“Las historias no surgen así nomás”, dice Luis Mey, mientras pone el tabaco en un armador de metal, gira un poco y saca un cigarrillo perfecto. “Estoy en constante búsqueda, trato de escribir todos los días. No es que un día apareció un eureka, sino que es una búsqueda de prueba y error todo el tiempo”. Pone el pitillo en sus labios y le da mecha con un encendedor de plástico. Estamos en su casa, un departamento oscuro frente a la Plaza Monseñor Miguel de Andrea, más conocida como Plaza de los Perros. Afuera, el sol de la tarde encandila. Adentro, la iluminación se forma con pocos elementos: unas luces navideñas colgadas en la biblioteca, un velador en la esquina del living y un balconcito al patio interno del edificio. En el centro de la mesa, además del cenicero y un mate que va y viene, su último libro, Brujas de Carupá, editado por Factotum, que arranca así:
Ma, le digo caminando por la calle mientras ella hace lo de caminar mal de un lado y bien del otro porque una parte del piso —la baldosa, dijo— está diabólica —dijo— porque la pajera —así le dice a la municipalidad, eso lo sé de antes— no hace un carajo —también dice así— y ella se lastimó recién recién y me dice qué, qué Arnado.
—¿Cómo se llama esto, ma?
—¿Qué cosa, Arnaldo? Vos decís esto y yo pienso en cualquier cosa. ¿Sabés cuántas cosas en el mundo se llaman esto?
Arnaldo tiene diez años y un retraso madurativo. Va a un colegio de “chicos especiales”, vive con su madre y su abuela —que no habla y está en silla de ruedas— y tiene al espíritu de su abuelo adentro. El narrador de la novela es el propio Arnaldo que, además de ser un niño, con lo cual está descubriendo permanentemente el mundo, tiene algunas dificultades cognitivas que lo vuelven, por así decirlo, más niño todavía, más inocente, más puro. El espíritu de su abuelo se mete cada tanto dentro de su cuerpo y lo hace hacer cosas extrañas, como molestar a su abuela, que cada tanto sale de su trance vegetativo y le pide a Arnaldo que la lleve al cementerio. El oscurantismo es el papel metálico que envuelve toda la novela.
La madre de Arnaldo, Inés, está completamente colapsada: es el sostén de una familia que vive en la miseria, en una casa que es el escenario de las más diversas actividades paranormales. No puede más. Pero aparece Jéssica —la mujer que cuida a la abuela y que tiene un hijo en silla de ruedas con trastornos mentales más severos— y enamora a Inés. Ambas mujeres deciden formar una familia, unir las que ya tienen, vivir todos juntos. En el medio de la escena está Arnaldo, dulce e inquieto, esforzándose por comprender el extraño mundo que lo rodea. Brujas de Carupá es una novela divertida, por momentos incómoda, pintada con trazos gruesos del género fantástico, que cualquier lector puede devorar en cuestión de días. La relación entre madre e hijo es fabulosa.
Yo creo que soy invisible porque soy feliz, porque las cosas mejores del mundo son invisibles que es una cosa que dice mami todo el tiempo cuando no dice las palabras de los cantantes, pero mami ahora se me acerca y me sacude el brazo.
—Arnaldo, ¿vos hiciste eso?
Luis Mey tiene varias novelas publicadas. La Trilogía Desgarrada (formada por Las garras del niño inútil, En verdad quiero verte, pero llevará mucho tiempo y Los abandonados), La pregunta de mi madre (Premio Ñ 2013), Diario de un librero y El pasado del cielo, entre tantas otras. Cuando habla de literatura es como un carpintero: conoce los distintos tipos de madera, con qué herramientas trabajarla y, sobre todo, tiene bien en claro que lo que importa es que el producto final quede prolijo. Nació en Buenos Aires pero se crió en Carupá, un barrio dentro de San Fernando, “la Franja de Gaza del Conurbano: la parte mala de San Isidro”. En ese territorio construye la novela. “Carupá como sujeto ambiente lo tenía todo. Tiene el cementerio ahí, cerca, y San Fernando a unos pasos. Entonces le podía sacar el jugo a cada personaje”.
Para Mey, existen tres tipos de personajes en toda historia: los personajes ambiente, los personajes personas y los personajes cosas. “Las cosas también son personajes. Si le preguntara a Tarantino en Pulp Fuiction por Christopher Walken y el reloj del abuelo... ¡Vaya si ese reloj es un personaje! Te determina la trama. Sin ese reloj no puedo hacer nada y tengo que ir a enfrentarme al gigante y compañía. Entonces en los personajes cosas, el cementerio era un gran sujeto como ambiente y como cosa, las cenizas del abuelo, un simple patio muy distinguido, la silla de ruedas, hay que explotarlo todo. Todo es oportunidad narrativa. Y siempre jugando a eso: lo empiezo a escribir ahora ¡y capaz que nunca sale! Creo que la cosa más linda que hay es escribir a puertas cerradas y si no sale, no sale. De hecho creo que uno de los peores pecados es escribir para publicar. Creo que hay que soñar con publicar, es sano. Una persona que escribe debe soñar con publicar pero no hacerlo para. Porque sino no tiene riesgos”.
—¿Cuándo empezaste a escribirla?
—¡Hace un montón! Igual yo escribo rápido pero fue hace como seis años más o menos. La escribí en algunos meses. Técnicamente una novela así no debería tardar más de cuatro meses en escribirse, pero después hay que saber guardarla para luego corregirla bien. Porque la primera escritura es el oficio, la segunda es el arte. La primera tiene que ser la voluntad de sentarte en la compu con tus mates, con tu licor o lo que tengas ganas y ponerte a laburar. Si no hay voluntad… Prefiero que haya menos arte que voluntad, total después el arte es la corrección.
—¿Y el tono?
—El tono tiene que ver con esa voz de Arnaldo. En muchas novelas ya publicadas siempre me interesó la infancia, esta cosa del infante, el no hablante, el que no tiene patria potestad, no puede hablar, no tiene voz, aquel por el que deciden los demás. Y las voces infantiles siempre me generaban la discusión de si son o no la voz del narrador adulto hecho por contrato con el lector la voz de un niño, pero en realidad no era la voz de un niño. Si tenés que buscar la voz de un niño tenés que inventar palabras. Los niños hablan mal, no tienen lenguaje o lo tienen muy puro, no lo tienen conjugado sino por aprehensión. Después aprendemos unas cosas y desaprendemos otras muy ricas. Lo lúdico. De hecho en la escritura si perdés lo lúdico estás cagado. Estás cagado pero para siempre. Así sea en el sexo, en la literatura o en cualquier lado si perdés lo lúdico perdiste: vas a tener una vida de mierda. Y eso en literatura me parecía fundamental. Entonces llegué a decirme: ‘que hable como creo que se puede hablar mal de verdad’. Y que eso tenga su trama, porque no sólo los cultos tienen trama. Es muy importante ese punto. ‘Sólo la gente culta tiene trama’. No, no, las grandes tramas están fuera de ese status quo. Las grandes, grandes, grandes, las que tienen folklore, como las costumbres de la gente en su etimología más pura, y volver a buscar eso, la cosa de Quiroga, no sé. Y donde haya historias fuertes, de la gente que no tiene voz, con mucha mitología, mucho oscurantismo, muchas costumbres sobre las creencias que son muy ricas. Quiero decir: no se diferencian en nada del Cementerio de la Recoleta. ¿No es lo mismo?
Las bocanadas de humo que lanza Mey al techo del departamento sirven para marcar los silencios de su oratoria. Habla rápido, ceba mates y pita su cigarro para sumar tensión a la sucesión de reflexiones. “Partiendo del contrato básico de la literatura, que es que la verdad es el objeto de estudio de la filosofía, no de la literatura, yo no tengo que contar la verdad, yo tengo que mentir”, dice y da una pitada, suelta el humo y continúa: “Yo tengo que manipular positivamente. El lector te pide ser manipulado. Si no le manipulás las emociones, por eso se llama manipulación positiva, el texto es malo”. Pitada y bocanada. “De hecho, mi regla número dos es que si el texto le gusta a tu tía es porque el texto es malo. Es una ley. Tu tía te tiene que decir: ‘¡Ay cómo escribís estas cosas!’ Si eso le pasó a tu tía seguramente el texto es maravilloso. Por ejemplo, la voz del niño, ese cierto retraso que tiene, también es para molestar. Es tocar lo más querido de las personas. Las casas, por ejemplo. El género del terror tienen varios principios, uno por ejemplo es que las entidades se meten con los seres más queridos o con la propiedad: la casa embrujada. La propiedad en el contrato social es importantísima. No lo digo yo, lo dice Locke, así que..."
—¿Pensás en las posibles lecturas entonces?
—Sí, sí. De hecho escribo para que se jodan. Manipulación positiva. Igual yo no soy el perverso, el perverso es el lector. Lo dice muy claramente un microrrelato antiquísimo. Son siete palabras: ‘En venta. Zapatos de bebé. Sin uso’. Yo ni bien lo leí dije: ‘ah, se murió un bebé’. Pero el cuento nunca lo dijo. ¿Quién es el perverso: yo o el cuento? ¡Yo! Como siempre digo, que no lo digo yo, lo dice Edward Said, un libro es una botella tirada al mar. No sabés adónde va a parar. Y como no sabés a quién le va a caer, hay una libertad, una potestad que hay que tomar. Es decir: ‘bueno, acá nadie me está mirando, puedo estar en pelotas’. La broma un poco siempre es esa: movilizar emociones ajenas. Es desacomodar los principios de toda lectura. Sino no se podría haber escrito Edipo Rey, un hombre que se quiere coger a su mamá. Ya todo lo hicieron los griegos. Nosotros estamos escribiendo cositas.
—Y lo que quizás cambia en estos tiempos es la relación con la publicación, con el mercado. ¿Pensás en eso, en si el libro se venderá o no?
—Sí, claro que lo pienso, pero después me acuerdo que está todo muy sucio, muy corrupto: concursos arreglados, publicaciones de favor, el status quo porteño que publica para ir a cócteles. Y después digo: ‘Ah, no me importa nada, me chupa un huevo. Voy a hacer lo que se me cante, como siempre, si igual siempre voy a tener que laburar’. Y creo que es una cuota de libertad eso. Yo no tuve esa cuna, no puedo llamar a nadie, si me lo aceptan me lo aceptan, sino no. La cultura está muy sucia si escribís pensando con la puerta abierta, así vas a chocar contra esa mochila de la literatura universal. Es muy difícil escribir con esa mochila de la literatura mundial. Como hablábamos antes: el libro del año no es el libro del año, es el que ganó en las redes sociales, porque ciertas personas lograron que se imponga. El libro del año es ese chiquitito, ese que muy rara vez se impone, a veces sí. Y sobre todo el sistema de novedades: en realidad el libro tiene que tener una vida mucho más larga. Melville, en vida, vendió 500 ejemplares de Moby Dick. Después se transformó en Moby Dick. Pero en vida fue un fracaso técnicamente para el mercado. También pienso eso que dijo Twain, que la masa es tonta, el individuo es inteligente. Cuando todos van atrás de un libro... no sé. Cuando era librero en el Splendid intentaba vender a rajatablas en primer libro de Samanta Schweblin, El núcleo del disturbio, pero no lo compraba nadie. Y yo era un gran vendedor de libros, y no lo digo yo, lo dicen las ventas. No me lo aceptaban y me decían ‘¿es alemana?’ ‘No, no, es argentina y escribe muy bien’. No me lo aceptaba nadie. Hoy sale carísimo en Mercado Libre y no se reedita, no sé por qué, lo cual es absurdo.
—Claro, la literatura es otra cosa.
—Exacto. Es una carrera de paciencia, como decía Guillermo Martínez, porque un buen escritor lleva veinte años en armarse. No sé cuántos están dispuestos a hacer eso. Me parece que todos quieren ese primer libro que te da un buen currículum, que te permite hacer una carrera de tal cosa y se olvidan de aquello que les gustaba cuando eran más pendejos que era armar una mesita, en mi caso yo armé con una vieja máquina de coser de mi vieja de coser que estaba rota, le puse una madera arriba, y empezar a escribir. Y eso te salvaba la vida. Siempre recordar ese momento donde amabas escribir. Y parece que se olvidan. No es lo mismo ir al asado familiar o a la reunión de no sé qué con el libro publicado. Yo tengo muchas novelas escritas que quizás nunca salgan, pero eso es muy sano. Respeto casi como umbanda el tema del oficio: sentarse a escribir y encontrar nuevos yeites todo el tiempo. Después, bueno, el libro, que es un objeto editorial, y que no es mío, lo mío es el texto, que es muy importante, pero a veces el objeto editorial está por encima del texto, lo cual se transforma en una oportunidad o en un problema, ya lo veremos, el tiempo lo dirá. Aparte no hay que ponerse en ese lugar leviatánico donde uno quiere controlar una carrera. ¿Contra quién estás corriendo? Contra nadie. No estoy por encima de nada, estoy acá, en la mesa, no me pongo por encima. Contaba un periodista, no me acuerdo quién, o capaz me estoy inventando yo la historia: en un recital de Los Stones que tocaban Los Piojos de soporte, en un momento el periodista se da vuelta y ve a Ciro, de Los Piojos, en pleno pogo. Y le pregunta: ‘¿qué hacés acá?’ Y Ciro le dice: ‘¿y qué voy a estar haciendo?, ¿para qué voy a ir al VIP?, ¿me voy a perder lo mejor?, la joda está acá’.
—¿Cómo te llevás con las tendencias literarias, por ejemplo la literatura del yo, que es algo viejísimo, pero que ha tenido una suerte de resurgir?
—La literatura del yo está un poco más exacerbada que en otros tiempos, pero ya existe de los griegos. La originalidad son pequeños cambios a lo preexistente. Ya está todo inventado. Pero más que una literatura del yo, hay una literatura de la inmediatez. Si Borges decía que abandonaba el libro en la página cincuenta si no le gustaba, hoy en la línea dos ya lo abandonan, por lo cual es una cosa que a mí me gusta mucho: si no querés pasar de la línea dos no lo hagas, problema tuyo. Esto es algo que tiene que ir contra todas las aplicaciones de celulares y es el lector el que tiene hoy la potestad de combatir tanto control social. Yo me voy a tomar toda la paciencia del mundo, como ese autor —Mey señala un libro de Jeffrey Eugenides, La trama nupcial, sobre un rincón de la mesa, entre la pila de libros— que va tranquilo por la página mientras van pasando cosas, pero él sigue muy tranquilo, pero de ningún modo voy a escuchar esas redes. Vos me podrás decir: ‘¿Estás loco? ¿Cómo no vas a escuchar a las redes?’ No, porque después terminás como Johnny Allon caminando por Pueyrredón y una señora te dice: ‘Me resulta conocido’. Y sí, señora, hace cuarenta años lo perseguía por la calle porque usted era fanática y ahora ni lo reconoce. Y ahora hace un programa de radio en la iglesia evangelista. Es estar en tu lecho de muerte y decir: ‘hice más o menos bien las cosas; tanto le pediste a los demonios poder escribir, te lo dieron, bueno, ¿qué más vas a pedir?’ Aparte no se sabe. Shakespeare hoy no sabe que es Shakespeare. Está muerto. Ahora es la literatura de la inmediatez. Es lo que Bauman decía de la vida líquida. Tiene que ser ya, ahora.
—¿Y esta idea de narrar la propia vida...?
—¿Quién sabe qué es la propia vida? Tiene que ver con la teoría de la comunicación de Jakobson. Hay un emisor, un receptor, un canal de comunicación, un mensaje y en el canal, abajo, Jakobson le dibujaba unas olitas que eran el ruido. A mi no me interesa ni el mensaje, ni el emisor, ni el receptor, ni el canal; me interesa el ruido. Y en el ruido ponemos algo que parece la verdad, pero es ruido. Esto, entre nosotros dos, es una ficción. Vos vas a tener una versión, yo voy a tener otra. Yo tengo mi versión y voy a jurar y perjurar que es la verdad. Pero la verdad no es de nadie. Donde la tocás se fue para el costado. Cualquier filósofo que encuentre una verdad sabe que tiene que corregir algo porque está equivocado. Y aparte tiene que ver con la idea de la mala enseñanza de la escuela primaria, esto de principio, nudo y desenlace. Es horrible. A mí no me gusta llamarle principio, sino recorte. Es un recorte de realidad. ¿Qué es el principio? ¿El Big Bang? Es el principio, en todo caso, de la novela, pero no de la vida. Es una hoja con palabras en un idioma específico. ¿Cómo va a ser la vida eso? ¡La vida es la vida! Uno no cuenta cada vez que va al baño. Uno cuenta lo que le conviene, hace un hipérbole. Ojalá fuera la vida, es apenas un recorte. Si contáramos la vida no le interesa a nadie.
—El arte del engaño.
—Es que no existiría la reproducción humana si no hubiera un engaño en la seducción. 'Ay, sos la más linda del mundo'. No, no sos la mas linda del mundo. Hay una más linda, seguro. Pero bueno, funciona así, a través del engaño.
Los primeros recuerdos que tiene Luis Mey empezando a relacionarse con esa cosa extraña llamada literatura es en su cuarto, solo, leyendo historietas. En vez de estar haciendo disturbios infantiles, se perdía en las aventuras de Patoruzú y Mafalda. “¡Y fueron muchas horas! Pero uno no lo veía en ese momento. creía que hacía más quilombo que leer. Hoy entiendo que fue muy importante eso de creerme el juego”, dice y su mente viaja a otra escena de la infancia, ya cercana a la adolescencia. “En mi casa había libros, de hecho había más que en otras cosas, pero siempre pensé que había pocos. Tenía la suerte de que mi vieja tenía una tía, mi tía abuela, una bruja divina, Fanny, que es un gran personaje siempre porque era bruja de verdad, y era una genia que traía muchos libros. Siguen estando todos esos libros en la casa de mi padre. En algún momento los agarré”.
Más recuerdos. Ya de adolescente, un gran amigo suyo, más grande que él, un tal Alejandro, que lo veía medio caído —”yo estaba medio mal, él también, estábamos todos así, haciendo lo que podíamos”—, le empezó a pasar libros. Un día le dijo, como quien receta la pastilla mágica, “vos tenés que escribir”. “Yo no tenía idea ni de cómo poner una tilde. Y como le hacía caso en todo, fui y me puse a escribir. Todo para quedar bien con el amigo más grande, que también escribía. No había muchas cosas para hacer. La tele era del padre. Así que agarré un cuadernito y empecé a escribir a mano. Todavía tengo guardadas algunas novelas a mano que nunca pasaré porque son malísimas”, dice Mey que empezó escribiendo cuentos, “pero al toque me pasé a la novela porque quería escribir largo. Igual escribo todos los días cuentos, uno por semana seguro, pero ahí quedarán”.
Así, la literatura se fue volviendo algo importante. Tanto que, para él, dentro de los libros no debería aparecer tan visible el autor ni hacer gala de una exhibición, ya sea estética o ideológica. “Opinar es de mal gusto —asegura—, salvo que la opinión sea verdaderamente del personaje. Pero en general se traslada mucho al autor. A esa literatura del yo sí le agrego que hay un problema donde no se respeta una base de Calvino que es fundamental: el autor de un texto es el creador de un narrador que cuenta sus ficciones. Siempre y cuando no se note el autor de verdad de fondo. Yo construyo personajes, no tengo nada que ver, sino Nabokov estaría preso por pedofilia, sin embargo inventó a Humbert Humbert. Después podemos decir: 'y... pero debe ser un poco él'. ¿Y qué sé yo? Por suerte Calvino tiene esa base interesante, y funciona.
—¿Es necesaria, entonces, esa separación de autor y obra?
—Te lo respondo con una anécdota. Una vez le di una computadora a un amigo para que la arregle y la vendió para comprar falopa. Perdí ocho novelas. Ocho. No dos, no una. Ocho. Ahí se separa obra de autor. No hay más obra, se perdió, no existe. El autor queda.
“Hay pulsiones que lo cambian todo”, dice Luis Mey. Ahora está obsesionado con el ajedrez y desde chico que no jugaba. También volvió al tenis; hacía veinticinco años que no agarraba una raqueta. “Pienso más en eso que en literatura. Después me siento a escribir y me sale mejor” y larga una bocanada de humo. Esas obsesiones ajenas a la literatura, al parecer son varias y cambian todo el tiempo.
—¿Estudiaste Edición?
—Sí, un poco. Pero viste que en la contratapa hay que poner cosas.
—Estudiaste Cine.
—Un cursito de mierda hice.
—Estudiaste Derecho.
—Sí, pero estuve cerca de terminar. No nos olvidemos que Kafka era abogado. Clarice Lispector, Víctor Hugo, Héctor Tizón, un montón. La literatura está llena de abogados. Pero lo mío era para joder, porque tenía miedo del futuro, y también para sacarme los dedos en el culo de tanta estafa cotidiana. Empezar a tener conciencia de que si me llega mal una factura puedo recurrir a la 24.240, la Ley de Defensa al Consumidor, y sé más o menos lo que tengo que hacer. Cuando me aprendí eso me fui a la mierda, ya está, ¿qué iba a hacer... un carancho? Que no está mal.
—Además sos librero en Suerte Maldita.
—Sí, casi librero honorario.
—¿Cuándo arrancaste?
—Cuando estudiaba Derecho, por una amiga que me había hecho, buena onda, Natalia, me dice: ‘yo voy a dejar la librería de Unicenter...’ Ella laburaba en la Boutique del Libro. Yo iba mucho ahí a leer y el librero, Fernando, el dueño de la librería, me dejaba leer bastante. Muy cada tanto compraba un libro. Y el chabón que laburaba ahí, Ezequiel Martínez, homónimo del hijo de Tomás Eloy Martínez, que ahora trabaja en Bibliotecas Públicas, un fenómeno el tipo, me dijo: ‘Vos serías un gran librero’. Yo ni en pedo pensaba en eso. La verdad que leía mucho. Yo lo ponía en una categoría superior. Y bueno, me llevé una sorpresa. Entonces empecé a trabajar ahí, después me echaron y fui a parar directamente al Splendid. Ahí laburé diez años. Y bueno, después de un montón de anécdotas de las que siempre cuento, como que te pidan tres veces el ‘Anal Karenina’ o que te pidan más de cuatro veces ‘Las nenas abiertas de América Latina’, ya no es un error, empecé a anotar todo. De ahí salió Diario de un librero, acumulando notitas: anotaba en un papel, lo guardaba en el bolsillo, capaz que la ampliaba, capaz que no, y años después salió este libro. Que, bueno, también muchas me las inventé, porque igual es una novela.
—¿Cómo hiciste para no hartarte de los libros?
—Siempre tuve mis subterfugios. Seguramente el escritor está todo el tiempo pensando en literatura, es su bonsai. Medio que todo lo literalizás, porque estás muy atento, es muy difícil salir de esa posición. Al oficio del librero agradezco haber conocido un montón de textos que jamás hubiera llegado a ellos ni por asomo. Cosas que en las redes no van a estar nunca o sí, pero muy poquito: pasan invisibles. Y también ha involucrarme y saber cómo funciona el mundo de la publicación, que es algo que todo autor o el que está en vías de serlo debe saber. El mundo de la publicación, que no es el mundo de la escritura, está lleno de novedades, todo el tiempo la gente yendo de acá para allá para pertenecer. No lo juzgo, para nada, hay gente que tiene la disposición de ser muy astuta; yo no, soy muy malo en eso. A mí siempre se me escapa la tortuga, como dice el poeta, y la termino cagando. Lo mío sé que pasa por el oficio. A la larga reaprendí una y otra vez y me lo volví a repetir que mi momento lindo es cuando llega la noche y me siento a escribir. Y si sale algo de eso, sale, y sino no. Hay gente que tiene otros talentos más sociales.
—Sos tallerista también.
—Hace diez años que doy talleres literarios. Me negué mucho porque cuando empecé a publicar me empezaron a pedir, pero yo no quería, hasta que empecé a ver que no era que no quería dar talleres, sino dar ciertos talleres. Yo doy talleres individuales todos los días y eso produce obra, produce que empiecen a reconocer algo que se llama estilo. El estilo no es algo inamovible, un tipo de novela que va a escribir; el estilo viene de estilus, un elemento con el que escribían sobre piedra o cera los antiguos que era como una birome, un palito, y después en la Edad Media derivó en la palabra estigma. Me parece fabuloso estigma como estilo: es esa marca que tenés en la piel que tenés que empezar a ver. Como esos jueguitos de la infancia donde vos unías el uno con el cuatro, el cuatro con setenta, el setenta con el veinte y de repente había un dinosaurio. Tenés que empezar a ver cuál es tu tatuaje en tu piel: el estigma. Y aceptarlo y mejorar el dibujo que tenés grabado. Y darle con todo al grito de Gerónimo. Jugártela en esa. La vida es una sola para ser un héroe, tu héroe; después, si la gente lo ve o no, te tiene que importar un carajo.
—Imagino que después de tantas novelas publicadas tenés alguna rutina, algún método, alguna fórmula.
—No sé. Lo que sé es que una novela es una ilación de cuentos: los cuentos de las vidas de las personas que se involucran en la novela. Como El Lazarillo de Tormes: el día en que el Lazarillo conoció al viejo, el día en que el Lazarillo etcétera. Es ‘el día que...’ Y una novela que estoy escribiendo ahora es la unión de tres novelas fallidas. Pero el truco está en el hilo. Después vas más o menos corrigiendo y en ese arte de la corrección hace que parezca unívoco, una sola trama, pero en realidad yo corté y pequé cosas de otros lados. No todo es la idea y el planeamiento. Puede ser, hay gente que lo hace y está buenísimo. Pero no en mi caso. A mí me gusta estar atento a esos errores que tal vez no eran errores y de repente sirven para otra cosa. Es un trabajo de alquimista. La alquimia es hacer oro de la basura, y toda esa basura que tenía ahí parece que al final va a servir para algo. Como Regazzoni, agarrando la chatarra y acumulando basura a lo loco. Siempre reconstruyo, por eso amo la corrección, no como forma de poner tildes y comas en sus lugares correctos. Esas cosas hay que saberlas bien, hay que ser un ñoño en eso. Me refiero a la corrección en la sustancia: esto necesita hipérbole, esto regresión, acá en vez de una metáfora simple poner una sinestesia. Ir haciendo ese arte, el trazo, a lo Hopper, si total lo importante es lo que está de fondo. Además, informar en literatura es de mal gusto. Uno no informa. Uno no dice: ‘Luis es alto’. Uno dice: ‘Luis sale a la puerta y por mirar a la plaza de enfrente se choca con el toldo del kiosco’. ¿Por qué? Porque el lector escribe. Si yo digo que Luis se choca la cabeza contra el toldo, salvo que sea un pueblo de enanos, el toldo generalmente está alto, entonces el lector dice, al nivel inconsciente, ‘Luis es alto’. Y si digo ‘Luis es alto’, entonces ¿qué tan alto? ¿Entonces voy a ser siempre superespecífico? La súperespecificidad en la literatura es horrible. Hay que ser específico: Luis se choca con el toldo porque es alto. Eso se llama presunción narrativa. Es como decir ‘asintió con la cabeza’. ¿Y con qué mierda va a asentir? Si asiento con el dedo sí, se rompe la presunción narrativa y yo pongo ‘asintió con el dedo’, porque la imagen que tenemos primera es que se asiente con la cabeza. Por eso me gusta eso que dijo Levrero, y creo que lo dijo al final de su vida, que al final de cuentas la literatura se trata de imágenes. El lector es ciego. Las imágenes son sagradas en literatura.
—La última, ahora sí: ¿por qué apostar a la literatura en un mundo como este?
—Porque, como dice Ariel Magnus, ganar es de perdedores. No hay vuelta que darle, soy hincha de Platense, no entiendo a un chaqueño que es hincha de Boca, yo me nutrí de eso. Y ni siquiera es apuesta. Es lo insoslayable. Y lo intenté, de hecho estudié Derecho de grande, pero me iba con los textos para otro lado a ver dónde estaba la literatura en una ley. Así descubrí que los prostíbulos en el viejo Código Civil, el de Vélez Sarfield, se llamaban ‘casas de tolerancia’. ¿No es poético eso? Buscaba la literatura. No podía evitarlo. Ojalá pudiera. Es una adicción, como las apuestas. Y porque crecí a veinte cuadras del Hipódromo de San Isidro que era como la parte bien donde uno se acercaba, decía ‘qué lindo’, pero cuando pasaba por la puerta salían todos los quebrados, y era muy literario eso. No tengo idea por qué sigo en esto. ¡Soy joven, tengo cuarenta años! Todavía tengo tiempo para averiguarlo.