La novela "La pregunta de mi madre", de Luis Mey, aborda la historia de Matías, un adolescente de extracción social humilde, que debe engañar a su madre y a su mejor amigo para poder conquistar a Carolina, la chica de la que está enamorado, y para eso debe revertir las falsedades con las que intentó conquistarla un tiempo atrás, esas inevitables mentiras que, sin embargo, como dice su autor a Télam, "al entrar en la literatura, cobran valores positivos".
Publicada este año por Factotum, la obra, que ganó en 2013 el "Premio Ñ de Clarín", tiene como protagonista a un adolescente que, a fines de los años noventa, miente para poder viajar a Mar del Plata a ver a la chica que ama, pero todo es una construcción.
Para Mey (Buenos Aires, 1979) toda la "basura moral" del mundo, en la literatura, se transforma en belleza y por este motivo dice: "Todo lo que el mundo no necesita o pretende tirar al tacho, que lo tire para acá, nomás. Acá se lo procesa y se lo hace símbolo, enseñanza".
Mey, autor de la Trilogía Desgarrada, integrada por las novelas "Las garras del niño inútil", "En verdad quiero verte, pero llevará mucho tiempo" y "Los abandonados", ubica la historia de la búsqueda del amor en Mar del Plata, porque -asegura- "es fría, llena de falopa, de estafadores de rambla, pero de un sol maravilloso, por eso, a pesar de todo, la gente va hacia allá".
"Mar del Plata, nos guste o no, es la contradicción argentina, donde la búsqueda del amor nos regala otra cosa, vaciándonos, como la vida a la literatura, el tacho por la cabeza", sostiene en diálogo con Télam.
- Télam: ¿Por qué ubicás la historia en los noventa?
- Luis Mey: Los dramas de los noventa, si bien son diferentes, tenían mucho de esta época y la peculiaridad de los peores problemas de los gobiernos previos a Perón: por un lado, era un mundo armado en torno a cuánto tenés, cuánto te quiero; por otro, la realidad era que, al menos los pibes como yo en ese entonces, no tenían idea de cómo era tener algo, y veían a su madre sufrir por no poder darles lo que la tele decía que se tenía en muchos lados. El sujeto intentaba pelear una identidad o su existencia durante el menemismo y también en el delarruismo. Esa época fue una de las más efectivas máquinas de mentira, aunque no pionera. En ese momento, al periodismo y a los medios se les llamaba el cuarto poder, hoy son el primero.
Volviendo a la novela, no había otra que escuchar la bajada de línea, asfixiarse en la soledad de saber que todo eso estaba equivocado, alejarse del resto, encerrarse y volverse loco. Hoy, ya todo el mundo sabe que cualquier comunicación de arriba para abajo es mentira.
- T.: ¿Hay en tu novela un intento de encontrar una respuesta al desencuentro que se repite de una generación a otra entre los adultos y los adolescentes?
- L.M.: Nunca intenté encontrar respuestas. Eso lo aprendí bien. Gasté muchas energías de niño y adolescente intentando encontrar respuestas. Entiendo que el buen narrador encuentra un gran problema y pone todo su esmero en mantener ese problema abierto, y ahí tropezarán los incautos con ganas -hermosas, honestas- de discutir algo. Sorprende, generación a generación, que no importa que cuánta más información manejemos para estar mejor, las diferencias generacionales parecen insalvables.
A veces creo que no tiene que ver con diferencias generacionales, sino con cierto cambio de aire, como en cualquier deporte.
- T: ¿Cómo creas el mundo femenino en tu literatura?
- L.M: No creo construir universos femeninos muy efectivos. Tampoco masculinos. Creo que sé cómo no escribir universos demasiado seguros de sí mismos, y eso no tiene género sino apenas unas buenas ganas de reírse del mundo, sea del género que sea. Creo, sin embargo, que estuve muy atento a escuchar a cualquiera, a repetir como un loco por la noche, a reírme con eso. De todos modos, hablando de reírme, me hace sentir incómodo -a mí mismo, y mucho antes de esta pregunta- pensar en madres cuando yo, sin hijos, me despierto a las once de la mañana habiendo escrito toda la noche con mates y escabio. No soy quién. Pero, como escribir se trata de faltarle el respeto a la literatura, escribo de lo que quiero a pesar de mis carencias, porque, de todos modos, cuando parece que escribo de una cosa estoy escribiendo, en realidad, de otra. Eso es siempre así, y nunca va a cambiar. No al menos desde que encontré el truco. No porque lo maneje bien, sino porque es mi práctica, mi deporte favorito. Porque nadie habla de hombres ni de mujeres: hablamos de la desesperación, de los vicios, de perderse en un deseo que no es el nuestro. Hablamos en sintonía con el aburrimiento del Leviatán, que para levantar el ánimo tira una dádiva que no servirá de nada y con la cual se morirá de risa de nosotros. No son los hombres ni las mujeres los personajes de una novela: es el Leviatán. Siempre lo fue. No es la historia de la gente: es la historia de la gente en un momento de la historia del mundo, que no es lo mismo.
- T: ¿Cuántas prohibiciones vivió esa juventud que narrás a fines de los noventa?
- L.M: Al menos lo que yo viví: los noventa fueron un enorme pacto de la nueva explotación. Ya no existe, gracias a los que manejaron algo entonces, el sueño de la casa propia, salvo que te explotes en las tres o cuatro cosas que el mercado pide. Lo cual es una aceptación del fin de la pluralidad. Entre medio, para jugar a que no, a que en realidad la pluralidad existe, otorgan por un rato ciertos derechos que, de buenas y primeras, ganas de borrarlos de un plumazo no les falta. Pero bueno, un escritor se alimenta de esas construcciones sistémicas y, casa más o casa menos, a falta de todo, en los noventa empecé a escribir.
- T: ¿Cómo es la relación entre lo económico y la pasión por la escritura?
- L.M: Fui librero. Hace tiempo que no vendo libros, pero sí recomiendo cada día porque doy talleres hora a hora, y siempre mando a buscar algún título. Y la pasión artística varió con el tiempo: al principio fue por la lectura. Como amé las historias y a quienes las escribían, quise ser uno. Entonces empecé a escribir como loco. Pero después descubrí que había un mundo de libros que nada tenía que ver con los libros que me habían sentado a escribir, y volvió la pasión por la lectura mientras, por costumbre, escribía un montón.
- T: ¿En qué cambia la amistad de los adolescentes de la de los adultos?
- L.M: En la amistad adulta se bebe más, se miente más, se pide más, se viaja más, se debe más, se come mejor, se queja más, se coge más, se habla menos, se comparte menos, se llora menos. Como siempre que las cosas se arruinan, hay más cabeza y menos corazón.
- T: ¿Cómo te sentís al haber elegido el camino de escribir?
- L.M: Estoy muy orgulloso de haber elegido esta carrera: bien a la contra, bien contra el dominio. No hay nada, ni siquiera la música, que presente tanta oposición a los que dominan y tienen el poder, como los libros, que también los consumen, por fortuna; el mejor Caballo de Troya. Sé que somos una piedrita en el zapato, una cucaracha perdida en una cocina bien limpia, pero hay algo en eso que me permite dormir bien de noche.
- T: ¿El Premio Ñ fue un estímulo a ese trabajo?
- L.M: A nadie le importan los premios: ni siquiera los colegas saben quién ganó tal premio, o si alguno ganó algo; ni siquiera leen a quien ganó habiéndose presentado ellos mismos en el concurso. Mucha gente gana concursos y no llegan a aceptar que es solamente algo que tiene que levantar el ánimo un rato: mucha gente deja de escribir después de eso, viendo cómo funciona el mundo del libro, que más rápido que tarde liquida el libro en cualquier lado, lo deja de lado. Y sucede hasta con premios Nobel.
Con información de Télam