de tribus, en un lugar menos utilitario que sospechoso de transacciones al margen de la ley. Pero el locutorio –y sobre todo el cybercafé (palabra de antaño)- siempre fue sobre todo una heterotopía: una utopía situada, un reducto, un escape posible de la aplastante rutina urbana, en pocas palabras: un refugio. ¿Y para qué alguien querría refugiarse de la ciudad sino para desobedecer su mandato productivista? El cyber se yergue entonces como un templo del neocio (neo-ocio), un lugar para jugar en red o para caer en las redes del juego, un lugar en el que nunca se duerme pero, a veces, se sueña. O se soñaba, porque el locutorio parece hoy una cosa del pasado, acaso más anacrónico que las lecherías, los almacenes, los video-clubes o las canchas de paddle, justamente por haber existido hasta anteayer, por estar a la vuelta de esquina de la historia.
Pero esto no es todo, A morir entona también el réquiem de una época, pongamos 2003-2015, para entendernos. Una época de sueños realizados: como el sueño de ser escritor, que un sinnúmero de editoriales independientes vinieron a cumplir y ya que situamos el relato digamos no cualquier editorial, sino una en particular: Pánico el pánico, llevada adelante –oh casualidad- por una dupla editoria (Marina Gersberg-Luciano Lutereau) y que marcó una época, al menos para todos los que publicamos nuestros primeros libros ahí. Entonces, si me disculpan la exageración pero, en fin, los presentadores sufrimos de hiperbolitis, diré que A morir es nuestro Adán Buenosayres y que acá están, apenas cifrados, los “jóvenes martinfierristas” de la primera década del siglo XXI, ya no agrupados alrededor de una revista, sino de una editorial (y sí, en algo los tiempos cambian), y tampoco tras el decantado reposo de 25 años sino machacando los remaches mientras el cuerpo aún está tibio porque –esa es la gran lección que me brindó esta novela- el tiempo no para ni espera; corre cada vez más veloz y es mejor tratar de atraparlo antes de que todo quede oculto tras el polvo que levanta una poderosa moto de alta cilindrada.