Abismal en su semblante de superficie, el retrato ha sido una inspiración permanente para la literatura que lo mira. Entre el reflejo, la proyección y la simbiosis, Carlos Schilling (Sunchales, 1965) construye un paseo guiado y circular por cinco emblemas pictóricos en Cuadros de una exposición, su nuevo libro de cuentos. Si bien en principio el gesto puede sonar clásico, lo cierto es que los lienzos traídos a primer plano funcionan más bien como canales de expansión secretos de recursos productivos que el escritor radicado en Córdoba viene explorando en su trabajo, vinculados a fenómenos de formalismo fantástico como la duplicación, la simetría, la fusión y el desdoblamiento.
El sólido pasado histórico al que inevitablemente están atadas las representaciones opera de auténtico bastidor en el que se apoyan seres contemporáneos de identidad difusa, que encuentran en esos íconos de épocas gloriosas una profana razón de ser. Es lo que sucede literalmente en “Un imperio perdido”, donde los jóvenes primos Román y Morna Romanov juegan a ser príncipe y princesa con un rescatado anillo que perteneció a su lejano ascendiente Nicolás Alejandro Romanov, último zar de Rusia. La migración y la transmigración son sinónimos en un relato en que el desplazamiento de un clan aristocrático en el espacio y en el tiempo (entre 1917 y 2017) coinciden con el parecido asombroso de Román con el retrato de Nicolás II pintado por Ilya Repin que se exhibe en una muestra del cordobés Palacio Ferreyra.
El contraste entre un continente mítico y otro fatalmente cercano, entre una monarquía fastuosa y una democracia tercermundista vuelve en “Un tesoro enterrado”, cuento en donde las joyas malditas usadas por las princesas Tatiana, Olga, María y Anastasia Romanov a la hora de su fusilamiento hacen de espejo de unas alhajas trágicas con las que se engalana una bruja de pueblo argentino.
Como no podía ser de otra manera en una ficción dada al ensamble imposible, la práctica en que se especializa la hechicera es el vudú. Pero el contacto entre pasado y presente puede ser inusitadamente directo, como le ocurre a la protagonista de “La elegida de Iván Kramskoi”. De palindrómico nombre Nina Ada Anin, la mujer de 55 años cuenta cómo a los 22 comenzó a recibir en fechas capicúas una serie de cartas del decimonónico pintor ruso encargándole que busque un tapado de terciopelo negro y un sombrero con plumas y que pose con ellos en un banco de plaza. El resultado es el canónico “Retrato de una mujer desconocida”, cuyo anonimato proverbial el relato resuelve en su inversión cronológica y hemisférica. La mención velada a Juan Filloy, incansable artífice de palíndromos, acaso señale una obsesión autóctona no menos enigmática.
Internet se revela a veces el archivo instigador de estas conexiones mágicas, y así como Nina descubre su retrato enciclopédico en Google el traductor agobiado de “El fantasma de una princesa rusa” se fanatiza computadora de por medio con un poema de otra Nina, la francesa Nina de Villard. La agridulce modelo de “La dama de los abanicos” de Manet no es sin embargo el único polo europeo de la trama, ya que aquí la voz narradora es el espectro límbico de una princesa rusa desprendida de un verso del poema citado, obligada a disfrazarse de su autora cada vez que esta es invocada con fines espiritistas desde el más acá.
Complemento contextual de la nouvelle La aparición de Ettie Yapp, este cuento de triple mimetismo es el más ambicioso junto al nabokoviano “Retrato inconcluso”, paralelismo raudo entre el existencialmente inacabado Tadeusz Lempicki –pintado por su mujer, Tamara de Lempicka– y un advenedizo estudiante de filosofía local que absorbe la personalidad del polaco en un giro fabuloso del destino. En estas dos narraciones emerge con nitidez la apuesta máxima de Carlos Schilling, una evasión telepática hacia un mundo limítrofe que es justificación de este, aunque en ese choque ambas dimensiones se disuelvan en una incógnita de pinacoteca.