Ahora hace bastante que no lo hago, pero antes iba a la casa de mi hermano casi todos los días. Solía llevar facturas con crema y membrillo, que eran las que nos gustaban de chicos, y tomábamos algo con su mujer mientras los nenes hacían los deberes frente al televisor. Hablábamos bastante; aunque, si lo pienso mejor, el que hablaba era yo. A la mujer de mi hermano le gustaba escuchar anécdotas, los fragmentos de ese pasado del que no había sido protagonista ni testigo. Era su manera de encarar las cosas y, en cierto sentido, a mí también me cambiaba el ánimo.
Los chicos se portaban mal. Solían pelear bastante y Tiago, el de nueve, hacía llorar a Benjamín, que era menor y le tenía miedo. La mujer de mi hermano se cansaba de retarlos. Nunca les pegó, al menos nunca delante de mí, pero les levantaba la voz y les decía las cosas de mala manera. Ellos me miraban con bronca, los dos, y se quedaban sin comer ni decir nada hasta que Tiago se animaba a preguntar si podían irse al patio. Entonces, la mujer de mi hermano hacía una sonrisa lánguida y los dejaba salir.
Andrea, mi esposa, nunca lo supo, pero yo les pasaba algo de plata. Tampoco era tanto. En esa época, la mujer de mi hermano estaba muy ajustada con las cuentas y lo que cobraba de la pensión se le iba en la obra social y en las cuotas del colegio. Con su trabajo, que ahora era de medio día, apenas le alcanzaba para comer. Alguien debía encargarse de saldar las deudas que habían quedado. Estaba en riesgo la casa y, si perdían el techo, iba a ser peor para todos.
Una tarde en que nos pusimos a ordenar papeles, encontramos los registros de la 22, el 38, la escopeta y el máuser. La mujer de mi hermano debía ir a renovarlos. Le habían enviado una notificación, pero no era un trámite fácil. Había que llevar el acta de matrimonio, el certificado de defunción del titular, solicitar el traslado de dominio. Mucha documentación.
Le hablé de un conocido que trabajaba en el Renar y que nos podía ayudarnos a poner las armas en regla. También le pregunté qué pensaba hacer. Fue una pregunta simple, pero ella se encogió de hombros. Después de un rato me preguntó qué haría y yo y, sin esperar a que le respondiera, dijo que lo mejor era venderlas porque los nenes sabían dónde las escondía y cualquier día podía ocurrir una desgracia.
De chico, mi hermano iba al campo a cazar perdices con el viejo. Volvían tarde, medio congelados, con la pickup cargada de bichos muertos que mamá limpiaba y trozaba, siempre quejándose, para después preparar en escabeche.
Mi hermano tenía una puntería prodigiosa. Les daba a los gatos que corrían por el techo, a las loras; hasta le tiraba a los murciélagos, de noche. Pasó del aire comprimido a la escopeta y, después de dislocarse el hombro, el viejo le heredó el fusil. En esa época empezamos a hacer apuestas con los hijos de los peones, con algunos chicos vecinos, más grandes que nosotros. Yo me encargaba de juntar la plata; él, de apuntar y disparar.
Nunca perdíamos.
Mientras cargaba los estuches en el baúl del auto pensé en quedarme con el máuser. Era un arma hermosa, madera de nogal, detalles en bronce. Después de todo, hacía casi cien años que estaba en la familia.
A Andrea le molestaba la situación. Según ella, yo les daba mucha importancia a las necesidades de la mujer de mi hermano y sus hijos. Quise hacerle entender que ellos eran parte de la familia, de mi concepto de familia. Además, no creía estar descuidándola, ni a ella ni al embarazo. Pero a Andrea le parecía una relación poco sana.
Cuando entró en el sexto mes, tuvo una pérdida importante. Nos asustamos. Fuimos a la guardia del Clínicas, donde se estaba haciendo atender, y durante el viaje rezamos. Aunque nosotros no nos habíamos casado por Iglesia y ella ni siquiera había tomado la comunión, le pedimos a Dios que salvara al bebé.
La dejaron internada en terapia. Al otro día, el ginecólogo que la venía atendiendo dijo que el embarazo se había complicado y que Andrea debía hacer reposo absoluto, de veinticuatro horas. Estaban comprometidos los dos, tanto el feto como la madre. Dijo así, feto, como si el bebé fuera una cosa.
Le pedí a mi suegra que se quedara un tiempo en casa. Andrea sacó licencia y se quedó en la cama, pero igualmente le daban puntadas en el estómago. Le dolía. A veces intentaba reprimir las contracciones para mantener al bebé dentro del útero, aunque yo no sabía si hacía bien o mal, ni si era posible hacer fuerza para retener algo que quería en salir.
El parto se anticipó dos meses. Aunque en la ecografía parecía que iba a ser una nena, nació varón. Aún no teníamos el nombre, pero eso era irrelevante. Había nacido sano, con los órganos bien gestados a pesar de ser sietemesino.
De regreso a casa, Andrea me preguntó cuándo vendrían mi cuñada y mis sobrinos a conocer al bebé. Yo la miré sin saber qué decir. De pronto caía en la cuenta de que nunca les había avisado, ni de las complicaciones del embarazo ni del nacimiento. Ni siquiera les había mandado un mensaje para saber cómo andaban.
Cuando llamé por teléfono, atendió Tiago. Hablaba igual que el padre: modulaba mal, aspiraba las eses, cortaba las palabras y sostenía un tono seco, que intimidaba. Le pregunté por la escuela, por sus amigos, y después me cansé de sacarle temas de conversación para sostener una charla que, se notaba, no quería tener. Le pedí que me pasara con la madre. Al rato, la mujer de mi hermano agarró el tubo. Me sorprendió que hiciera tanto espamento cuando le conté la noticia. Me felicitó varias veces mientras se reía y preguntaba por el peso y el largo del bebé. Al final, me mandó un abrazo para mí y otro más grande para la mamá.
El fin de semana siguiente vino a casa, sola, sin los chicos. Trajo ropita usada, una mamadera de vidrio y otra de plástico. Se quedó poco. En determinado momento alzó al bebé con un cuidado excesivo, como si nunca hubiese levantado un chico y se le fuese a caer, y al instante lo dejó en el moisés.
Había perdido peso, se le notaban los huesos de clavícula y los hombros, y estaba demacrada, con unas ojeras que el maquillaje no alcanzaba a cubrir del todo. Andrea se dio cuenta, me hizo gestos.
Ofrecí llevarla de regreso, pero ella prefirió llamar un taxi. Antes de despedirnos les pasé un sobre con algo de efectivo. La mujer de mi hermano no quiso aceptarlo. Murmuró que todo iba mejorando, que estaban saliendo adelante, que dejara de preocuparme. Aunque me hablaba a mí, parecía hablar sola, como si quisiera convencerse a sí misma.
El tipo del RENAR me contactó con gente del Tiro Federal que podría estar interesada en las armas. Me hicieron varias ofertas, y hubo una muy tentadora que me convenció de entregar el fusil. Si mi hermano lo hubiese sabido, habríamos discutido. Supongo que me habría amenazado y yo me habría asustado, como siempre.
Él era así. Cuando el viejo falleció en el accidente, entró a la habitación donde lo velaban. El ataúd estaba cerrado. Como le impidieron quitar la tapa para verlo, se metió en la habitación de mis padres, abrió el ropero y sacó una de las pistolas. Cuando volvió, se puso a maldecir y a insultar, como si solo a él le doliera. Nos miraba con los ojos brillantes, desencajados. Antes de irse nos apuntó a todos y, después oímos que disparaba por ahí.
Lo que me dieron por las armas más un par de pagarés a mi nombre, alcanzaba para saldar la hipoteca de la casa. Eso era lo único que importaba. Si hubiese sido otra clase de persona, seguramente habría conseguido más plata, pero yo nunca fui de los que saben negociar.
Cuando fui a ver a la mujer de mi hermano, encontré todo igual: el televisor prendido, los chicos con los cuadernos de la escuela tirados por el suelo, el mate preparado. Parecía una escenografía montada con desánimo.
Le entregué la plata explicándole que sólo había quedado uno de los 38 sin vender. Había pensado en el Plan Nacional de Desarme. En la propaganda que pasaban por televisión explicaban cómo había que hacer y, según lo que había entendido, daban un incentivo por la entrega.
Tiago se sentó a comer facturas, pero Benjamín se acercó y me tocó el brazo. Me di cuenta de que me miraba con curiosidad, como si quisiera decirme algo y no se animara. Al final, preguntó qué me había pasado en la mano. La madre lo retó diciendo que estaba mal hablar de esas cosas, que era una falta de respeto. Yo le resté importancia y le pedí que le explicara. Entonces ella se puso a contar lo que sabía.
Me reí al escuchar la versión de los hechos que le había dado mi hermano, la misma que habían oído mis viejos cuando me llevaron al dispensario, la que poco a poco se convirtió en algo más verdadero que la misma verdad. Porque, para él, perder el meñique había sido mi culpa. Yo no había agarrado bien el plato, yo había temblado. Mi hermano solía justificarse diciendo que Guillermo Tell había puesto una manzana sobre la cabeza de su propio hijo y había disparado con una ballesta, sí, le había disparado un flechazo a su propio hijo, porque sabía que iba a acertar. Y le había acertado a la manzana justamente porque el chico nunca había dudado de su padre; de lo contrario, la flecha se le habría clavado en medio de la frente.
Tiago preguntó quién era Guillermo Tell. Yo abrí la mano.
Es el que me sacó el pedacito que falta acá, dije.
Los chicos salieron a andar en bicicleta por la vereda. La mujer de mi hermano se levantó de la mesa y llevó el 38 a la piecita de las herramientas, al fondo del patio. Creí que había ido a guardarlo, pero regresó con el tambor abierto y la caja de balas. De pronto, entró a la cocina, buscó un plato y, de nuevo en el patio, lo arrojó para arriba. Se puso a gatillarle, varias veces.
Yo me tapé los oídos y esperé el estruendo que nunca se oyó. El plato se estrelló en el piso. Entonces, la mujer de mi hermano se arrodilló. No entendía por qué no funcionaba. Dijo, entre lágrimas, que ya lo había intentado, que gatillaba y gatillaba, pero las balas no salían.
Noté que el 38 tenía el seguro puesto. La ayudé a incorporarse e intenté tranquilizarla, pero ella me rechazó. Dijo que quería dispararle a ese plato, a ese y al resto de los platos que había en la casa. Dijo que necesitaba destrozarlos a tiros porque esos platos viejos y cachados, que le habían regalado cuando se casó con mi hermano, ya no servían para nada, habían perdido su razón de ser.
Mientras balbuceaba incoherencias, intenté abrazarla. Ella se giró para zafarse y el 38 se le resbaló de las manos.
Al golpear contra el suelo, oímos el disparo.
Nos miramos, miramos alrededor. La bala había dejado un hueco en la medianera, a un metro del suelo. Por suerte, los chicos estaban dando vueltas en la calle.
Le pregunté a la mujer de mi hermano si se encontraba bien. No sé por qué, pero me disculpé. Ella también lo hizo. Después, guardé el revólver en el pantalón. Le prometí ocuparme del tema.
Así están las cosas, murmuró afuera. Yo encendí el auto, para que calentara. Antes de irme les dejé saludos a los chicos y le aclaré que, si necesitaban algo, cualquier cosa, podía contar conmigo. Ella no me llamaría, pero igual lo dije.