Alto, algo inquieto y con una sonrisa de difícil disimulo, Luis Mey deambula por una gran librería de la avenida Santa Fe. El escritor en su laberinto. Mey es escritor y librero a la vez. Escribe mucho, publica y también vende libros, "aunque nunca ofrezco los míos", dice humilde.
El verde casi fosforescente de la tapa de su segunda y última novela, "Las Garras del niño inútil", editada por Factótum, estratégicamente expuesta en la librería, no lo inhibe ni interfiere en su tarea.
"Vivir en familia es como ser viejo: la muerte y la demencia están al acecho, siempre", dice Maxi, el protagonista y único narrador de la novela, que con tan solo ocho o menos años, habla del mundo en el que le tocó, en suerte, crecer.
Maxi se crio en una familia donde la violencia psíquica y física fue moneda corriente (la única "moneda fija" que ingresaba a esa casa) desde el mismo día en que él y sus cuatro hermanos nacieron. Un padre alcohólico y golpeador, peronista aunque trabajaba para los radicales, adicto a la TV. Una madre alcohólica, sumisa y golpeadora. Un difícil recorrido que retrata trágicamente, y con algo de humor, a una familia de clase media baja entre los ochenta y los noventa.
"Se lanzó a ser padre sin reparar sus heridas como hijo", señala sobre su propio padre, Maxi.
En una charla con Cronista.com, Luis dice que esa frase de Maxi es "la llave mágica, la tecla esencial de su novela. Es que uno no está preparado para ser padre sin saldar sus deudas como hijo. En el libro hay un chico, y ese chico no tiene herramientas, es una piedra en bruto que luego se va moldeando. Más con lo que no tiene que con lo que tiene".
Pese a tantos déficits emocionales, el protagonista da batalla.
Sí, es que mis novelas se basan en historias de simpatiquísimos perdedores que de alguna u otra manera pueden con todo. Entonces creo que es justo para la raza humana darse cuenta del momento en que uno pasa de ser hijo para ser padre o de pasar a la vida adulta. Es el momento en que dejas de ser hijo y pasar a ser el dueño de tu pasión, que es también ser un poco el padre de uno mismo.
En "Las garras…" retrata desde lo íntimo la etapa del país entre fines de los 80s y los primeros 90s. Habla de la campaña presidencial de 1989, hay una presencia fuerte del debate político en televisión, ¿Por qué le interesó narrarlo?
Eso tiene que ver mucho con la repugnancia que costo salir de una etapa, la dictadura militar, que no hay que olvidar nunca, para entrar en otra. Una generación que inmediatamente se puso a hacer política de propaganda sin una previa educación. Qué no se puso a analizar lo que significaba tener de nuevo las instituciones, la democracia, la noción de libertad.
Todo ese proceso usted lo llevó al interior de su casa...
Lo que yo trate de contar no era lo macro, sino lo micro, de cómo la gente, en este caso mi familia vivía esa re-educación. Que básicamente era nula. Las personas ni sabían cómo quererse entre sí con esas libertades. Eso lo plasmé en la figura de mi padre. Tanto él como otros muchos, eran personas que un día trabajan para un partido político y al otro día para otro.
El entorno geográfico donde se desenvuelve la novela es muy especial, ¿Existe?
Sí. Yo crecí entre una villa enorme como es La Cava y la parte más rica de San Isidro. Crecí entre medio de dos polos de esa lucha de clases. Pero nosotros no éramos clase media ni nada. Éramos lo que estaba en el medio. La puerta, donde las cosas tienen que pasar de un lado hacia el otro. Noción más de umbral que de clase. Los fantasmas de lo que nunca serás y de los que podes llegar a ser.
Dicen que la inspiración existe pero tiene que encontrarte trabajando ¿En qué momento lo encuentra a usted?
Los escritores siempre decimos eso. Igual, si vas a esperar que bajen angelitos que te flechen, mejor dejá. Yo espero sentir el olor a azufre del diablo más que esperar al angelito inspirador. Todo el tiempo tengo la sensación de que está pasando algo horripilante, y que es narrativo.