Si supiera de dónde vienen los cuentos iría a buscarlos. Pero no sé. La verdad es esa. Ni idea. Me gusta pensar que me los encuentro. Y que, para encontrármelos, tengo que andar por ahí, distraído. Tratar de pensar en otras cosas. No en lo que tengo que pensar, no en lo que se me pone enfrente, en lo que tira alertas, en lo que
es trending topic, en lo que invita al click dactilar y mental, en la agenda de la crispación, de la obligación supuesta. Deambular en una corriente aparte, más plácida y lenta, menos caudalosa, mía, o un poco mía, sin los saltos y la espuma del ruido que no dejan de hacer los días y la gente. Me gusta pensar que en esos paseos encuentro lo que escribo. Estos cuentos. Si ando así, en el vagabundeo microscópico, mínimo, en la dispersión del ratito, si pongo empeño en desconcentrarme, pasa. A veces. Algo hay. Aparece una imagen, una escena. Nunca una idea abstracta. Siempre un algo. Quiero decir, para ser más preciso: un coso. Una jirafa podría ser. Un catequista. Dios sentado en una nube. Una chica o varias tirándose pochoclos de una butaca a otra en el cine de un pueblo. No sé de dónde vienen, pero cuando están, me importan. Pienso que, si hubiera sabido cómo, hubiera ido a buscarlos. Una vez que están ahí conmigo, tengo que hacer algo. Eso me pasa. ¿Cómo no me va a pasar? Si hay una jirafa al lado de uno, hay que hacer algo, ¿no? El cuento me encuentra y no puedo hacerme el tonto con eso. Con otras cosas sí, claro. Con eso no. La verdad es que un poco me ayuda eso de los cuentos a hacerme el tonto con las otras cosas. Mirar a la jirafa, seguir a la jirafa y al catequista y las chicas del pueblo.
Escribir es, entre otras cosas, creo, y solo para mí, hacer que lo contingente, lo azaroso, lo que está ahí porque se le canta, se vuelva necesario. Que lo que se haya dicho porque sí, de repente se diga por algo. Imposible de explicar, inexistente en otra parte más allá del cuento. De las palabras del cuento. Sólidas, posibles, verdaderas, raras, como una jirafa.
No hace falta imaginar otros mundos. En algún lugar de este planeta de teléfonos luminosos y ensaladas con aderezo, de océanos pintados en mapas y picaportes de bronce, separan de su vaina las semillas, con una lengua violeta, para tragarlas y alimentarse, estirando sus cuellos, las jirafas.
El profesor de catecismo nos plantaba en la cara animales salvajes como tortas de crema. No es posible el universo del azar, un mundo sin Dios que contenga la complejidad de un leopardo, un rinoceronte, una jirafa. No hay ciencia ficción, ni teoría científica que pueda empatar en imaginación, delirio y exactitud al Plan Divino. El profesor de catecismo, a nosotras diminutas, apenas probándonos todavía el cuerpo, con un dulzor lácteo que permanecía en el paladar dándole a todo el olor y el sabor de nuestras madres, nos ponía enfrente la verdad innegable de su fe: Dios ya había inventado el misterio en todas sus formas, con todo su detalle y precisión. Lo que nos quedaba por hacer, el poco tiempo que nos tocara en gracia, era admirar su grandeza insondable.
Lo que el profesor de catecismo nos decía en la iglesia, como todo lo demás antes de los siete años, se había ido coagulando en una pelusa gris pegada en los subsuelos sin luz que había escarbado al fondo del fondo de mi memoria. Una manchita de nada era, una lámpara cruda colgando del techo de un cuarto de herramientas en el campo abierto.
No tenía sonido en mí la voz de ese tipito engominado, con camisas de manga corta y corbata recta. Tan americano él, tan testigo de Jehová, tan vendedor de autos. La forma de ir y venir por el frente del aula haciendo chirriar los zapatos de cuero, esa marcha encrespada de pato. Con el resto de las cosas, lo había dejado estar ahí en ese sótano oscuro al fondo de lo que me acordaba de mí cuando yo era aquello: una nena en el jardín, las tardes con olor a sopa y grasa fría en el patio, la náusea constante, el miedo a no ver nunca más a papá y mamá, las ganas de saltar la pared blanca. Pero deshizo el olvido: subió alguna escalera invisible, abrió la puerta y gritó; salió desplegando todo el amaneramiento de sus gestos, hecho de repente luz y nitidez de nuevo el profesor de catecismo, la tarde en la que, en el cine, unos años después, apareció la jirafa.
Era un sábado, seguro. Estábamos en el Regina, solas nosotras y solos los chicos, cada cual con su bolsa de papel madera llena de pochoclos, su botellita de Coca Cola o de Fanta. La tarde entera: tres películas. La primera, más corta, de dibujos animados serios con tramas clásicas; la segunda, de ciencia ficción, de aventuras, en todo caso, siempre confusa, mal hecha, y la tercera, otra vez, un dibujo, pero de los de la tele: Silvestre, el Coyote y el Correcaminos, Bugs Bunny, de vez en cuando (me encantaba), Super Ratón. En Arrecifes, nuestros padres no tenían otro lugar donde encerrarnos sin sol, ni calle, ni campo, para estar tranquilos. Salvo la escuela y el cine, todo lo demás estaba hecho sin paredes.
Caminábamos sueltos igual, por los pasillos alfombrados; los más grandes, iban al baño a fumar: sabíamos que el lugar era nuestro. Había, sí, dos chicos más grandes con sacos púrpuras, con linternas; estaba el señor que nos vendía el pochoclo y las gaseosas y el maní con chocolate, otros adultos en camisa y pantalones negros, pero nos dejaban hacer. Estaban aburridos de estar ahí. Salvo que alguno se rompiera la nariz, que dos se agarraran a las piñas, nada más podían fumar, escuchar la radio, hablar entre ellos siempre de lo mismo. Todos en el cine: los padres afuera, nosotros adentro, los chicos, los adultos, cada cual en sus cosas, esperábamos a que pasara el tiempo.
En los baños, habían armado los espejos imitando a los de los camarines: enmarcados con bombitas de luz redondas y amarillas. A las chicas nos gustaba ir a los baños para mirarnos en esos espejos de estrellas hollywoodenses y hacernos muecas. Movíamos los párpados y repetíamos frases que nos acordábamos de las películas: “La vida sería una maravilla, si supiera qué hacer con ella”; “Cuando pierdo la calma, cariño, no hay lugar en donde puedas encontrarla”.
En uno de esos espejos, en un baño del Regina, vi por primera vez a la jirafa. Las pezuñas debajo del marco de la puerta de un cubículo, el cuello largo haciendo un esfuerzo por acomodarse al techo demasiado bajo. Hociqueó y rebuznó; hizo un ronquido que yo no sabía que hacían las jirafas. Me marcó un lugar, un recorrido, me llamó al movimiento. No tuve miedo. No tuve que explicarme que no tuve miedo. No tuve que explicarme nada. La seguí.
Caminaba en el reflejo de los vidrios, de los azulejos, se desvanecía en lo opaco. Una sombra al revés, una luz animal que trotaba.
Me llevó hasta una puerta nueva. Al costado de un costado. Entraban a ese lugar un hombre y una nena, había algo turbio, cerraban con llave. La jirafa me llevó de ahí a otro pasillo largo, me dejó quieta con ella, me señaló un grupo de gente. Busqué un adulto cualquiera y encontré a uno de uniforme blanco, con gorra de marinero, con la camisa manchada de café y migas acarameladas. Le conté lo que había visto. La puerta, el hombre, la nena, la llave. Me agradeció el adulto, me dijo que fuera tranquila, que volviera al cine, se quedó haciendo guardia del lado de afuera de la puerta. Yo volví a la sala, daban una del Pato Donald y las ardillas. No había manera de que Donald pudiera quedarse con una de esas nueces. La jirafa se había ido.
***
Hubo otra vez. Una tarde. Durante todo el tiempo de mi adolescencia, en casa había siempre un sopor de frazadas tendidas y algo cociéndose lento con el fuego azul de las hornallas. Había ese ruido de pajaritos domésticos, de mujeres grandes pasándose frascos de mano en mano. En casa, cuando yo tenía doce, trece años, eran todos los días idénticos y a esa tarde, lo único que la separó de las otras fue el grito de mamá. El tío Gerardo y el tío Roberto habían discutido por plata. Siempre que estaban juntos, se peleaban. Nunca asumían que el trato era justo, que su parte era suficiente. Yo leía revistas en el patio interno y me enroscaba la remera para que me diera el sol en los hombros, en la panza. Las cosas pasaban en otro lado. Oía, sí, pero no entendía del todo la palabra herencia, no sabía decir si eran mucho diez mil o cien mil pesos. Cuando dejaron de pelear, vi salir al tío Roberto. Gritar insultos, dar un portazo. Después, entre el comedor y el patio, vi a la jirafa, parada y quieta en la doble puerta de vidrio. Escuché mi nombre rompiendo el aire, la voz de mamá quebrada en el grito. Que fuera a la calle, que el tío Gerardo se moría, que le pidiera a alguien que nos salvara por favor, que nos diera ayuda.
Mamá, en la pieza grande, empujaba con las manos juntas el pecho del tío despatarrado en la cama, llamaba por teléfono a los bomberos, a una ambulancia, a la policía y yo, como estaba, sin zapatos, transpirada, seguí a la jirafa hasta la puerta, crucé el pasillo corriendo y la perseguí por los charcos en el empedrado, por las vidrieras de Triunvirato, por las ventanillas de los taxis y los colectivos y subí corriendo la escalera ancha de un edificio blanco con una cruz turquesa. Entré en una sala amplia con gente esperando en sillones y grité que me ayudaran, que mi tío Gerardo, que el corazón, que se moría. Me vieron tan desesperada que se aguantaron la risa, pero la tensión se notaba. No un malestar, más bien, una indecisión, un no saber qué hacer conmigo. La jirafa y yo nos quedamos quietas. En ese lugar, no iban a poder ayudarnos. Separándose de su cara el barbijo, un dentista me explicó que ellos no eran los indicados para ese tipo de emergencias. No dijo “emergencias”, el dentista, dijo “situaciones”, dijo “centro odontológico”.
Cuando volví, sola, sin jirafa, sin ayuda, el tío Gerardo ya estaba muerto, tapado con una sábana celeste. Nunca había visto así, cerca y propio, un cadáver.
***
Los ojos de las jirafas son blandos y de un color solo. Parecen la carne de una fruta, un animal marino. No saben transmitir pena, ni felicidad, ni miedo, los ojos de una jirafa. Cuando aparecen de la nada en un espejo, en un vidrio, son el punto desde el que se abre y se despliega el resto del animal. Desde su mirada, la jirafa crece al hocico esponjoso, a las orejas y los cuernos enanos, al cuello y las manchas, a las patas flacas. No son los ojos lo que concentran la atención, como pasa con otros muchos animales. Es el cuerpo imposible, el modo de correr en saltos y de apuntar siempre algo con ese cuello extraterrestre. Todas las veces que apareció la jirafa yo la seguí. Me llevó a un árbol de moras envenenadas, a la única playa en la que vi un ahogado, a un terreno baldío en el que le sacaban con un cuchillo la piel a los gatos. La jirafa me llevó a un cuarto sin ventanas para que me pusieran un trapo en la boca y anestesia; a la luz celeste de un tren que a la noche deshizo un cuerpo; al lugar en el que tiran, cuando se pudren, todas las flores de los cementerios. Yo pensaba, por formación, por herencia, que la jirafa era un milagro, una señal de Dios. Yo me sentaba en cuclillas en el sótano iluminado de golpe a escuchar otra vez al profesor de catecismo hablarnos del azar imposible. Yo esperaba que fuera él y me dijera, o la jirafa, alguna vez. Yo seguí a la jirafa cada vez porque estaba ahí, porque estar ahí era parte de un plan. Porque, con lo que nos toca, hay que hacer algo. Pero crecí, y con los años desarmé la urgencia, dejé las corridas, la miré cincuenta veces a los ojos, la acompañé tranquila, sin apuros y vi que en los ojos de la jirafa no hay nada. Cada vez que aparece, la jirafa me mira igual. Muda y sin contrastes, señala un horror específico, me pone en aviso de lo que ella tampoco entiende. Con lo que es, con lo que tiene, la jirafa hace lo que le toca. Abandonada por Dios, insiste.