Esta novela de aventuras, road movie o, hasta podría decirse, antecedente de cómic, no sorprende por la rareza de haber sido escrita a cuatro manos tanto como por la ingeniería fantástica que construye para involucrar al lector en una trama delirante. Por momentos nos recuerda a las novelas de Leonardo Oyola, con sus personajes delineados principalmente por nombres buenísimos, apodos mejores y defectos físicos que los vuelven vulnerables; y después, a medida que avanza, nos trae un aire aireano, incluso levreriano, de ese Levrero de la etapa alocada de La banda del Ciempiés o Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo.
Primero hay que contar que los narradores de este libro, dos antihéroes que se alternan y se simbiotizan al punto de imposibilitarnos identificar quién es quién, trabajan en un locutorio, esa especie de cassette obsoleto, cancha de paddle en desuso, parripollo porteño que ha quedado en alquiler, o que vive los últimos días de su existencia. Un espacio oscuro que abre las 24 horas del día y donde estos dos, por turnos, obedecen las órdenes de un jefe gordo que los explota y los subleva hasta deshacerse de ellos. Allí la trama comienza a crecer, alejándose cada vez más del realismo. Pero todo lo que parece un rescate nostálgico al principio, en pocas páginas se enrarece al punto de convertirse en una trama de acción, pasiones desenfrenadas, chinos que por no spoilear el final no diré qué locura esconden, platos de comida que producen efectos inesperados y pantallas led gigantes que chupan a la gente. Lo delirante es que este par, tan serio y realista como aparece al comienzo, no hace más que llevar adelante la “investigación de un caso”. En el tedio de las noches de insomnio y consumo de sustancias prohibidas, ambos sospechan cosas delirantes, toman notas en un cuaderno compartido, debaten planes y estrategias sobre esos delirios, y construyen un mundo donde tres ratones aparecen cada vez que aparece una chica, o una banda de amigos –cual patota barrial– viene al rescate de la dupla.
Ese guiño, si bien se narra de modo casual, involucra a una serie de colegas y amigos que, convertidos en falsos superhéroes, o mejor dicho “antihéroes” –en sintonía con los protagonistas– acuden al rescate de este par en el peor momento de conflicto de la trama. La rusa Lukatmi (botas largas y centro de atracción obligado cada vez que se hace presente), Soylent Verde (en clara referencia a Facundo García Valverde), Luciano Lutereau, Federico Matías Pailos (hombre de largo sobretodo y fanático del uso alternativo de seis sábanas que conforman su cama de noche), Mister Idez del Sur (siempre de camisa a lunares, consumidos de finos ácidos), Castromán (identificado en la banda como La Gran Bestia Rock), Di Paola (como en el referente real extra literario, siempre con los temas políticos en la boca), Maru Pop (conocida editora y poeta porteña, líder de un colectivo femenino, aquí en su rol de adicta al porno), SebaPunk Robles (escritor de ciencia ficción), y Let-em (la antiminita que sabe lo que cada personaje está pensando, con su cruz cadavérica al cuello y su bici voladora).
Como observó con certeza Ariel Idez en la presentación, A morir no es una novela más del nuevo siglo, sino la que vino a cerrar el anterior, con sus sitios obsoletos, grandes computadoras, ciclos literarios por doquier, circulación de nuevas y más nuevas narrativas contemporáneas, complicidad, circuitos de lectura y contralectura, amistades entrañables y el nunca bien ponderado “valijerismo”.
“Era posible que a Castagna lo moviera el amor, pero para el resto de nosotros la meta era alcanzar la gloria”, escribe el personaje de Broemmel en el capítulo catorce. La debacle ya ha comenzado. Los pasos iniciales, más distantes y personales, dan lugar a capítulos más complejos, donde los personajes comienzan a moverse en tándem, formando un equipo y enfrentando juntos a lo desconocido. Aquí sobrevuela la historia un segundo texto que guarda referencia con textos de tipo biográfico en los que un escritor elogia a su colega y amigo escritor, siempre con admiración sincera. Lo gracioso es que aquí el tono es irónico y la diatriba engolada termina resultando divertida sin por ello contagiar o exponer, de alguna forma, la real admiración de un autor por otro.
Por último, un comentario sobre las imágenes vertiginosas que va desplegando la trama hacia el final. Si bien el lector actual está acostumbrado a la velocidad como a la multiplicidad de lecturas superpuestas, simultáneas y continuas, el abuso de ese recurso puede resultar agobiante. Es notable el aire distendido de las escenas del comienzo, como de las escenas sexuales de los personajes, lo que permite un acceso a esas situaciones con más detalle y comodidad. Pero la novela, que hace estallar todo por los aires, que hace girar y vuelve a hacer girar la trama sobre sus giros –para no dejar que nos aburramos– también se permite pensamientos como: “Pero el silencio se recompone, se estira, se mueve hacia cada rincón, llega a todos lados, sale de la casa, toma todo el barrio”. De la combinación de ese vértigo y esas reflexiones, de la trama ingeniosa y las observaciones únicas, de la mixtura rústica y cómplice de Broemmel & Castagna, como de su mutua admiración y de la confianza “a morir” que se tienen, surge esta novela delirante. Let-em y yo la recomendamos.