Los padres no existen
Una sola frase me había disparado empezar este libro. “Los padres no existen, es todo un montaje de los reyes magos”. La frase era anónima y muy conocida, y por ella empezaron a volar los dedos sobre el teclado y, poco después, semanas, quizá un mes, había terminado esto. No tenía título porque no había llegado a mis oídos todavía. Ni siquiera pude corregir una palabra después de releerlo dos o tres veces.
Pasó un tiempo y escribí otras cosas y pasaron otras. Seguí trabajando ocho horas por día con un franco y medio a la semana. Leí a Goyen, a Roni Bandini y a Oscar Fariña, un poeta desquiciado que tendría que leer todo el mundo. Un día retomé el texto y esta vez pude empezar a corregirlo. Y lo primero que borré fue esa frase inicial que, si bien podía parecer estruendosa, no era cierta, y nunca abandonaré la idea de que para que un texto sea bueno hay que quitarle todo lo que parezca literatura. Que es como decir que si no vas a ser honesto sobre la hoja, mejor poner una pollería. Porque los padres existen, y los hijos y los tíos. Y todos tratan y tratamos de ser lo que podemos, y a veces logramos ser lo que queremos, pero no a todos les pasa. Y a la larga a todos nos salen garras, a veces más temprano que a otros, y nos transformamos un poco en bestias a imagen y semejanza.
Por fortuna en algún momento nos corresponde alejarnos de los sucesos, y lo que te parecía terrible se transforma en algo brillante, en buenas anécdotas de café y en páginas completas de aparente literatura. Y lo que parecía humorístico, también, se convierte en algo tan serio que no queda otra que confundirlo con la tragedia. En la corrección sucedió aquello. Ya no veía al niño tan inútil, ni a las bestias tan bestias, ni a las garras tan crecidas ni a nadie tan culpable. Y empezaron a desaparecer las páginas y quedó una parte, la interesante, o la que sabía que podía despertar el interés de los amigos. Porque uno escribe para eso. Para que los amigos se rían o lloren, para domar a la bestia interna, y para entender, en el caso de este libro, que sólo se trataba de seres humanos intentando algo y fallando, a veces mucho, a veces no tanto. Pero gente intentándolo, nada más. Esto es lo que yo pienso de lo que hice. Es MI regalo de lo que pasa puertas adentro. Al lector le corresponde entender lo que quiera y, en lo posible, y por sobre todas las cosas, disfrutar con ello. Yo seguiré escribiendo para los amigos, o al menos con esa expectativa, aunque ahora uno de ellos sea piloto de avionetas temblorosas y no tenga reparos en seguir leyendo este texto y perdiendo la concentración durante sus maniobras en el cielo de Haedo. El problema con el texto es que empezó a hacer repetidamente punto y gracia lo que a nadie le causaba un pelo de risa. Y puse una frase al principio de mi compañero Juan Pablo Marciani, que decía que él no discriminaba, que él odiaba a todos por igual. Después, por suerte, la frase inicial ya no fue un disparador, y fue lo que tuvo que ser. Esa frase genial de Jean Paul Sartre que espero descubran por ustedes mismos cuando abran, ya, ahora mismo, en este instante, el libro. Con factura en la mano, por supuesto. Muchas gracias.