El debut novelístico del treintañero escritor argentino Luis Mey trae de nuevo un ejemplo de la buena salud de la joven narrativa latinoamericana “acusada” sin fundamento de haber arriado las banderas de lucha política y social de las supuestamente luchadoras generaciones anteriores.
“Los abandonados” narra los avatares de un joven bonaerense de clase media empobrecida y embrutecida, donde los guiños políticos, siempre desde el sarcasmo y la ironía brutal que recorre la obra, se filtran en pequeños detalles como el nombre del perro adorado en la infancia del protagonista, un sucio y violento “Negri”, odiado salvajemente por el horripilante padre de familia, por supuesto alcohólico y maltratador.
Sexo, humor negro, cama y anarquía son los pilares de “Maxi”, apodado en la villa miseria como “Porquería”, un “treintagenario” músico que vive de las rentas de un viejo “hit” con su otrora banda de éxito pasajero y donde la Argentina se pinta crudamente como un país de infelices. Trasluciendo un descreimiento total en toda esperanza, tanto vital como colectiva, la novela retrata a una buena parte de la juventud desengañada, desilusionada, abiertamente existencialista e incluso nadaista, donde lo único que reconforta es el placer inmediato, siempre enfermizamente sexual, desprovisto de cualquier sentimiento de afecto, ni siquiera para los supuestos seres queridos.
“Los abandonados” nos sumerge con facilidad espantosa en una relato ágil en primera persona, con frases violentamente cortas que nos regalan una narración frenética, sin adornos, que recuerda a los haikus a los cuales rinde pleitesía el protagonista omnipresente y con una sorprendente capacidad de proporcionar decenas de citas remarcables y contundentes como certeros “uppercuts” de viejo púgil: “Se arman peleas fabulosas entre músicos en rehabilitación, un músico que no sabe boxear puede pasarlo horrible”. O su teoría central sobre su mayor obsesión, el sexo: “Los que reprimen su necesidad de sexo están enfermos, los que sólo tienen sexo sin amor, también. Y los que solo
amaron, también”.
Un microcosmos deprimente de una sociedad en decadencia, sin valores ni ética alguna, donde las relaciones humanas son sinónimo ineludible de conflicto y donde la única “receta” para conseguir cariño y fidelidad es comprarse un perro: “diez años de amor incondicional asegurados”, aconseja sin rubor el vago pervertido de “Maxi”.
La “opera prima” de Mey, con un lenguaje deudor del video clip feroz y la cinematografía de diálogos secos, escuela Antonioni, plantea siempre dudas y no respuestas, errores y no logros, confusión y no sapiencia, como la vida del propio protagonista que vive un particular descenso a los infiernos con el libreto de un plan perfecto de autoeliminación, en soledad, rechazando amores y parejas con promesas de sexo salvaje y amor duradero. ¿Y luego dicen que los escritores changos no son “políticos”?
La única esperanza que el autor se permite obsequiar y donde el lector huye despavorido en busca de luz es el recuerdo de “aquel día tan feliz” que “Maxi” (cuya frase favorita es “a la fila”, después de recibir un insulto grave) recuerda, al estilo de un “flash back” fílmico, después de un extraño por inesperado final.