UNA TEORÍA EVOLUTIVA
Cuando uno escribe su primera novela, el arranque suele ser tan largo como el capó de los automóviles de los años sesenta: “La pequeña población de Verrières puede pasar por una de las más bonitas del Franco Condado. Sus casas blancas con sus techos…” y de allí a interminables pormenores, antes de entrar en materia, como ciertas novelas del siglo xix. A veces el narrador se tarda capítulos enteros antes de presentarnos al personaje central: describe cómo es el lugar en que creció el héroe de la trama, qué hay que hacer para llegar a su casa, qué dificultades debe superar el visitante, etcétera. A su vez, el final de estas primeras novelas puede ser tan ostentosamente extenso como la parte posterior de uno de estos vehículos, lleno de posdatas, explicaciones innecesarias y remates:
Si la autocrítica nos beneficia, poco a poco comprendemos qué arriesgado es apelar a la paciencia de los lectores contemporáneos durante decenas de páginas. Recortamos estas entradas y estos finales, y nuestras novelas se vuelven un poco más compactas. A veces incluso comienzan a mitad de la acción y no es raro que la narración se detenga antes de contar el destino final del protagonista, permitiendo que sea el lector quien imagine el desenlace, como ocurría en muchas novelas escritas a mediados del siglo xx:
A principios del siglo xxi, novelistas como Aira, Bellatin, Enrigue, Manjarrez o Zambra van más allá: buscan miniaturizar sus novelas y reducirla a sus rasgos mínimos, de manera que el relato que nos ofrecen sea puro motor:
Y a lo mucho dos asientos: para el autor y el lector.