Sobre “Aquellos días de tanto frío”, Factotum, 2023
La tapa del nuevo libro de David Voloj insinúa, de algún modo, lo que encontraremos adentro. Hay dos manos espejadas -una encima de la otra, sin llegar a tocarse, que parecieran adrede dejar un espacio libre, como si eso fuera ocupado por otra cosa que no percibimos-. En estos relatos, ese espacio, aparentemente vacío, es colmado por aquello que toca a los personajes y que los descoloca, los deposita en el umbral del absurdo con pinceladas de angustia, ironía, humor.
Si toda vida sucede para desmoronarse -parafraseando a Scott Fitzgerald- en los textos volojianos hallamos algo similar. Eso no implica que los finales felices (por caso, en el cuento “Mi hermano más chico”), la envidia secreta recorra cada tramo de la narración.
En el primer cuento, “Sacrificio”, una perra llamada Simona condensa lo vivido por una pareja que anhela una redención para su historia inconclusa, culposa por momentos. Si algo se pierde y algo se gana en la vida, sin conocer las precisas proporciones, este primer texto es una buena vara que trabaja con sutileza ese magma imposible de contabilizar. Simona hace de paraguas, de cono de sombra y luz; la lectura nos revela las inconstancias, tesones e imposibilidades a las que nos someten las decisiones que tomamos.
En la escritura de David Voloj hay algo de Boccaccio mezclado con César Bruto: es una vibración del absurdo que corre por una cinta oculta y que develamos cuando ya estamos dentro de ella. Hay una precisión (creo que ahí está el juego del autor y su esfuerzo estético) en hacer ingresar al lector en esa absurdidad que nunca es totalmente disparatada. Al contrario, es más bien confortable y, por tramos, asombrosa. Con esto no digo que no haya intemperie, porque la hay, pero es cubierta por una delgada capa de sentido que se añade a aquello que, por momentos, cuesta soportar.
El espacio de aire que hay entre las manos de la foto de tapa es el espacio del juego, la crítica mordaz a las convenciones y el sentido común, la ternura. Esta última esfera aparece tematizada en casi todos los cuentos; me detengo en dos de ellos. Uno es “Guillermo Tell” y el otro “Mi hermano más chico”. En el primero el narrador nos cuenta que -a escondidas- ayuda económicamente a su hermano y familia, una cuya cotidianeidad “Parecía una escenografía montada con desánimo”. El acercamiento del narrador a su hermano y por ende a su cosmos cotidiano se sostiene por un hilo de infancia compartida cuya historia nuclear y heroica leemos un poco en lontananza, y cuya carencia material, física, se patentiza en la mano del narrador (nuevamente la tapa). El hilo de la fraternidad está asimismo en el otro texto. El narrador anhela esos estados idílicos y de aventura con el hermano más chico.
“Siestas en casa” corre por una línea risueña sin perder lo inquietante. Existe una máxima del cuento que indica que no se nos debe decir directamente algo que es central en la historia, que está, porque es el lector quien debe descifrarlo; baste pasar por Cheever, Chejov o Uhart. Un par de hermanas que se plantan en la entrada de la casa del narrador moverán todo el amperímetro del cosmos de pareja. Promediando el final, encontramos una frase que sintetiza parte de la estética del autor. El narrador afirma: “Me reía al hablar, como me pasa siempre que algo me desborda”. Esos desbordes vibratorios en lo cotidiano tiñen los textos.
El título “Recurso de amparo” juega con la ambigüedad. Está lo legal pero también el cuidado del hijo adolescente travieso que se ha metido -junto a otros compañeros de escuela- en problemas con redes, fotos, sexo y “likes”. El cuento aprieta esa tecla de sentido común institucional, escolar, familiar para luego cachetearnos con los modos en que se instala no sólo la hipocresía sino también la forma en que -señalan- debemos comportarnos en sociedad. Traigo nuevamente los ejemplos de Boccaccio y de César Bruto: el deseo, las vivencias en la plaza y el mercado, el rol de la mujer, proyectan una nueva perspectiva de los vínculos en la Edad Media; por su parte los textos de César Bruto (referente de Cortázar y primer epígrafe de Rayuela) juegan en los bordes ortográficos el sentido común institucional, escolar, familiar.
En “El sueño que no pudimos compartir” como en el cuento que da nombre al volumen encontramos una abnegación que tiene de inmolación, y un paso de comicidad que reconocemos cuando ya estamos en el baile. Al inicio del primero nos enfrentamos con “una situación que alguna vez nos fue familiar y que de pronto se ha vuelto extraña”. Para saber si aparecemos en los sueños de los que deseamos, debemos preguntarlo estando despiertos. Casi un chiste. Ciertos videos de especies animales, de cómo tratan a sus hijos y cómo los crían, mediados por la relación padre-hijo con una madre ausente es el hilo conductor de “Aquellos días de tanto frío”. La interrogación aquí está puesta en la cuota de maldad ¿inocente? que podría haber en alguien que hace por amor algo indebido (no dije incorrecto) según los patrones morales establecidos. Aun cuando intenta mover la situación para saldar las deudas afectivas la cosa no sale bien. Ese desborde del cosmos cotidiano instala ese absurdo que emerge al acorralar las convenciones y llevarlas al límite.
“Cerca del mar” es la reversión temática y juguetona de “El sueño que no pudimos cumplir”. Un padre que no puede mantenerse en pie porque se duerme instantáneamente genera todo tipo de peripecias. Ahora bien, la niña narradora dice que su papá vive en esa condición “porque mi papá trabajaba cada vez más”. La situación en la que se halla el hombre hará que toda la familia cambie su rutina. He allí cómo lo ilógico hace ver las cosas desde otro lugar, como detenernos a mirar el horizonte, “esa línea donde el cielo y las nubes se confunden con el agua”.
“Recluta de profetas” es el último texto. Un viejo tiene una extraña teoría que pone en práctica tras una infausta tragedia familiar, y que se resume en un silogismo que busca penetrar los arcanos de la fe: ¿cómo nos convence alguien de su fe cuando ya la ha perdido?
Los personajes de Voloj son humanos, por momentos demasiado: “y aunque hiciera fuerza para aferrase al odio, su debilidad estaba por ganarle la pulseada”. En esa ingente exploración de la comunicación, en el esfuerzo para confraternizar y morar en el otro, habitar un espacio común con un lenguaje común, nos movemos desde fuera -leyendo esta literatura- como una graciosa pantomima que contempla y se permite “una risa capaz de alegrar a los huérfanos”.