Asunto Impreso

Las cosas que nos pasan son la vida

Sobre “Animales”, de Santiago Craig. Factotum, 2021

Un mapa con lugares similares, pero, asimismo, singulares en su condición. Refranes y máximas que establecen, dan estatuto -y sentido- a esos lugares, que son hogares, barrios, pueblos, comarcas. Santiago Craig narra en este libro situaciones fundantes, extrañas, pero nunca absurdas, fatalmente hacedoras de realidad, una que la literatura nos enseña con cada texto.
La prosa exquisita y sin circunloquios es la que nos lleva a enterarnos de lo que ocurre en “Animales”, donde las especies y las mascotas pueblan un imaginario donde “las cosas que nos pasan son la vida”.

Voy por partes: oso, perro, jirafa, búho, cisne, cebra, avispa, cerdo, liebre, zorra, dragón, pulpo, escarabajo, murciélago, huemul, mosca, pez, elefante. Y bien digo lo de ir por partes: cada cuento trata sobre cada uno de estos seres, pero la imaginería de Craig logra desunir, trozar, amplificar, dividir, secuenciar, metamorfosear, alambicar cada uno de ellos en base a las historias por las que transitan los personajes humanos. El autor retoma aquí esa senda tan precisa que supo auscultar, entre otros, Julio Cortázar con aquél primer y casi enfermizo y mejor libro suyo de cuentos, que se llamó “Bestiario”, de 1951.

Los animales caminan por el libro en situaciones opresivas, melancólicas y amorosas, insisto nunca absurdas, pero porque el pulso del autor desarma esa posibilidad. La comprensión, su mera posibilidad, está truncada por antiguos sucesos, lejanas máximas que marcan la senda por la que debe transitar la cordura y verdad de lo vivido. En el primer cuento, “Después del oso”, se fija una leyenda a partir de ese mamífero, pero el poder radica en cómo se enhebran episodios precisos que dan sentido al lugar. Una respuesta al origen termina siendo siempre una “medalla invisible”, tal como ocurrirá en “A lomos de un cerdo”, en “La batalla de los peces” y hasta en “Elefante”. En uno de ellos, un dicho irlandés, rezuma en una conducta que forja una identidad en el pueblo, con “Algo que está ahí, moviéndose en lo quieto”: un cerdo que aparece para ofrendar y purgar la rutina, o para aceptarla con beneplácito. “Una forma nueva de rezar o de jugar solos, como nenes, como antes. Las cosas pasan así. Ahora, en este aire entero, sin grietas de humo, ni luces tibias, ni conversaciones, yo no me entiendo del todo a mí, como no los entendí a ellos”, escribe el autor. En otro de los relatos, pájaros y peces salpican una lámina inmemorial del origen del lugar, y Craig entiende que la historia o genealogía es una invención, porque “saben que existen ya, que se han inventado”.

“Nuestro perro” trata nada imperceptiblemente sobre el espanto que conlleva la palabra símbolo, donde las partes separadas nada significan y deben volver a unirse para que exista nuevamente el encuentro de personas que, sin saber a fondo por qué, se abandonan mutuamente. Aquí está en el medio el perro, y el amor o amistad rotas no dejan de ser una cuestión de énfasis o asimetría. Algo de eso podemos encontrar en “El alma de una zorra”, en el que el voyeurismo, la experimentación, la quimerización y taxidermia se dan cita como otro modo del amor, donde la máxima es la de estar “juntos y solos” frente al espectáculo que leemos.

En “Mamá búho”, “Las Liebres patagónicas”, “Proyecto Huemul” y “Papá dragón”, el autor pulsa el género fantástico desde la metamorfosis, regla ovidiana que aquí traspola para narrar realidades impasibles, determinantes, vidas que son “así” y donde “El miedo es una ventaja evolutiva”. La “fría chatura del aburrimiento” hace que, en otro de los relatos, el protagonista, mejor dicho, su conciencia, le advierta “la sensación de vivir equivocado”; (traigo acá nuevamente al Cortázar anterior, su cuento sobre los conejos, y otra reversión contemporánea en la Schweblin de “En la estepa”, con esa ambigüedad entre lo humano y lo que no lo sería); “El Proyecto Huemul” tiene una connotación histórica, y Craig mitifica el mito del peronismo. Dice el narrador: “Acerca de esa situación, hay una historia oficial y mil cuentos. Además, hay una verdad. La verdad es siempre una posibilidad esquiva, salvo cuando uno es testigo y parte, cuando uno es la verdad en sí mismo”.

En otros textos, Craig asume esa línea que va de la cordura al heroísmo de la propia fantasía, lo que es ser cuerdo con estilo. “La jirafa” propone un sinuoso camino en el que la imaginación es una apoyatura para soportar la realidad, casi una advertencia profética, una “luz animal que trotaba” y que descorre la inocencia en el mapa de la exasperación. Otra versión del mismo tópico está en “Cuidar a la cebra”: el abuelo que narra la historia “decía las cosas tan bien que las volvía necesarias”. Esa es una definición de la literatura y a la que Craig hace honor. “Yo te amo, pulpo” ingresa en el panteón de los textos que reversionan el amor en estos tiempos; reversionan el empeño y la dificultad -estoy tentado a decir imposibilidad- de las relaciones entre los seres que conformamos este mundo.

Animales es un eslabón, una respuesta provisoria pero necesaria, en el que el reino animal se metamorfosea e inmiscuye en una escritura humana, demasiado humana, que cuenta, ya que son “más las cosas que se dicen que las que pasan”, y donde la verdad es un ejercicio del estilo: “Porque a la gente le gusta hablar si le dan motivos, pongámosle, un elefante que aparece de un día para el otro en la canchita de fútbol gastada de un barrio pobre, aislado, silencioso, y se queda echado días, semanas, sin hacer nada más que pis y montañas dispersas de bosta verde, masticar yuyos y hurgar a veces en la basura, las ganas de decir algo, de conocer y contar alguna cosa que los demás con atención escuchen, se vuelven irresistible”.

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