Eran las ocho de la noche. Enjabonado, en la bañera, pensé: la vida es miedo. Apreté el pomo casi vacío de shampoo. Salieron dos gotas redondas. Suficientes. Mi esposa ya se había convertido en búho y la cabeza le giraba en el cuello. Había volado a la terraza. En invierno, subía temprano, con la luna. Los chicos se acostaban antes.
Afuera estaba helado y adentro no había forma de disipar el frío. En todos lados, la humedad se volvía filo, pinchaba.
Eran las ocho de la noche, me estaba bañando y pensé: lo negro al final del túnel. La vida es miedo. Y todo lo que está ahí disponible, cerca, entre nosotros, siempre es peligroso.
Me puse a cantar el jingle de una propaganda de colchones. Sabía la letra a medias, pero repetía siempre la misma parte. Cuando pienso, no pienso del todo.
Me quedo mucho tiempo en el agua. Es verdad. Mi esposa me dice que no lo entiende. A mí me gusta que la ducha me pegue en la espalda. El vapor. El ruido desparejo de las gotas. Si pudiera, me quedaría a vivir en la ducha. Los chinos, los griegos, todos los sabios antiguos hablaban de quedarse quieto, de no querer nada, de estar. La forma más acabada de la felicidad, la aspiración más íntima de la sabiduría. La ducha es un buen lugar para que las cosas no nos pasen. Las cosas que nos pasan son la vida. La vida es miedo. Lo negro al final del túnel negro. Lo siempre peligroso. El mejor colchón.
A eso de las nueve, nueve menos cuarto, mi esposa ya debía estar acurrucada en alguno de los árboles pelados al costado de las vías. Los chicos soñaban los dos con el mismo planeta.
Crecían pelotas de algodón en el suelo de ese planeta, pelotas de colores pastel. Rosas, celestes, amarillas. Un planeta sin cielo, ni mares, ni ríos. En el sueño, ellos sabían que las pelotas se podían comer, pero no se las comían. Las esquivaban saltando. El nene soñaba que saltaba tan fuerte que se golpeaba con los bordes del sueño, la nena soñaba que, en ese planeta, a ella le había tocado trabajar en un zoológico. Tenía que darles frutas a los hipopótamos. Las dejaba caer en sus bocas abiertas desde un puente de madera. En ese planeta, los hipopótamos vivían en pozos de arena. En ese planeta, la vida, para existir, no necesitaba agua, pero sí arena y pelotas de colores.
Todo tiene bordes y reglas. También los planetas inventados. Hay que aprender.
Yo aprendí que los búhos solo pueden mirar hacia adelante. Por eso giran tanto la cabeza: para ver. Tienen los ojos fijos los búhos, empotrados a la cara como los botones negros que ponen los chicos de los países del norte en sus muñecos de nieve, mientras acá, con baldes de plástico amontonamos bloques de arena, armamos castillos. Casi ningún pájaro mueve los ojos, pero tienen una visión periférica que los compensa. Ven hacia los costados. Los búhos, no. No distinguen colores tampoco, pero escuchan todo. Si hay un ruido para nosotros, hay cien, quinientos, para los búhos. Viven en una turba de sonidos. Van hacia lo que escuchan. Huyen de lo que escuchan. Así se mueven. Eso aprendieron.
Estaba pensando en los ojos de los búhos. De Clara, en realidad, de mi esposa. Estaba pensando en los ojos de mi esposa Clara. Ahora, seguramente, entretenidos con los insectos que no ve, pero siente chispas, vibraciones que palpitan vida en los recovecos, en sus escondites subterráneos. Por esos ojos quietos me había venido a la cabeza lo de la vida y el miedo, lo de lo negro al final del túnel, el pozo adentro del pozo.
Para los pájaros no hay opción. La vida les pasa: es hambre, es saciedad, es calor. No miedo. En la ducha, me acordaba de cosas que había leído. Hay personas que estudian la vida de los búhos. Que se dedican a eso. Horas. Días. Años. Después, hacen momias con los bichos, estatuas que se exhiben en los museos o se usan como adornos; dan conferencias, clases, filman documentales, escriben libros. Heredé seis libros de ornitología. Más bien me los quedé: no eran para mí, ni para nadie. El día que vaciamos la casa de mi abuelo, unos meses después de que murió, los encontré debajo de la cómoda.
Esos seis libros, un diccionario en dos tomos y varios catálogos encuadernados que le habían quedado de un trabajo antiguo: vendedor puerta a puerta del Círculo de Lectores. Los agarré aunque no me interesaban, para que no los tirasen. Quise quedarme con algo de mi abuelo. Me costaba creer que mi abuelo hubiera trabajado. Yo lo había visto deambular y nada más. Nunca cumplir una norma, un horario. Mi abuelo paseaba, se sentaba a tomar té o vino a escondidas, iba con una bolsa de plástico siempre, con una boina, con el diario. Me costaba imaginar que mi abuelo hubiese sido un padre, un tipo en traje y corbata, un hombre con todos los dientes, que repitiera el protocolo del saludo, de la presentación, de la oferta, de la contraoferta, de la venta. Con mi abuelo no hablábamos de sus trabajos. Me llevaba a dar vueltas, y yo nunca sabía a dónde íbamos. Mientras paseábamos, me contaba historias. Me decía que había atrapado una vez un cocodrilo en el sótano con una trampa para ratas. Un cocodrilo mediano, tampoco tan grande, pero malo como una vieja con hambre. Así me decía. Una vieja con hambre. Peor que un cocodrilo. Me contaba que, un domingo, después de un partido de Platense, había entrado a La Farola de Cabildo y había visto cómo un hombre del tamaño de un jockey se comía, él solo, tres docenas de empanadas. Me contaba que la gente se había juntado alrededor, que había hecho apuestas. Querían que el enano se muriera ahí, pero el tipo se las bajaba todas. Siempre tenía una prueba de lo que me contaba: la trampa para ratones, una servilleta de la pizzería. Mi mamá y mi papá me decían que eran mentiras, exageraciones; que al abuelo le gustaba contar cuentos, pero que eran eso, cuentos, y que no me los tenía que creer. La verdad era otra cosa.
Yo me quedé con los libros, porque nadie los quería.
Adentro del diccionario había una tarjeta personal que todavía conservo. Decía lo que había sido mi abuelo para mi papá y mi mamá y para la gente en aquel mundo, en aquel tiempo que yo no conocía. «Patricio Connolly. Representante de Ventas».
Me sequé parado en la alfombra redonda. Pensé de nuevo: la vida es miedo. Todo lo que puede pasar y pasa sin importar lo que hagamos. Lo negro al final del túnel negro.
Hace poco, volví a leer los libros de mi abuelo. Leí que el sonido del búho es parte del bosque, pero no sus ojos amarillos, su aleteo, su caída en picada. Todo en un búho es silencioso y oscuro. Los búhos son muy buenos acechando a su presa. Esperan a que todos los sonidos se relajen, a que los humores se destensen para abalanzarse y capturar su comida. En esta zona de terrazas, de edificios bajos, de semáforos y cables tirados, a veces, sin mala intención, por instinto, por cazadores, los búhos atacan animales domésticos. El libro aconseja mantener a las mascotas en la casa o en jaulas durante la noche. Además, reivindicativo, el autor recuerda que los perros y los gatos matan muchos pájaros y animales autóctonos cada año, por lo que mantenerlas encerradas es una buena práctica para cuidar también las vidas de esos otros bichos.
Clara no come adelante mío. No la vi cazar. En el parque, en verano, se ausenta un rato y vuelve satisfecha, ensangrentada. No es un tema. Desde el principio, sabemos qué hay que decir y qué no. Los dos entendemos que alimentarse, en todos los casos, es algo trivial. Una rata, un pollo, un plato de fideos. Apretar una bolsa húmeda de té y dejar que chorree el líquido entre los dedos. Hacer lo que se puede con lo que se tiene.
La toalla con la que me seco es áspera y fría. Me raspa.
En el espejo, mi cara es algo rosado detrás del vapor. Una intuición. Mi abuelo podría haber sido un pájaro también, además de un vendedor de libros.
Cuando empezó todo, yo le estaba diciendo a Clara que mi papá nunca había tenido un auto blanco. Le estaba contando que había usado coches azules, anaranjados, negros, pero blancos, nunca. Le hablaba del trabajo, en realidad, de que mis compañeros de trabajo andaban todos en autos blancos.
Yo le decía que ninguna de las personas que trabajaban conmigo se parecía a mi papá. Y lo que quería decirle, por enésima vez, era que ninguna de las personas que trabajaban conmigo se parecía a mí. Yo me quejaba del trabajo y de las personas y de los autos blancos. Me paso el día en la oficina, en una agencia de marketing. Nueve horas, a veces diez, once, en la misma silla de cuerina negra, mirando la misma pantalla. Tengo un jefe, siete compañeros, dos empleados.
Trabajamos con cuentas y proyectos, pensamos en el cliente.
Todo va por el lado de usar postulados de Carl Jung acerca del inconsciente colectivo para vender gaseosas y desodorantes. Armamos presentaciones y workshops para empresas que reducen el empleo sustituyendo personas por robots. No tienen cara ni brazos sus robots, son código, un ruido blanco de inteligencia automática. Ni siquiera un respeto por las fantasías antiguas de la ciencia ficción. Todo apunta a lo preciso. Todo va por el lado de convencer. Yo escribo guiones para propagandas, avisos, eslóganes. Y esa noche, como otras tantas, me quejaba. De las reuniones sin sentido, de la egomanía del jefe, de la chatura de los empleados, de lo lejos que estaban de mí sus urgencias. Sin médicos, ni incendios, ni alegrías ciertas involucradas, pongamos por caso un casamiento próximo, la invención de una vacuna, un nacimiento. Nada de eso. Me quejaba de lo automático, de lo aceptado así como así, de lo intrascendente. Clara, durante esas horas del día, trabaja en casa, sola, atiende los llamados, los imprevistos, las cuentas. Me habló esa noche de títulos y bajadas. Clara es editora. Es frecuente que su jefe le indique cómo hacer más precisos los títulos, más entretenidas las bajadas. Su jefe es llano y pragmático. Ella no. A ella no le gusta aceptar los consejos de su jefe, no concuerda. Pero dice que sí, no discute. Hablamos, entonces, de lo que le dijo uno y lo que me dijo el otro. Esa noche estábamos ahí, doce años después de habernos conocido en un bar, de leernos poesías de Dylan Thomas, de Sylvia Plath, de mirar películas rusas a la hora de la siesta. Hablando de esos asuntos sin gusto a nada. Sin elegir, creíamos, por la compulsión de ir hacia adelante y pagar las cuentas, y la comida y la obra social y la escuela de los chicos. Ahí estábamos, hablando de los autos blancos, de los títulos precisos, en la cocina fría de nuestra casa alquilada, otra vez.
Porque ahí, algo inhumano y superior a nosotros, algo perfecto, lo más cercano a Dios que habíamos podido ver de frente hasta ahora, lo más próximo a lo que otros referían como el destino, nos había dejado. Cansados, aburridos, pero queriéndonos como antes. O incluso más, por saber que no habría, en realidad, algo mejor que nosotros. Una vida plena en otra parte. Cuando Clara me preguntó por los chicos esa noche, sentí un alivio que me hinchó de aire el cuerpo. Como un globo cuando se llena con el calor de la llama y se va para arriba succionado por el cielo. Clara entendió que no había una historia en el color de los autos, nada para contar. Ni en eso, ni en las bajadas y los títulos, ni en las videoconferencias, ni en nada de lo que nos decíamos al final del día.
Supo que ya era hora de ponernos a hablar de otras cosas.
Con los codos en la mesa y las manos sosteniéndose la cara me preguntó: «¿Con qué están soñando los nenes?».
Y yo le dije, porque supe, que soñaban cada uno una cosa distinta. Leo cruzaba una bruma que podía cubrir un campo o un bosque. Buscaba un perro marrón que esa tarde había visto en la tele. Lo llamaba gritando nombres diferentes y aunque a veces le parecía verlo, siempre encontraba otra cosa. El perro era suyo. En el sueño de Leo, la luz era suave y tibia, no había ruidos. En el sueño de Leo, estábamos también nosotros. Cuando él lo decidía, cuando se sentía solo, en cualquier parte, aparecíamos. Mamá, Papá y Eva, su hermana mayor, su mundo. Entre los árboles, caminando a su lado, sentados en el pasto húmedo.
Eva soñaba con una torre de espuma azucarada que se comía de a poco con sus compañeros de escuela. Estaba enojada en el sueño, porque algunos de sus compañeros no respetaban las reglas. Aunque las normas no estaban del todo claras, había un pacto implícito que los obligaba a todos a esperar a que ella mordiera antes que nadie las mejores partes.
Para justificar el privilegio, ella les gritaba «¡Yo la descubrí, así que me esperan!».
Yo le conté a Clara los sueños en detalle. Tienen olores y texturas, tienen sonidos los sueños. Clara me escuchaba quieta. Los ojos cansados y turbios, pero abiertos. Le iban creciendo plumas blancas en el pelo, plumas chiquitas en las mejillas, se le iba haciendo angosto el cráneo y floja la ropa. Cuando la boca se le convirtió en pico, pensé en un pato. En un cisne, en realidad, en uno de los cisnes blancos que están en los lagos artificiales y en los finales de las fábulas. Pensé que Clara se estaba transformando en un cisne de cuello largo. Me pareció natural. Había historias de sapos príncipes, de princesas cisnes. Y, de algún modo, los cisnes y Clara se parecían. Yo nunca había visto un búho de cerca. No era un pájaro que tuviera en la cabeza. Por eso, cuando se escabulló entre la ropa tirada y, dando saltitos cortos, se posó encima del tocadiscos, lo primero que hice fue acercarme a ver. Me pareció, al principio, que Clara era un juguete. Un animal inventado, un muñeco de peluche. Estaba quieta y con la cabeza ladeada. Sin pestañear, pese a que, por lo que supe después, los búhos tienen seis párpados. Me acerqué sin precaución (era mi esposa), hasta casi rozarla con la cara. Las alas eran cortas en su nacimiento y después largas. Las manos de Clara ya no estaban ahí y había en cambio, en el borde inferior de esa bola esponjosa, dos garras afiladas que se aferraban al parlante.
Cuando ya me había acostumbrado a estar con ella, callados los dos, mirándonos, Clara hizo el primer sonido. Me asustó. Los búhos son, más que nada, un silencio. Una presencia sin aura, escondida en el aire, fantasmas. Lo leí en los libros, entonces no sabía. Pero lo sentí. El ruido que hacen los búhos es conocido. Se parece a su nombre. Un ruido de miedo, de bosque oscuro, de cuento.
«Uh-uh».
Saltó del parlante al suelo, después, desplegó las alas apenas y voló hasta la ventana. Esperó a que le terminara de contar los sueños de los chicos. Me miraba quieta. Todo lo que dije le interesó.
Cuando dejé de hablar, salió hacia la noche. Tardó en volver. Hasta el día, casi. Me quedé dormido y soñé con una ruta, un bar, dos cisnes. Cuando me desperté, Clara estaba ya en la cama, con pelo otra vez, con la piel tersa, con las piernas desnudas y blancas. Acurrucada contra mi pecho, descansando.
Hace tres mil años llovía pan, hablaban las serpientes, se partían los mares a la mitad para que pasara un pueblo. Si uno lo pone en perspectiva, no es tanto tiempo. Hay moluscos que están en la Tierra hace trescientos millones de años.
Afuera del baño, había otra luz, más limpia y cálida. Veía mejor, pero tenía frío. Clara había vuelto y estaba parada en el marco de la ventana, encima de la bacha de la cocina. Yo había dejado las hornallas encendidas para distraer el frío.
Le hablé de ese fuego azul, del olor a gas. Le dije a Clara que esas dos cosas me gustaban. Mi abuelo se calentaba igual en su cocina diminuta. La costumbre, en realidad, era de mi abuela, y mi abuelo, ya viudo, la había adoptado. Le dije a Clara que me parecía que mi abuelo también había sido una vez un pájaro. No un búho, probablemente un gorrión, algo más común, una paloma. Los ojos de Clara eran dos manchas amarillas y quietas. Por su tranquilidad, por el modo de ovillarse y de hundir en el cuerpo la cabeza, supe que ya había comido algo. Yo me calenté un plato de fideos con crema en el microondas. Los chicos ya habían cenado y se habían dormido protestando. Como todos los nenes, nuestros hijos pensaban que la vida era injusta con ellos. Y yo les decía que era injusta, sí, pero no tan mala. Hacía tres mil años, menos también, abrían criaturas para ofrecerles sus vísceras a elefantes de doce brazos que vivían en las estrellas, al Sol enfurecido, a los emperadores muertos. Y los dioses devolvían ese pan azucarado que caía del cielo, vidas de quinientos años, resucitaban a los muertos. Era una forma de justicia antigua. Ahora ya no pasaban esas cosas. Tenía otros modos de manifestarse la justicia.
Yo le dije a Clara que en la ducha había pensado que la vida era miedo, lo negro en lo negro, el final sin final de un túnel oscuro. Le dije que había pensado que mirar hacia adelante hacía mal. Mirar todo junto. Le dije que había pensado en sus ojos.
Clara, como era un pájaro, no dijo nada, pero escuchó. Los búhos, dice en los libros, absorben los sonidos como una esponja, los guardan una milésima de segundo en burbujitas retráctiles, los amasan y modelan, los palpan. Se los quedan.
El oído de los búhos es un milagro.
Leo se despertó y me pidió agua desde su cama. Busqué su vaso azul y le conté a Clara que Leo y Eva estaban soñando con un país en el que no había agua. No hacía falta. Se despertó a medias Leo, sobresaltado. Me pidió que, antes de irme, encendiera la luz del pasillo. Me dijo que había algo oscuro en la oscuridad. De vuelta en la cocina, le dije a Clara que lo que nos da miedo está en el cuerpo. Antes, cuando llovía pan, cuando resucitaban los muertos, cuando mi abuelo vendía libros a domicilio, la noche era el lugar de los predadores. Por eso nos asusta la oscuridad. El miedo es una ventaja evolutiva.
Desde que Clara era un pájaro nocturno, yo pensaba en esas cosas. Desde que habíamos dejado de hablar de las cuentas y los clientes y los pagos, de las reuniones, las presentaciones, los cafés de máquina endulzados con polvo. Desde que yo le contaba los sueños de los chicos y ella giraba la cabeza como un reloj torcido encima de las alas. Había empezado a pensar en cosas como las que pensé en la ducha y después, con ella, en la cocina. Que la vida era miedo. Que mi abuelo era un pájaro, también. Que el invierno era una piedra y que había que apretarlo en un puño y tirarlo lejos.
Abrí la ventana y entró todo el frío, el frío entero. Clara desplegó las alas y salió. Voló hacia adelante y hacia arriba.
Se sumergió en lo negro de lo negro, en lo oscuro. Yo lavé mi plato y me acosté. Soñé que me daba una ducha de arena en un planeta sin agua. Mientras la arena me caía en la espalda, pensaba que la vida era un lago manchado de sol, la música que sonaba cuando el agua corría adentro de los árboles.
Cuando abrí los ojos, Clara ya estaba despierta, acomodando la ropa y los útiles de los chicos.
«Buen día», dijo, con la voz plena y fresca de una esposa.
Aunque era temprano todavía, la luz ya empezaba a crecer afuera y entraba por la ventana con los sonidos de la calle, de la vida, la luz en la luz, ignorándonos.