Asunto Impreso

Cómo dibujar una novela, incluida tu vida

Por Bruno H. Piché

Entre mis fantasías editoriales, las cuales no incluyen por cierto la muy borgiana e infernal biblioteca babilónica, infinita, se halla preparar una imposible antología con los que considero, así, por fuerza de naturaleza arbitraria, los mejores inicios de novela. En “La bruma inicial”, inmejorable título de un ensayo ahora dedicado al tema, el cual forma parte de un puñado de ensayos espléndidos reunidos en el libro Cómo dibujar una novela, el narrador y —recién estrenado— ensayista, Martín Solares, acomete la no menos imposible tarea de explicar —es decir, de no ser arbitrario, o lo menos que se pueda— los razones sobre las cuales se sostiene, o no, un buen inicio de novela. 

 

Entre mis fantasías editoriales, las cuales no incluyen por cierto la muy borgiana e infernal biblioteca babilónica, infinita, se halla preparar una imposible antología con los que considero, así, por fuerza de naturaleza arbitraria, los mejores inicios de novela. En “La bruma inicial”, inmejorable título de un ensayo ahora dedicado al tema, el cual forma parte de un puñado de ensayos espléndidos reunidos en el libro Cómo dibujar una novela, el narrador y —recién estrenado— ensayista, Martín Solares, acomete la no menos imposible tarea de explicar —es decir, de no ser arbitrario, o lo menos que se pueda— los razones sobre las cuales se sostiene, o no, un buen inicio de novela.

 

 

De hecho, el propósito del ensayo que Martín Solares le dedica a los inicios de una novela tiene que ver más, me parece, con la variedad (infinita) de técnicas utilizadas para adentrarse en ese mundo delirante y a la vez ordenador del caos del mundo que son las novelas; sin embargo, Solares logra de paso reunir algunos inicios, o arranques, como atinadamente les llama, de novela que bien caben en mi antología imaginaria, así por ejemplo: Paul Auster en Leviatán, Ítalo Calvino en Si una noche de invierno un viajero, Thomas Bernhard en El sobrino de Wittgenstein, Truman Capote en A sangre fría, James Joyce en su Ulises, Cabrera Infante en Tres tristes tigres, Salinger en El guardián entre el centeno, Bioy Casares en La invención de Morel, los decimonónicos Stendhal en La cartuja de Parma y Flaubert en La educación sentimental (explica Solares: “mientras que los novelistas del siglo XIX planeaban alrededor del objetivo, los narradores de la segunda mitad del siglo XX gustaban de comenzar a mitad de la acción”),  el alargado, expansivo y ambicioso inicio de El hombre sin atributos, de Musil (quizás una rara mezcla de los arranques propios de los siglos XIX y XX).

 

A los inicios seleccionados por Martín Solares en su ensayo “La bruma inicial” (he mencionado sólo algunos) yo agregaría, igualmente, el arranque extraordinario de Moby Dick, en el cual un atribulado Melville escribe, de manera no menos atribulada:

 

Llamadme Ismael. Hace unos años —no importa cuánto hace exactamente—, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación. Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un noviembre húmedo y lloviznoso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez que la hipocondría me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero a los transeúntes, entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustitutivo de la pistola y la bala.

 

En mi antología imaginaría, entre los decimonónicos aparecería, proveyendo la misma bruma que suele cubrir a las islas británicas casi todo el año, el arranque de Historia de dos ciudades, de Charles Dickens, el cual constituye en sí mismo el nucléolo de una historia más vasta, aspiración que, me atrevo a afirmar, comparten todos los inicios de todas las novelas:

 

Era la mejor y la peor de las épocas, el siglo de la locura y de la razón, de la fe y de la incredulidad; era un periodo de luz y de tinieblas, de esperanza y de desesperación, en la perspectiva del horizonte era más esplendente y la de la noche más profunda, en el que se iba en línea recta al cielo y por el camino más corto al infierno; era, en una palabra, un siglo tan diferente del nuestro que, según la opinión de autoridades muy respetables, sólo se puede hablar de él en superlativo, tanto para bien como para mal.

 

De regreso al continente y al siglo XX, mi personal selección de inicios de novela preferidos incluiría, por fuerza, el impersonal e intimista arranque de una novela que es, a su manera, todas (o casi todas) las novelas. Me refiero a La vida instrucciones de uso, del gran George Perec:

 

Sí, podría empezar así, aquí, de un modo un poco pesado y lento, en ese lugar neutro que es de todos y de nadie, donde se cruza la gente casi sin verse, donde resuena lejana y regular la vida de la casa. De lo que acontece detrás de las pesadas puertas de los pisos casi nunca se percibe más que esos ecos filtrados, esos fragmentos, esos esbozos, esos inicios, esos incidentes o accidentes que ocurren en las llamadas «partes comunes», esos murmullos apagados que ahoga el felpudo de lana roja descolorido, esos embriones de vida comunitaria que se detienen siempre en los rellanos. Los vecinos de una misma casa viven a pocos centímetros unos de otros; los separa un simple tabique; comparten los mismos espacios repetidos de arriba abajo del edificio; hacen los mismos gestos al mismo tiempo: abrir el grifo, tirar de la cadena del wáter, encender la luz, poner la mesa, algunas decenas de existencias simultáneas que se repiten de piso en piso, de casa en casa, de calle en calle.

 

Mi antología personal con los mejores inicios de novela no puede obviar el arranque de Las aventuras de Auggie March, de Saul Bellow, el cual aspira al estilo y cuyas primeras frases, en la tipología tentativa de Martín Solares, anuncian el tono y forma del resto del libro:

 

Soy un estadounidense, nacido en Chicago, esa ciudad sombría, Chicago, y encaro las dificultades como he aprendido a hacerlo, sin rodeos. Así será esta crónica, pues: de estilo libre; el primero en llamar, es el primero en ser atendido, sea su llamado inocente o no tanto. Dice Heráclito que carácter es destino, y al final no hay forma de disfrazar el propósito y naturaleza del llamado, sea almohadillando la puerta o enguantado los nudillos.

 

En su sugerente ensayo, Martín Solares incluye, sobre todo, novelas de los siglos XIX y XX. No es extraño: ese es el espacio temporal en el cual, digan lo que digan de Homero y su Odisea, la novela asume el irrebatible lugar en la conciencia y preferencia del ese otro personaje que está dentro y fuera de todas las novelas: el lector.

 

Pero, ¿qué pasa en el siglo XXI? Para ofrecer un intento de respuesta, veamos los arranques de novela que mi antología imaginaria, en ocasiones puertas tórridas para ingresar a un tiempo rebuscado, en otras más bien disparos certeros que buscan, intencionalmente, no dar en el blanco, o dar en un blanco que nos sugiera que no hay tal cosa como un blanco, que todo está en movimiento, en esta, nuestra edad del vértigo.

 

Así por ejemplo, el inicio de A ciegas, del triestino por excelencia cuya ciudad de origen es, la mente del lector, la frontera de todas las fronteras, Claudio Magris:

 

Querido Cogoi, a decir verdad no estoy seguro, por más que haya sido yo quien lo escribiera, de que nadie pueda contar la vida de un hombre mejor que él mismo. Claro que esa frase tiene un signo de interrogación; es más, si no recuerdo mal —han pasado ya tantos años, un siglo entero, el mundo aquí alrededor era joven, un amanecer húmedo y verde, aunque ya era una prisión—, lo primero que escribí fue precisamente ese signo de interrogación, que afecta a todo lo demás.

 

En esa misma tesitura, el inicio de Nos acompañan los muertos, de Rafael Pérez Gay —a mi (arbitrario) gusto una de las mejores novelas con que la literatura ha desembarcado en el siglo XXI:

 

Todos hacemos lo contrario de lo que alguna vez quisimos. Ésta es la clave del destino y al mismo tiempo una ley de la historia. Lo digo rápido: acaban de leer un aforismo de Cioran, la marca de mis días y el emblema extraño del presente y pasado de México. Lo que deseé con el corazón se incumplió en alguno de sus opuestos; lo que quise profundamente con el arma de las razones de consumó en su reverso irracional, aquello que creí a pie juntillas se desvaneció en el aire.

 

Por último (ya va siendo hora de pasar a otra cosa, que llevo conmigo, adondequiera, muchos arranques preferidos de novela y entonces no pararíamos), un par de inicios no menos emblemáticos y declarativos, suerte de avisos acerca de los infinitos peligros y salidas del laberinto que se ocultan, se comunican, en ocasiones se resuelven, en el pasado, el presente y, como no podía ser de otra manera, el futuro mismo:

 

Nick Cave en The Death of Bunny Munro:

 

“Estoy jodido”, piensa Bunny Munro en uno de esos momentos súbitos de autoconsciencia, reservados para quienes van a morir pronto. Siente que en algún punto del camino ha cometido un grave error, pero este descubrimiento dura lo mismo que un latido de corazón, y se va, dejándolo en una habitación del Hotel Greenville, sin otra cosa que sus calzones y sus apetitos. Cierra los ojos e imagina una vagina cualquiera, se sienta en el borde de la cama, lentamente se recarga en la acolchonada cabecera. Se coloca el teléfono móvil bajo el mentón y rasga con los dientes el sello de una botella miniatura de brandy. Vacía la botella en su garganta y la arroja al otro lado de la habitación. Tirita y siente náuseas mientras dice al teléfono: “No te preocupes, amor, todo va a estar bien”.

 

Un contundente disparo hacia otro tiempo, otra vida que nunca dejará de resonar como el de un graznido de un cuervo, el de Édouard Louis en Para acabar con Eddy Belleguelle:

 

De mi infancia no me queda ningún recuerdo feliz. No quiero decir que no haya tenido nunca, en esos años, ningún sentimiento feliz o alegre. Lo que pasa es que el sufrimiento es totalitario: hace desaparecer todo cuanto entre en su sistema.

 

Referí párrafos arriba que el tema es (o parecer ser) la variedad de técnicas para arrancar una novela. Empero, la radical originalidad del ensayo de Martin Solares acerca de los inicios de novela, si bien asentada en la búsqueda de argumentos que expliquen las “estrategias” (yo prefiero llamarles decisiones) que adoptan los novelistas para comenzar a contar una historia, no omite los efectos que dichas estrategias tienen en el lector, en tanto ocurra ese accidente fríamente calculado en el que éste logra engancharse, pasiones o pulsiones mediante, a la primera frase, de ahí a la segunda, la tercera y a las que siguen. No es asunto menor, el de la atención del lector. Martín Solares lo aborda, si se quiere, de manera indirecta, al inicio de “La bruma inicial”, mismo que cifra también, como una serpiente que se muerde la cola, el final de su magnífico ensayo.

 

No invento nada. Lo dice puntualmente:

 

Cuando uno atraviesa el umbral de una novela, con frecuencia tiene la impresión de haber entrado a un banco de niebla. Poco a poco nuestros ojos se acostumbran a ese torbellino y uno logra descifrar ese primer golpe de bruma. Lo importante es que el lector se sienta sorprendido, conmocionado, auturullado por la imagen inicial. Que lo obligue a disminuir de velocidad y a buscar la explicación del enigma. Que reconozca que ha entrado a un mundo donde todo parece más concentrado o difuso y las cosas ocurren de otra manera. Que se pregunte: esto que estoy leyendo, ¿de dónde proviene? ¿En qué lengua fue escrito?

 

 

Para ensayar una explicación a estas preguntas, a cuanto sucede una vez cruzado el umbral de la novela que el lector acaba de comenzar, o aún más, para intentar dar cuenta de la experiencia estética y vital (muy vital, pues para el autor de Cómo dibujar una novela, al igual que para Alberto Manguel, la lectura de una novela supone la aventura del viaje y sus múltiples asombros) que significa cruzar dicho umbral y nunca más salir de él en tanto no es imposible que la lectura de una novela nos cambie la vida y logre transformarnos, incluso sin estar del todo conscientes de ello, Martín Solares propone mediante el muy monterrosiano recurso al dibujo (sólo en apariencia) amateur, ver en ciertas novelas distintas clases de automóviles: los setenteros Chevrolet Impala y Ford LTD para la novela extensa, decimonónica, los modelos coupé para el tipo de novela que reduce la carga de detalles y sugiere al lector el o los posibles finales de la historia que se cuenta, hasta llegar a la que llamaría la novedosa novela modelo Smart, muy siglo XXI y miniatura, donde los detalles y los grandes giros han sido reducidos al mínimo, de manera tal que la novela que el lector tiene entre sus manos puede llevarlo igualmente por muchos y muy variados caminos, con tan sólo dos o tres referencias imprescindibles. Con lo cual hemos llegado, no lo sé ni intentaré responder a semejante pregunta, a un estado previo a la novela capaz de violar la segunda ley de la termodinámica, en otras palabras la novela que se impulsa a sí misma, la novela-perpetuum mobile.

 

Cabe decir que para cada modelo de novela, Martín Solares propone su correspondiente representación gráfica, para cada forma novelesca que intuye o retoma de alguna referencia erudita (Thomas Pavel, Maurice Blanchot, Umberto Eco, Bajtín, desde luego), el ensayista encuentra asimismo la forma en que aquella puede ser dibujada. Sería indigno de los juegos imaginativos que propone Martín Solares reproducir aquí el resultado de estos ejercicios, con los cuales se puede estar o no de acuerdo. Pongo dos ejemplos. El primero es, sobre todo, una duda: a veces me parece que en el diseño de los arriba señalados modelos Impala, LTD, coupé y el apenas automóvil Smart, se corre el riesgo de confundir o pasar por alto lo que podríamos llamar una cierta voz narrativa, atractiva de suyo, montada en una bella máquina que no irá muy lejos sencillamente porque la historia que cuenta es irrelevante, trivial, fútil: en otras palabras, el sonido del motor es agradable al oído, pero el artefacto no serviría para recorrer siquiera cien metros —a menos que el lector se conforme con una historia que da para cien metros, lo cual es cosa del lector, si bien para ello mejor recurrir a Carl Lewis. Segundo ejemplo: Martín Solares se fía (no es reclamo: apenas aviso) de autores cuyo prestigio es innegable, pero precisamente dicho prestigio condiciona la forma en que nos acercamos a ellos, o para decirlo con el autor de Cómo se escribe una novela, nos adentramos en la bruma inicial de sus narraciones. En este sentido, extraño en el libro una mención al dudoso valor, a la imposible permanencia en nuestra memoria de lectores de aquellas obras mal recibidas y arrinconadas en el cuarto de lo inservible. Se trata de una carencia menor, pues Martín Solares habría repetido, de una u otra manera, el sabroso ensayo que Salvador Elizondo dedicó al tema: “En defensa de lo desprestigiado”.

 

Empero, como en su alegato acerca de la novela perfecta, o dicho con mayor precisión, en su defensa de los novelistas más aptos como aquellos que logran multiplicar al lector cuando éste se dispersa (sin que nadie le pida permiso) en una narración, o bien en su ensayo acerca de la luz que logra iluminar u oscurecer a los personajes de una novela, hay en la escritura de Martín Solares una apuesta que es (lo ha sido siempre) también una botella arrojada al mar por un náufrago, cansado de sí mismo y de su soledad, que comienza a encontrar en el silencio una cierta (agradable) compañía: “Quizás por eso seguimos leyendo y escribiendo: porque nada se compara a ese momento perfecto en que descubrimos a nuestro otro yo, ese ser más libre y arrojado al que llamamos personaje.”

 

O para decirlo con Michel Butor, un autor caro al narrador y ensayista Martín Solares: “La diferencia entre los acontecimientos de la novela y los que corresponden a la vida, reside no solamente en que nos es posible verificar éstos, mientras que no podemos alcanzar a aquellos si no es mediante el texto que los suscita. Aquellos resultan, para utilizar una expresión común, más ‘interesantes’ que los reales. La aparición de estas ficciones corresponde a una necesidad, cumple una función. Los personajes imaginarios llenan los espacios vacíos de la realidad y arrojan luz a ésta.” (“Le roman comme recherche”, en Essais sur le roman, 1964)

 

Vale decir igualmente que la originalidad en los ensayos contenidos en Cómo dibujar una novela reside igualmente en las indagaciones que emprende su autor acerca de los procesos que giran alrededor de eso que llamamos la escritura creativa y que puede asumir distintas formas, además de la novela.

 

No me pregunten cuántos ensayos sesudos he leído acerca de la transferencia de los muchos recursos de la ficción novelesca a las series de televisión, de la mismísima migración de los escritores de probables novelas a rentabilísimas y muy bien secuenciadas temporadas de The Sopranos, Lost y Breaking Bad: revistas enteras con (babosos, la mayoría de las veces) contenidos dedicados al tema. En su peculiar manera de escribir ensayo podando el árbol, Martín Solares plantea los giros y transformaciones fundamentales, sin ninguno de los (necesarios y muy esclarecedores) vericuetos con los que, en cambio, dibuja: “Lejos de las novelas que se concentran en desarrollar un lenguaje muy literario, a principios del siglo XXI algunas series de televisión retomaron el sentido novelesco decimonónico, el gusto por la sorpresa constante, sus métodos para aumentar el interés del lector, y con ello le demuestran a los practicantes de la novela el olvido en que han mantenido ese aspecto esencial de su arte. E hicieron algo más: retomando la parte esencial de las novelas del siglo XIX, hicieron de la novela un producto popular que tenía un refinamiento artístico innegable, capaz de fascinar incluso a los novelistas más exigentes.”

 

En su brevedad, Cómo dibujar una novela es un libro vastísimo, cuyos ensayos en ocasiones rayan en la narración, cuentan la historia de una historia. Por ejemplo el ensayo dedicado a reconstruir, por así decirlo, el proceso de correcciones que sufrió la novela Pedro Páramo. En “Viaje alrededor de un relato”, el lector asiste a una intrincada historia contada con pericia narrativa, una suerte de crónica que persigue a Juan Rulfo y de la cual se desprende, a la manera de la primera secuencia de la película Death Man, de Jim Jarmusch (secuencia que es en sí misma una película), que Pedro Páramo es, entre muchas otras cosas, una novela poblada de muertos y fantasmas que, por efecto de los trabajos nocturnos del novelista más callado y taimado de México (de esos ya no hay muchos, ahora imperan los autodenominados “rockstars”), logra activar una borrosa frontera en la que la vida y la muerte cohabitan en la conciencia del lector, no pocas veces confundido.

 

 

Del cronométrico ensayo acerca de Pedro Páramo que escribió Martín Solares, queda claro aquello que el lector entrevé en el alma de, por ejemplo, Jean Valjean: es posible crear personajes en los que la luz entra por un lado, y las tinieblas, por el otro.

 

En algún lugar, en algún ensayo, John Berger escribió que cuando el dibujo es una actividad imperiosa, el artista descubre que se trata de un proceso que corre en dos direcciones. “Dibujar es no sólo medir y consignar, es también recibir.” Quien mira los ensayos dibujados o los dibujos ensayados de Martín Solares, recibe una cordial invitación: lárgate ahora mismo a leer una buena novela, la que quieras, pero piérdete o gánate la vida en esos otros mundos que todavía llamamos ficción.  

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