Ocho de la noche y, aunque la ciudad todavía funciona con normalidad, ya todos saben... Mi hermana, hace unas horas me dijo, llorando en una videollamada, que allá se están muriendo como moscas.
Ocupo los primeros minutos arriba del auto para hacer mentalmente un listado de las cosas que llevo, de lo que dejo, de lo que hay allá. Pienso en el palto, que quedó en la maceta junto a la única ventana de mi departamento de Paternal, listo para pasar a tierra, pero no en el auto donde acomodé las cosas como un tetris. Era una buena oportunidad para plantarlo en el monte, para ver si sobrevivía a la seca. Pero no puedo pedirle a mi hija que lleve una maceta encima durante ochocientos veinte kilómetros.
Al plasma, sin embargo, lo llevamos. Va agarrado con el cinturón de seguridad al asiento de atrás, como si fuese un tercer viajero, el hermanito que su madre y yo no le dimos a Hortensia. Y junto al plasma va ella, mi hija de nueve años.
Hace cuatro días que no sabemos nada de la mamá: no responde a los llamados, no le llegan los mensajes. Me prometí cuidar a nuestra hija y llevársela cuando todo se normalice. Con Paloma nos llevábamos horrible, pero hubo un acuerdo tácito: frente a Hortensia seríamos amorosos, comprensivos y siempre con una sonrisa.
–¿Por qué no podemos despedirnos de mamá? –pregunta Hortensia.
Le digo, le miento –detesto mentirle a mi hija–, que está trabajando, lejos.
–Pero… papi, ¿no podemos esperarla unos días?
–Es mejor esperar allá.
Por cábala no me gusta decir cuánto tiempo nos va a tomar el viaje. Si todo sale bien, llegaremos de madrugada.
Decidí vivir en el monte antes de que la aglomeración en la ciudad se tornara peligrosa. La gente de pueblo chico hace sinapsis ante los acontecimientos que rompen la rutina, la sinergia vuelve todo noticia; un boca en boca, en muchos aspectos, menos nocivo y apacible. Sé que no resistiría encerrado en el departamento de Paternal. Yo sería aquella noticia del padre irresponsable que termina por exponer a su hija. Prefiero el monte, lidiar con la sequía extrema, con el chusmerío, con las historias que se esparcen como un virus.
Ya lo dijo mi amigo Jacinto, el único chuncano sobrio: vivir en el monte no es para todos. Y no pienso decírselo a mi hija. Que lo vea con sus propios ojos.
Mientras cruzamos el límite de la ciudad con la provincia de Buenos Aires, le cuento a Hortensia sobre la primera vez que dormimos con su mamá en la casa del monte, doce años atrás. Escucha la anécdota sin decirme, a los gritos, que ya se la conté por lo menos una vez por cada viaje.
–Faltaban vidrios en algunas de las ventanas. Yo había visto la tormenta más temprano, en el horizonte, pero pensé que estaba lejos. Nos sorprendió a las tres en punto.
–A esa hora, dicen que si juegas a Granny en Roblox el juego te chupa y te quedas ahí para siempre escapando de la abuela asesina –acota. Me mira y asiente. En otro momento también le regalaría una sonrisa. Hoy estoy nervioso.
–Las tormentas en las sierras de los comechingones eran así: primero una brisa fresca que parecía calma, enseguida llegaba el viento helado, rayos horizontales, truenos, después el agua. Agua bien fría.
–Pero, papi, así son las tormentas en todos lados. Prometiste no hablarme como a una tonta.
–Está bien. Igual –le digo, dedo en alto, y ella me hace una seña para que me concentre en el camino–, aquella vez entraba agua por todos lados. Tratamos de meter toallas en los agujeros, pero fue peor. Estábamos bañados en agua helada, nosotros y la casa. Helada, Hortensia. Hasta se colaron dos murciélagos. Les puse nombre…
Hortensia se ríe a carcajadas, parece que llora, porque a los murciélagos los agregué en esta nueva versión.
–Ahí, cuando más mojado estaba, le dije a tu mamá que la casa algún día nos iba a servir como refugio contra el apocalipsis.
–Ah, okey, pensé que iba a pasar algo más.
Hortensia mira las luces de la autopista y parece hipnotizada. Unos segundos después, achinando los ojos, me pregunta:
–¿“Elapocalipsi” es como cuando atacan los zombies?
–Algo así. Pero solo existen en las películas.
–¿Vos no nos estás haciendo huir de mamá?
–¿Qué? –la pregunta me sorprende–. No, hija…
–Porque mamá no está más loca. Es normal.
–Sí, definitivamente… Yo nunca te diría eso.
–Antes lo decías, yo te escuché.
–No, hija, mamá es la mejor del mundo.
Extiendo una mano hacia el asiento de atrás y Hortensia me agarra fuerte. Y nos adentramos en la ruta, quizá pienso un poco más en lo que no pudo ser. Sobre todo, si acaso este es el último viaje.
Hortensia duerme hace rato. No sabe que la ruta está desierta, no sabe que estoy inquieto. No me gustaría quedarme dormido al volante. Manejar de noche siempre me gustó, pero esta vez no es siempre, esta vez convenzo a quien sea de que manejar de noche es lo peor de la ruta, lo peor del volante. Fumo porro, tomo energizante; cuando me baja, como una manzana. Hago cambiar la química del cuerpo para permanecer despierto. Al rato, otro porro, chocolate y lo que hay en una bolsa repleta de golosinas, caramelos y frutas en el asiento del acompañante. Solo nos detendrá lo imponderable: la nafta, un meo, la policía, que ya me imagino cómo me mirarán si sucede.
Llegamos al límite con San Luis a las tres de la mañana. Afuera, ni los murciélagos. Hortensia bosteza y me pregunta, como contestándose, si trajo las cosas del colegio.
–Despreocupate, descansá.
Nos detienen, entonces, en el control policial de La Punilla. Me piden documentos. Miro a Hortensia por el espejo retrovisor y espero que no se den cuenta de que está atrás. ¿Por qué me preocupo por estar con Hortensia? Fumar me pone paranoico. Tengo domicilio en Traslasierra: me dejan pasar.
Llegamos a las siete. Ya aclaró el día. Once horas al volante. Noventa litros de nafta, una pequeña fortuna. Hortensia duerme. Lo primero que hago cuando bajo es ahuyentar a los pájaros matutinos con el ruido ráfaga de metralleta que hacen mis dedos. Después me paro sobre un tronco caído y veo, por sobre las copas de los árboles, arriba del filo montañoso, el último suspiro del amanecer. Está fresco, estiro los brazos, la espalda y no tengo fuerzas para descargar el auto. Entramos y me tiro en la cama, que me espera igual desde hace cuatro meses, y el polvillo asfixiante no me importa porque en el camino ya pasamos por Sarmiento, que es la cuna del olor a podrido. Los espíritus de todos los pollos de esa granja asquerosa se meten en los autos.
Cierro los ojos, pero Hortensia me dice que tiene hambre, cosa que entiendo, y la convenzo de que comamos algo calentito y después dormimos. Es un buen plan, pero para poder hacerlo tengo que sacar la garrafa –va por afuera, bien a la intemperie– y ajustarla. Es un tubo de cuarenta y cinco litros que parece que pesa más a medida que se vacía. Por el cansancio, la instalación me lleva tanto tiempo que al final vuelve el dolor de espalda.
Me hago un masaje con óleo de árnica y jarilla; no calma del todo, pero ayuda. Lo que sí me ayuda es la tintura madre que hago con mis plantas.
Mientras le preparo el desayuno a Hortensia se me ocurre que, por lo íntimo de la situación, bien podría enseñarle a que se lo prepare ella misma. Le pido que me mire con atención, que me imite. Le muestro cómo encender el fuego, lo repito tres veces para que vea, después le digo que lo intente y ella enciende el fósforo sin drama.
–Eso ya lo sabía –dice, pero se asusta por la pequeña llama y deja caer el fósforo.
–Vamos de nuevo, no pasa nada –digo con calma.
Un poco más segura, enciende otro.
–Ahora, la hornalla –le indico.
Gira la perilla, empieza a salir el gas y estira la mano que sostiene el fósforo con miedo renovado. El brazo avanza hacia la hornalla y ella tira el cuerpo para atrás.
–Dale, apurate que sale el gas. Dale, meté el fósforo.
Vuelve a dejarlo caer.
–Una vez más –le digo alentándola.
Repite el procedimiento y en el último paso duda, estira y saca, duda y sale gas.
–¡Encendelo, nena! –le grito y ella suelta el fósforo, que cae en cualquier lado. Se va corriendo a la habitación. Cierro la hornalla, decepcionado.
La primera lección del monte es toda para mí: bajar unas revoluciones. El contexto me lo hace notar. Mi hija –la versión conformista– sobre todo.
Pongo música en el parlante bluetooth y preparo el desayuno. La voy a buscar, me siento al borde de la cama y –mientras acaricio su pelo enmarañado– le explico:
–Papá de noche escribe. A la mañana tenés que dejarme descansar. Quiero que aprendas lo del desayuno, es solo práctica, pura repetición, ¿puede ser?
–Perdón –dice y se pone a llorar, ahora desconsolada.
Rodeo su cuerpo frágil, después la abrazo fuerte y así nos quedamos por un minuto y algo más. Me doy cuenta de que también estoy llorando, pero es porque necesito dormir. Le digo que no siempre es necesario pedir perdón; la mamá le enseñó que hay que pedirlo por todo, como si fuese parte de las cosas que hay que hacer sin pensar, como respirar, dormir o encender una hornalla.
Entre tostada y tostada me pregunta cómo le puse a los murciélagos:
–Sid y Nancy, chuncanos.
–¡Wow! ¡Qué hermosos nombres! Si es de noche y estoy durmiendo me despiertas, así los conozco.
–¡Claro!
–¿Chuncanos es el apellido?
–No, chuncanos son los que nacieron en el monte, nosotros no nacimos acá, pero lo siento propio.
Al fin me tiro un rato en la cama. No puedo relajarme, aunque ya no me duelan las piernas ni me tiemble el cuerpo ni sienta el pinzamiento en la espalda. Hay hormigas muertas en cada rincón de la casa, lo que no significa que la fumigación esté funcionando; son las hormigas vivas que descartan los cadáveres de sus compañeras. Cuando entré las vi, pero hice de cuenta que no, como si ignorar el problema fuera parte de la solución. Resuena entonces la voz de mi hermana, como hace años, cuando estaba presente en mi vida y, casi suplicando, me decía que no me hiciera el pavote, que dejara de consumir lo que fuera que estaba consumiendo. Lo orgullosa que se sentiría de mí ahora: yo, sacándome a mí y sacando a mi hija del desastre, antes de que el desastre nos agarre a nosotros.
Me duermo con la imagen de una hormiga que cae sobre la mesa de luz.
Me despierto a las tres horas. Es un día hermoso y me siento renovado. Salgo al parque y respiro el aire más rico del universo. Estiro los brazos al sol y sonrío. Lloro, pero apenas. Me río por mi propio llanto. Hablo con Dios, para mí siempre anduvo por acá, dando vueltas por el monte; mi amigo Tato dice que está en el filo de la montaña, bien arriba, donde se pone peligrosa, donde abundan los riscos, los cauces secos y las cuevas. Festejo un rato sin Hortensia, un instante de libertad, y le pido a Dios, entonces, al menos una lluvia.
En el celular tengo muchos mensajes. Aviso que llegamos bien y mando fotos de Hortensia en la casa y en el parque. Mi hermana se pone feliz al saber que ya no estamos en la ciudad y mi vieja, que está en Mar del Plata con su marido, me dice que cuide mucho a su nieta. Por último, anuncio a los amigos del monte que estoy de vuelta. Salvo a Tato, a quien voy a ir tocarle la puerta de sorpresa ni bien acomode todo, aunque me resulta raro que ni Cata ni Rengo hayan venido a saludarnos. Son sus perros, los más buenos del monte. Cada vez que vuelvo están ahí en la galería moviendo la cola. Y más aún si llego con Hortensia. A Rengo lo llamaron así porque cuando era cachorro lo picó una araña viuda negra y tuvieron que amputarle la piernita. Lo salvaron de casualidad. Por lo general, a los perros les pican el hocico cuando lo meten entre la leña seca.
Camino por el terreno y me llega un mensaje de la nieta de don Enzo. Dice que el viejo necesita verme urgente. Pucha, cómo vuelan las noticias. La soledad es un invento citadino.
El último verano fue seco: la naturaleza se salteó la temporada de lluvia. Todo permanece mustio. Hace más de un año y medio que no llueve ni una gota en Traslasierra. Extraño el olorcito a tierra húmeda. Además las compañías de seguro de los paperos hicieron explotar las nubes para que el granizo no arruinara la cosecha y no tuvieran que pagar primas estrambóticas. Una locura, aunque en Burdeos también explotan las nubes para preservar la vid. Si lo hacen allá, son profesionales, aunque no creo que lo hicieran en contexto de sequía asfixiante.
Si toco una hoja se convierte en polvo, los arroyos de abajo pura arena, piedras ajadas, poca vida. De noche es triste no escuchar el ruido del agua correr, de día las piedras desnudan sus formas. Los de acá arriba todavía tienen algo de agua. Aunque la vegetación autóctona es como una masa que avanza y devora lo que le pongan adelante. Es una vegetación verde musgo que en otoño se pone amarilla, anaranjada y roja. El suelo es de mantillo y césped duro, que cuando crece raspa, lastima, y es un dolor de cabeza para cortar, vuelan los pedazos como lanzados por cerbatana. Ser jardinero es un trabajo de riesgo, pero tener jardinero, de este lado de los Comechingones, es para los ricos que vienen de la ciudad de Córdoba, que desmontan y queman porque prefieren el césped como alfombra de casa de country club, con aspersores, alambres de púas alrededor y un chango medio borracho en una garita pintada con cal. ¿En serio creerán que un alambre detendrá las hordas de humanos famélicos?
El tala empezó a meter ramas para abajo. Los romerillos son arbustos del tamaño de los árboles, los espinillos atacan con sus brotes espinudos, hay flores silvestres amarillas, rojas, azules, lilas y violetas, y los nomeolvides están por todas partes. Las espinas están dispersas por el césped alto del parque, se les caen a las cotorras cuando las trasladan para hacer los nidos. También el terreno está lleno de poleo. Estuve haciendo una cura que me enseñó doña Luisa, una curandera que vive más arriba, y que consiste en tomar dos litros de té por día de los yuyos que hay en el terreno que se habita. Y como el terreno está lleno de poleo tomé dos litros de poleo por día hasta que una noche vomité toda la comida con color verde fosforescente.
Por la espalda se me aparece Hortensia en el pijama blanco de calza y me hace saltar del susto. Se ríe y me señala. Se restriega los ojos de recién despierta y me acompaña en el recorrido mientras repasa las plantas que le comento, se llena la calza de las espinas molestas que larga la flor del amor seco en otoño y que son imposibles de sacar.
Regamos juntos el manzano que está cerca de la tranquera, lo justo porque estamos en emergencia hídrica. El manzano se merece agua porque no crece, pero la posibilidad de que no crezca porque, justamente, le doy demasiada agua, y por comodidad, las raíces, para qué van a crecer si tienen lo que necesitan, me atormenta; o tal vez no crece porque la sequía hostil hace lo suyo sobre los manzanos. Lo riego con un balde, la manguera está prohibida, derrocha. El agua suelo dejarla –no esta vez– desde el día anterior para que decante los minerales más pesados de la vertiente. De todas maneras, el manzano no sabe lo que es dar fruto.
Le dejo el teléfono a Hortensia para que juegue, no sin antes avisarle que estamos sin Internet y que los datos, pocos, no van tan bien por esta zona.
–¿Y cómo jugaré a Roblox?
–No jugás.
–¿De qué hablas, güey? –me dice en su mexican youtube.
–Que hasta que no tengamos Internet, si llegamos a tener, no vas a poder jugar.
Y llama a su tía y sé bien de qué le va a hablar, pero también sé que su tía le va a explicar que está en el lugar correcto, que en este momento ningún lugar es mejor que este monte. Su tía, por fortuna, le dirá todo lo que yo no me animo –salvo lo de la mamá, eso sí voy a tener que decírselo yo, pero cuando sea el momento justo, todavía tengo esperanzas de que aparezca–. Cuando corta la comunicación, me doy cuenta, por el silencio de mi hija, por su rostro pálido y lleno de miedo, de que su tía fue demasiado literal. La dejo que procese lo que pueda, como pueda.