Asunto Impreso

Mundos íntimos. Empecé a perder la fe en Dios por una tormenta que destruyó las esperanzas de mi abuelo

Vendimia frustrada. El chico -hoy escritor- no entendía por qué los grandes se apegaban a imágenes religiosas. El tornado estaba llegando y dejó colosales huellas que cambiaron su forma de entender la vida.

Por Fabricio Capelli

Me acuerdo de mi abuelo, de mí en la época de Dios. De mi abuelo mirando el cielo con nubes gruesas y blancas. Parado como un tótem, buscando el espacio más amplio de la mirada para observar mejor, interrumpiendo el partido de fútbol que hacía rato jugábamos con mis primos sobre la calle Jensen, en uno de los distritos del departamento de San Rafael, en el sur de Mendoza. El distrito se llama Las Paredes, donde mis abuelos tenían una finca en la que la familia se juntaba todos los domingos.

La finca estaba sobre las calles Jensen y Las Vírgenes, ambas de tierra. En la calle Jensen armábamos con mis primos una canchita de fútbol: teníamos entre 8 y 10 años: solo bastaba colocar sobre el piso unos tarros o piedras que hacían de arcos. Y mi abuelo observando: lo esquivábamos, seguíamos armando la jugada, hacíamos pases, gritábamos un gol. Pero seguía ahí, inmutable. Dejé de jugar y miré en la dirección en que miraba mi abuelo. Hacia arriba, hacia el cielo. Se había levantado viento, la canchita de fútbol era más terrosa y opaca que esa nube que iba cubriendo poco a poco el cielo. El viento que anunciaba algo.

Quería mirar con mis ojos de niño lo que él miraba. ¿Pero qué miraba exactamente? ¿Qué veía, más allá de esas nubes, más allá del viento que amenazaba con volar su sombrero, más allá de ese cielo? El viento me pegaba en la cara, me hacía arder los ojos. Desde la casa venían las voces de mi madre y de mis tías llamándonos para entrar. Y a espaldas de la casa, desplegándose por hectáreas, los viñedos: verdes, cargados de hojas y racimos: me acuerdo que era verano: se acercaba la época de la vendimia.

Me acuerdo también de mi abuela convocándonos alrededor de la mesa de la cocina: iban saliendo las primeras tandas de tortas fritas recién hechas. No alcanzaban a apoyarse los platos en la mesa y los vaciábamos en un segundo. No se podía salir de la casa: el cielo se había ennegrecido, el viento filtraba olores de afuera. Para pasar el rato, alguien había traído a la mesa un mazo de naipes. Mi madre y mis tías agrupadas alrededor de un partido de canasta. Mi padre y mis tíos en el comedor dispuestos a comenzar un truco. Unos truenos lejanos nos hicieron vibrar suavemente el pecho. Mi abuela dejó el juego de cartas y trajo la imagen de una Virgen: una estatua petisa, de apenas 20 centímetros, esmaltada. La colocó sobre una mesita en un rincón. Por las ventanas vimos que el viento movía con facilidad una hilera de álamos: plantados al costado los viñedos, como es habitual en Mendoza, como cortina forestal para proteger los cultivos del viento. Los viñedos verdes, cargados de esperanzas y racimos: me acuerdo que era la siesta, se acercaba la tormenta.

Miré a la virgen petisa: tenía un vestido blanco sobre el que le habían pintado unos racimos de uva moscatel entrelazados con hojas de parra verde. La misma pintura, aunque más simple, se repetía en el vestido del niño. Todo el cuerpo de la Virgen y del Niño brillaban como un diamante. Ambos tenían coronas, que también brillaban. Los ojos del Niño eran negros: yo los miraba con la devoción de un niño que no se cuestionaba los credos y tradiciones. Era una imagen de la Virgen de la Carrodilla: según la tradición, un aragonés de apellido Solanilla, a fines de la era colonial llegó a Buenos Aires y terminó radicándose en Mendoza. Traía una imagen de la Virgen: sin embargo, su culto en Aragón no estaba relacionado a la vitivinicultura sino a la minería: se le atribuye su aparición a unos mineros que no podían encontrar la veta que buscaban. Se les apareció sobre la carroza que usaban los mineros, por eso se la llamaba Virgen “de la carrocilla”, que luego devino en Cuyo como Virgen “de la carrodilla”, ganando culto luego de una tormenta de granizo que cesó tras llevar su imagen en procesión.

Me acuerdo que mi abuela prendía velas a los pies de la Virgen: sus labios se movían en un rezo secreto, apenas susurrado. Vi a mi abuelo saliendo de la casa, mirando de nuevo el cielo, incansable, como si su mirada pudiera torcer el recorrido de esa nube de formación vertical. Alguien empezó a tararear la famosísima canción de Los Trovadores de Cuyo: Virgen de la Carrodilla, Patrona de los viñedos, esperanza de los hijos que han nacido junto al cerro, los que han hundido el arado y han cultivado su suelo, te piden que los ampares, Patrona de los viñedos. La melodía de la canción se acoplaba al ritmo sincopado de los truenos. El día se había oscurecido de pronto.

Vi los primeros rayos: su recorrido luminoso y eléctrico surcaban el cuerpo negro de la nube como venas nerviosas. Los perros ladraban. Lo que se estaba formando amenazaba con desplomarse sobre nosotros. Adentro de la casa se prendieron las luces, pero duró poco: otro rayo hizo que todo quedara a oscuras.

Los relámpagos, como flashes de luz, revelaban por segundos las cosas de la casa: un cuadro de un pariente muerto: el vapor del agua hirviendo saliendo por el pico de una pava olvidada para los mates. Después que pasaba el relámpago, quedábamos ensimismados en la noche a pleno día: la cara de mi abuela como un pergamino, iluminada por el destello pálido de las velas a los pies de la Virgen. Y así hasta otro relámpago.

Otro rayo cayó de pronto como si fuera quebrando ramas. Afuera, por debajo de la nube eléctrica, se desplegaban los viñedos, cargados de temores y racimos: me acuerdo el inicio del olor de la tierra mojada: empezaban a caer las primeras gotas.

También me acuerdo de haber mirado a través de la ventana de la casa, con la mirada de un niño que se fascinaba en cómo la nube vertical había ido creciendo en formas cada vez más voluminosas y efervescentes, tomando un tamaño monstruoso que cubría todo el cielo. Las nubes verticales son las más temidas en el verano por los viñateros de Mendoza: pueden tener hasta casi 15 km. de altura y se forman con mucha rapidez, entre 20 o 30 minutos, atravesadas por fuertes vientos ascendentes, provocando tormentas radicales.

Imaginé una batalla: las fuerzas del Bueno contra el Malo. El Malo era esa nube, donde estaban todas las amenazas y demonios que se camuflaban y escondían entre sus bordes convulsivos y cambiantes. ¿No era esa la forma de un hocico y un cuerno? ¿No se veía una cola alargada y una espalda jorobada? El Bueno éramos todos nosotros, legionarios de la Patrona Celestial, criaturas dóciles de Dios, armando un escudo protector sobre la casa y los viñedos con los cimientos infalibles de la canción, que ahora se había transformado en un rezo:en las viñas de mi tierra hay un recuerdo querido, en cada hilera un amor, en cada surco un suspiro, en cada hoja una esperanza y la esperanza en racimos, Virgen de la Carrodilla, es todo lo que pedimos.

Un rayo se encendió de pronto y cayó cerca de la casa: le siguió el ruido ensordecedor del trueno coronando la embestida. ¿Y el abuelo? Mi abuela le gritó que volviera a la casa, que dejara de mirar el cielo, que por más que mirara y mirara no se podía hacer nada. ¿Cómo que no se podía hacer nada? ¿Los rezos no le daban poder? De sus ojos podían salir rayos destructores capaces de partir la nube en varios pedazos, evaporarla en un segundo, hacerla volar al espacio, el mismo espacio fantástico que había imaginado a través de la acumulación de muchos veranos y lecturas de Julio Verne y H. G. Wells. Debajo de ese espacio oscurecido se convulsionaban los viñedos, cargados de resignación y racimos: se interrumpió el truco y la canasta: secos, contra las chapas del techo se escucharon los golpes secos de los primeros granizos.

Me acuerdo de la blancura helada acumulándose rápidamente en el patio. Un patio endurecido con convicción a litros de agua y movimientos de escoba. Y del aroma de la vegetación que iba rompiéndose y que entraba a la casa. Se había abierto una ventana con el viento: olor a hojas quebradas, a racimos destruidos, a parras despellejadas. Y del ruido, ensordecedor, de los granizos golpeando el techo, golpeando las ventanas, golpeando todo. Tapando cualquier otro sonido que se atreviera a surgir. Aun así, el rezo susurrante persistía: ten piedad de aquellos hijos que le han clamado a tu cielo, haz que a ellos se les cumplan sus más queridos anhelos, para ti van estos cantos, para ti van estos ruegos, Virgen de la Carrodilla, Patrona de los viñedos.

Los racimos pintados sobre el vestido de la Virgen se veían maduros, para ser cosechados, para festejar la vendimia. Pero los racimos de afuera caían y caían a la tierra, los granos perforados, los tallos quebrados, el jugo de la uva tiñendo el granizo. La blancura helada tiñéndose de violeta. ¿Es que la Virgen estaba perdiendo sus poderes? ¿Es que no podía escuchar los rezos por el ruido ensordecedor del granizo que caía como una balacera sobre el techo de la casa? De pronto un sonido salió de la habitación del fondo de la casa, un sonido tenue pero nítido, que marcaba su traza en medio del ruido de la tormenta, de los truenos, de las piedras heladas cayendo desde el cielo. Arriba la nube se movía como un rebaño. Un animal dividiéndose en muchos: muchos animales queriéndose fundir en uno. Y abajo la casa, de pronto enmudecida, en vilo por un único sonido que todos escuchábamos: el llanto de mi abuelo.

¿Por qué llora el abuelo? ¿Por qué no nos protegió la Virgen? ¿Hubo antes otras tormentas, otros rezos, otros llantos? ¿La Virgen no pudo, no puede, no podrá? Pero todo ya había pasado, habían sido solo unos pocos minutos, pero letales: el granizo había dejado de caer y ahora quedaba una lluvia flaca, que apenas mojaba. Me acuerdo que mientras escuchaba el llanto de mi abuelo, miré por la ventana y tuve una sensación de malestar; y después una revelación tras otra: un pájaro muerto, tirado sobre uno de los surcos, con las alas mojadas, mi padre haciendo crujir el granizo con sus pisadas, saliendo de la casa para medir los destrozos de la tormenta, mi hermana agarrando un manojo de hojas y racimos triturados, mi abuela limpiándose las lágrimas, las velas al pie de la Virgen apagadas por el viento, un tractor que ya no serviría para la cosecha o una cosecha que había sido destruida para ese tractor, el cielo con jirones de azul y unas rayos tenues del sol volviéndose a asomar, coronando sobre todo esa devastación la medialuna de un arcoíris. Mi paraíso de rezos protectores, de tradiciones y credos incuestionables, era ahora una membrana que empezaba a irritarse. Algo nuevo se estaba revelando. Miré a la imagen de la virgen petisa y su brillo cambió: ya no era un brillo reluciente. Ahora era un brillo opaco, sucio, mudo, falso.

Sí, cómo no recordarlo: el granizo no solo había destruido la cosecha de mi abuelo. Había destruido todo un sistema de mirar el mundo, había abierto un nuevo camino y yo, sin ser del todo consciente en ese momento, había empezado a transitarlo. Un camino liberador, que empezaría a llenarse, poco a poco, hasta quedar rebalsado, con el tiempo, de pensamiento crítico. Sí: me acuerdo de mí en la época de la muerte de Dios. Después ya sería imparable. Largas noches pensativas y de lectura: un ensayo de Borges, libros de Piergiorgio Odifreddi, Christopher Hitchens, Richard Dawkins y Carl Sagan. Y finalmente, el brillo reluciente del desarrollo de la ciencia: veloces aviones de lucha antigranizo, combatiendo las tormentas y mitigando los peligros sobre las cosechas, de una manera mil veces más verdadera, más real y más efectiva que todos los rezos acumulados hasta entonces.

¿Tenés tinta en las venas?: Recibí nuestras novedades en tu casilla de correo