“Yo vivo de noche”, dice Luis Mey, el muchacho de cabellos peinados al viento. El escritor admite esta desprolijidad “congénita” al principio de su novela Las garras del niño inútil (Factotum ediciones), un texto que desde lo íntimo, la vida cotidiana de una familia de clase media baja de San Isidro –que vive a una cuadra de La Cava–, mete el dedo en llaga de la desocupación, la violencia y la descomposición. “Cuando uno nace con los pelos revueltos, no hay caso: peinándose, parece despeinado.” Maxi, el protagonista de esta “tragicomedia”, crece a los puñetazos. Ya en segundo grado, año 1987, es víctima de un padre alcohólico, golpeador y fabulador crónico, que se proclama a los cuatro vientos peronista, pero prepara, con los hijos, una canción de campaña para el candidato presidencial por el radicalismo Eduardo Angeloz. A veces dirá que es periodista de Casa de Gobierno o que el mismo presidente en persona, entonces Raúl Alfonsín, le encargó un trabajo. El lector también padecerá la incontinencia verbal de este personaje que toca fibras políticas sensibles, heridas que aún no cicatrizan. “¡Yo inventé el mundial del setenta y ocho, aquí, en la Argentina! ¡En este suelo! ¡Gracias a mí se llenó el Monumental! ¡Gracias a mí dimos la vuelta olímpica y todo el mundo nos vio por televisión! Si supieras... El día de mañana, cuando seas grande, vas a estar muy orgulloso de tu padre... Pero ahora, ahora no le digas a nadie lo del mundial porque, todavía, no te van a entender”, escupe este hombre que no sabe más que agredir. Su verbo por antonomasia es lastimar. Y fajar.
Maxi, cabe aclarar a pesar del título, dista de ser un niño inútil. Pronto hará una lectura aguda de los proyectos de su padre. “El no es nadie y quiere ser alguien. Desesperadamente. Tanto parece soñarlo que nos dice que ya lo es. Total, ya está por serlo.” Novela adictiva, dolorosa hasta cuando roba una sonrisa, Las garras... despliega un mundo donde corre mucho alcohol y hay palizas a diestra y siniestra. El dinero, como corresponde, escasea. Los lectores hasta podrán oír, junto con Maxi, las chancletas de ese padre, “un ruido que dice más que sus insultos”. El padre en cuestión se plegará sin culpas ni cargos de conciencia al discurso que emerge en el contexto social en el que transcurre buena parte de la novela. Repetirá el estribillo que impuso Menem con un éxito asombroso: “Todo lo que es del Estado funciona mal”. Cómo ser un chico “normal”, un deseo tan legítimo como arraigado, en una familia como la de Maxi, con un hermano que se desbarranca –que no puede digerir ni procesar el exceso calórico de tanta humillación–, y tres hermanas que intentan escapar de ese infierno. “Vivir en familia es como ser viejo: la muerte y la demencia están al acecho, siempre”, advierte, tempranamente, Maxi.
Mey –que vive de noche porque de día trabaja como librero en El Ateneo Grand Splendid– fue Maxi. El joven que nació en 1977 no se hundió durante su adolescencia porque hubo libros que eclipsaron lo que hubiera sido una existencia marcada a fuego lento por la tragedia. “Terminé la secundaria en una escuela nocturna, después de haber pasado por desastres varios”, resume el escritor a Página/12. “Algo me sacudió y me desperté, y mucho tuvo que ver la escritura. Al principio, no sabía poner un acento, pero algo me picaba.” Antes de publicar su primera novela, Los abandonados, escribió veinticuatro. “Imaginate si fui un pésimo escritor”, subraya con humildad, como si la voluntad invertida en esas tentativas de exploración y aprendizaje hubiera domesticado su ego. Con un aire de familia a Las aventuras de Huckleberry Finn, de Mark Twain, pero con el eco de las fábricas abandonadas y La Cava de fondo, en vez del río Mississippi, Las garras del niño inútil se reeditó a menos de un año de su publicación porque agotó la primera edición de 2000 ejemplares; modesto e intenso fenómeno que se multiplicó de boca en boca. “Todo empezó con el recuerdo de los primeros viajes en tren con mi padre, que intentaba colarse y lanzaba todo un manifiesto sobre por qué había que colarse –cuenta el escritor–. Y así fueron emergiendo un montón de cuestiones que tenía guardadas, para no decir reprimidas.”
–¿Estaba en sus planes reflejar la desintegración social que provocó el menemismo?
–El juego más parecido que se me ocurrió mientras escribía la novela es comparar esa época con El señor de los anillos, cuando Frodo estaba a cargo del futuro del mundo. De un anillo dependía el mundo y el mundo dependía de un hobbit. El padre de Maxi pierde la cabeza; esa es la metáfora de cómo aparece y se desarrolla el menemismo. Esa familia es un ejemplo claro del desempleo, la violencia y la negación, especialmente. Se invertía en algunos placebos sociales, pero todos miraban para un costado. Por más que algunas familias se hayan salvado, lo que se vivió fue la consecuencia de venderlo todo: hasta el cariño. La onda expansiva de la dictadura está en los ’90, sin caer en el facilismo literario de nombrarla. Los padres de Maxi tienen una bajada de línea muy terrible y contradictoria.
–En la novela se percibe esa doble moral discursiva, en contraste con lo que ocurre en el día a día de esa familia.
–Por eso quise contar esta historia desde lo doméstico. “Viva la patria”, dice el padre de Maxi, pero se cuela en el tren; “Viva la patria”, pero vendamos las empresas públicas porque lo dice Menem; un trabajo ideológico de larga data cuyos resultados se plasmaron en los ’90.
–Al ser un libro tan autobiográfico, ¿cómo reaccionó su familia?
–Mi padre tomó mucho y está muy al límite, ya no le quedan energías; así que ahora hay un poco más de paz al final del camino... Mi hermano, que fue el que peor lo pasó, y salió de una rehabilitación después de dos años, leyó la novela y le gustó mucho; hasta se había olvidado de algunas historias. Un libro es una botella lanzada al mar: no sabés no sólo a dónde va a parar, sino cómo va a afectar esa nota en la botella. No importa lo que piensen: yo suelto la mano y cuento la historia como la tengo que contar. No hay que pensar en qué dirá tal lector o crítico. En realidad, el libro muere muy poco después de publicado: divertite o sentite honesto. La honestidad en literatura no es negociable. Cuando un texto no es honesto, es lo primero que salta a la vista. Podés tener grandes reflexiones o ideas sobre muchas cuestiones, pero si no las sentiste a flor de piel, se nota.
–¿Sus novelas siempre parten de lo real, de algo que vivió?
–Sí, muchas de mis novelas parten de lo real porque es lo que me interesa. Estoy más cerca de Fernando Vallejo que de (Gabriel) García Márquez, más cerca de (Juan) Rulfo que de (Carlos) Fuentes, más cerca de (Roberto) Arlt que de Borges, aunque lo pueda leer y disfrutar muchísimo. Pero Borges no me hace llorar; si algo tiene emociones, me afecta mucho más. Hay mucha literatura escrita por genios, entre los cuales no tengo nada que compartir porque son literatos, y yo soy un contador de historias. Esto no es un choque Arlt-Borges. La realidad es que contamos lo que podemos, pero siempre desde una búsqueda. Yo no espero que venga un ángel a mi ventana. Para eso tengo una 22 y le digo: “tomátela de acá”. Sabe que le disparo, como un Salinger recluido (risas). A mí me gusta el trabajo, dignificar mi oficio.
–¿Le tocó vender su novela en El Ateneo, como librero?
–Sé que compañeros de otras sucursales vendieron ejemplares. Yo no lo hago, me da vergüenza. Las garras... es un compendio de lo que ahora me hace reír, pero antes me ponía furioso.