Asunto Impreso

Lila, adelanto de la novela de Gonzalo Unamuno

Hace unos años posiblemente una novela como Lila hubiera pasado desapercibida entre el montón de novedades de cada mes. Pero vivimos en fechas donde la visibilidad de la lucha feminista otorga a textos que se hacen eco de su agenda un mayor espacio dentro del paisaje mediático. Gonzalo Unamuno ha decidido ponerse en la mente de un femicida sin mostrar un átomo de comprensión por él. Podría discutirse mucho sobre la calidad del texto, o sobre su oportunismo, pero lo que resulta evidente es que ha sabido dar en el lugar correcto en el momento adecuado.

Por exponerme ante mí mismo, eso, impresión o realidad, fue todo lo que logré responderle cuando segundos antes de matarla a golpes me preguntó, doblada por el dolor, por qué le hacía lo que le estaba haciendo.

Ahora, echado junto a su cadáver desfigurado y tibio sobre el somier de dos plazas que destila olor a meo bajo la refulgente luz de una lamparita de bajo consumo, recuerdo con monotonía esa única oración que pude proferir hace unas horas, disimulando la risa, con la voz entrecortada por el frío que copa la atmósfera de este dormitorio en un piso 19; Por exponerme ante mí mismo y nada más, ya que no tuve el valor necesario para lo que hubiese debido decirle y que tanto había ensayado en mi cabeza; que los dos años que pasamos juntos fueron los peores de todos mis años, los únicos de los 38 que ahora tengo que no valieron el montaje de la farsa que fuimos, y sin embargo los que, por dar un ejemplo absurdo aunque efectivo, salvaría de un eventual incendio.

Levanto la persiana del dormitorio. Los rayos del sol irrumpen enceguecedores. Buenos Aires desde estas alturas me parece una ciudad domesticada y mansa que en ninguna otra estación alcanza la elegancia que en otoño. Veo el río de la plata mixturarse con el naranja en el último trazo del horizonte como posiblemente todo desde ahora, por última vez. Veo personas prescindibles, egos menores que el mío, trabajar contra sí mismas, contra sus pesadillas simultáneas. Las veo ir y venir en direcciones contrapuestas con su farsa encima, y veo autos, colectivos y motos zigzagueantes, hábitos y elementos que resumen la fragilidad de la vida en la porción de la ciudad que mejor conozco, en mi territorio.

La luz da de lleno sobre el rostro rígido. Observo el cadáver y en él la inconsistencia de la especie, la hermosura distinta a la de la vida que va adquiriendo pese al hundimiento de la boca por la falta de los dientes que le partí, pese a la superficie ganada por las hemorragias internas, las contusiones, los huesos astillados, y la masa encefálica desprendida. Vladimir, el gatito, se acurruca a su costado,  y si bien el rigor mortis y el gradual protagonismo del violeta de los hematomas me mantienen alejado de cualquier posibilidad de erotismo, algo del contexto me provoca un hormigueo en la próstata. No termino de creer cómo ese famélico cuerpo cabalgó sudoroso sobre el mío, ni cómo esa boca de sonrisa acostumbrada tantas veces jugó con mi semen hasta enloquecerme.

Bajo la persiana. Enciendo el aire acondicionado para que el sol no acelere la descomposición. Sentir el aroma de su podredumbre sería, incluso en las actuales circunstancias, una deslealtad que no merece. Ella supo ocultarme sus olores con maestría; confundir el aliento del ayuno con poses desdeñosas hacia algún costado, el olor de las axilas después de trotar por las mañanas, el de los pies, los del ano y la vagina, -la visita obligada al bidet antes del sexo-, con los del chicle mentolado, las cremas para hidratar manos y pies, el enjuague bucal, el quita esmalte, el perfume, el shampú y el acondicionador importados.

Ahora salgo al balcón para secarme. El viento me golpea la cara, me arrima el recuerdo de las mañanas en que desayunábamos juntos todavía bajo el vigor generoso de la paciencia sobre este mismo balcón definitivamente angosto pero de inigualable vista. Creo poder sentir los retazos del sabor de las tostadas, del queso crema y de la mermelada de arándanos, acaso de los pocos alimentos que ella no expulsaba del cuerpo por la boca. Pienso en los proyectos ilusorios que acá entretejimos atajando servilletas y galletitas de agua, en las manos de ambos combadas preservando la estabilidad de los objetos amenazados por el viento, en quién de los dos creía menos en lo que nos íbamos diciendo o desconfiaba con mayor astucia o verdad, en la noche de calor sofocante en que le perdimos el miedo al vértigo para siempre.

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