Que todo transcurra en una farmacia es motivo de riesgo y coraje para un novelista, ya que no es el ámbito propicio para que los personajes suelten amarras pues en ese lugar se chocan con estantes, olores y burocracias administrativas que poco y nada tienen que ver con remediar las cosas. Las pastillas y jarabes están allí como decorado y contexto donde los habitantes del comercio harán de las suyas, en este caso en modo extremo. Los únicos elementos de cierta belleza provienen del exterior: la luz en el jardín, la enamorada del muro sobre la pared, los helechos, una rosa china y también el aroma de las medialunas calientes por la mañana; lo demás es el infierno en forma de cárcel angosta donde los empleados circulan por estrechos pasillos y el dueño del comercio (un tal Señor Osvaldo) controla todo detrás de un diario oscuro y da órdenes tan precisas como breves en sus enunciados, un gran ojo controlador de pocas pulgas y escasas palabras. Si la violencia deja su marca en los espacios ínfimos, en el espacio externo la cosa no está mucho mejor. Los movimientos piqueteros ejercen sus protestas, los jubilados esgrimen a mano alzada sus recetas del PAMI y los vidrios del negocio caen astillados luego de un ataque de furia. Si el teléfono no deja de sonar, algo que también hace ruido en el texto, Lucía, Roberto, Aníbal, Marisa y Amalia dejan de lado sus cuestiones con la vida, sus roces, secretos y amoríos para sumergirse en el vértigo de una trama que tiene más enredos que los cables de teléfonos fijos y las computadoras. Si Marisa debe disculparse por discriminar a un menor de edad es parte de la predisposición general para atender a la clientela que se asemeja más a saborear un clavo. Esa es la foto móvil de personas en una función social que transitan la rutina diaria como un andarivel sin escape, las escenas que poseen la velocidad de un tren bala dando curvas que aunque reiteradas, dejan espacio para la reflexión y por qué no, la bronca.
Con esta novela que en forma de cábala termina con el número doce, Marcelo Guerrieri fue finalista del concurso de Novela de Página/12 en 2012. También publicó los libros de cuentos Árboles de troncos rojos y El ciclista serial. Las criaturas creadas por Guerrieri ni siquiera se animan a besarse si se atraen ni a enojarse ante las injusticias que son muchas y variadas, fuera y dentro del templo del lucro. La negativa es lo que se antepone a todo procedimiento y trato humano: no se atiende por esa obra social; tampoco se atiende el teléfono y con mucha suerte se deriva el llamado al salón de ventas como un ring más en las secuencias de peleas y maltratos. Para que la válvula de escape no explote, nace una comedia de enredos con los clientes envueltos y sujetados en sus propias relaciones y el puente seguro para eso es la construcción de los diálogos, el parlamento breve, la respuesta activa, pícara y punzante tan inmediata como si se hablara mientras se corre en el parque esquivando gente.
Como una tregua en la cima de un volcán Marisa piensa en su ex novio, Lara se refriega las manos en el delantal y una mujer logra sacarlos por momentos del torbellino trayéndoles la comida a punto de cocción. El recurso al grotesco se completa con una mujer que camina por el local con anteojos negros, transformando los diálogos en un hecho teatral. Movimiento y choque de intereses, materiales en combustión, inflamables, acción en estado puro, son la marca de estilo que Guerrieri propone. El afuera con las revueltas sociales que golpea en el interior del microcosmos tanto como la internación de Sandro en una sala de terapia intensiva, son elementos que no dejan de anunciar la estocada final.
Si se tomara distancia de lo que sucede en el texto se recordará de inmediato un verso de Nicolás Guillén: “Hay niños que se parecen a los hombres trabajando”; todos allí buscan una zancadilla para alejar al prójimo, todos buscan el centro del ring para dar pelea. Marisa logra dos veces instalarse en el centro de la novela, alcanza un momento de intimidad al reencontrarse con una vieja amiga y es protagonista del final que caen como un mazo de naipes en forma de capítulos. Esta vez serán los estantes que se desmoronan en caída libre pues el oficio que los empleados ejercen con sus malas artes poco tienen que ver con el deseo emboscado detrás de cada uniforme blanco.