Asunto Impreso

Bitácora de un dibujante de novelas

POR GONZÁLO LIZARDO

Hay títulos que son como “manifiestos”, pues saben condensar en una frase los principios literarios que cimentaron la escritura del libro al que nombran. A esa venerable tradición pertenecerían, por ejemplo, En busca del tiempo perdido o La vuelta al día en ochenta mundos, y el recientemente publicado Cómo dibujar una novela, de Martín Solares. Como parodia de ciertos manuales que pretenden decirnos cómo conducir un carro, cómo ahorrar o cómo escribir un best seller, Martín Solares asegura que una buena novela más que escribirse debe dibujarse. Esta analogía implica comprender la acción de dibujar al menos en dos acepciones: como la representación con líneas o manchas de un objeto o una idea sobre una superficie; o bien, como un diseño interno, como un plan o una estructura que sustenta implícitamente la composición de una obra pictórica, escultórica o arquitectónica.

 

De acuerdo con la primera acepción, el dibujo podría representar el viaje emocional del lector mientras lee la obra. Pese a la diversidad de formas novelísticas, Solares advierte que “las novelas comparten un gran interés por emocionarnos. Si un buen cuento nos sumerge una sola vez en el asombro, la novela nos aficiona a dosis constantes de sorpresa” (p. 66). Pero, si adoptamos la segunda acepción, el dibujo mostraría la estructura de la obra: los puntos de apoyo y las líneas de fuerza que el autor empleó para procesar el material caótico que extrajo de la realidad para construir una obra de arte.

 

De ese modo, la metáfora del dibujo nos permite deducir que la novela es un mecanismo lingüístico con un doble fin: representar la realidad al tiempo que provoca emociones en el lector. O, para usar otra analogía de Solares, la novela es un misterioso dispositivo poblado por leones, diseñado para provocarnos un sobresalto detrás de cada puerta y de cada recodo.

 

La analogía entre el dibujo, la escritura y los leones no es la única que propone Martín Solares, ni la más asombrosa. En cada ensayo de este libro, el autor demuestra una habilidad francamente poética para hallar las metáforas, los símbolos, los vasos comunicantes que mejor revelen el proceso de la creación y el misterio de la lectura: el modelado de personajes como condensación de tiempo y energía, la escritura como un automóvil de velocidad variable que evoluciona con el tiempo, los objetos literarios como gajos de una naranja, los finales como bombas explosivas de acción más o menos rápida, la novela perfecta como un juego de malabares, etcétera.

 

Solo por profundizar en un ejemplo, cito un párrafo notable donde Solares analiza “con la frialdad de la técnica”, la grave dificultad que implica conseguir un buen arranque de la obra:

 

Cuando uno atraviesa el umbral de una novela, con frecuencia tiene la impresión de haber entrado a un banco de niebla. Poco a poco nuestros ojos se acostumbran a ese torbellino y uno descifra ese primer golpe de bruma. Lo importante es que el lector se sienta sorprendido, conmocionado, aturullado por la imagen inicial (p. 15).

 

A partir de esta imagen, Martín Solares muestra que el incipit novelístico es exitoso cuando logra que el lector, al traspasar ese neblinoso umbral, penetre en otro tiempo y sienta que empezó, junto con los personajes, “un viaje que va a cambiarle la vida”. Hay, por supuesto, infinitas maneras de comenzar un relato, desde los resúmenes que condensan toda la historia hasta los vuelos panorámicos que emprendían los novelistas del siglo XIX para “presentar todo un pueblo, un desfile o un muelle antes de entrar en materia” (p. 39). De la misma manera, hay desarrollos lineales, “aburridos” porque carecen de tensión dramática, en contraste con los desarrollos rítmicos, que alternan momentos de intensidad y momentos de distensión en torno a los obstáculos sucesivos que debe superar el héroe.

 

Tan fructífero resulta este singular método, que le permite a Solares ampliar el territorio de la emoción novelesca a otros territorios narrativos, en concreto, a las series televisivas. Resulta así que Los Soprano, Twin Peaks y Dallas son auténticas versiones postmodernas de las novelas de folletín, que rescatan “el gusto por la sorpresa constante”, usan métodos que aumentan el interés del lector “y con ello demuestran a los practicantes de la novela el olvido en que han mantenido este aspecto esencial de su arte” (p. 106).

 

Entre otros aciertos del libro, el ensayo “Viaje alrededor de un relato” destaca por su enfoque y su objetivo: el texto finge estar escrito por un lector invisible que aprovecha una ausencia de Juan Rulfo para investigar entre sus borradores algunos de los procedimientos literarios empleados en su única novela. De ese modo se evidencia el sistema de escritura rulfiano como un progresivo desnudamiento: a partir de un borrador de corte realista, el autor de Pedro Páramo fue despojando su texto de toda referencia a la realidad concreta; al excluir las alusiones a la revolución mexicana y al evitar que los nombres de sus personajes y de sus espacios coincidieran con las personas y los espacios reales, Juan Rulfo consiguió que su novela, esa “muñeca rusa”, alcanzara la estatura de un mito.

 

Son muchos los aciertos que hacen de este libro una vivencia muy reveladora, similar a la de una novela. Si por algo este género se convirtió en el predilecto de la modernidad, fue por su capacidad para crear mundos posibles que el lector habita, goza y padece durante su lectura, que de ese modo le comunica la sensación de haber aprendido una verdad nueva sobre el mundo real. Así lo demuestra Martín Solares, apoyándose en una cita de Cyril Connolly: “Cada novelista debe empezar por crear un mundo para sí mismo, grande o pequeño, en el cual pueda creer con honestidad (…) En el corazón de la ficción, aun en la menos digna de este nombre, se puede encontrar cierto tipo de verdad”.

 

Resulta casi ocioso concluir que Martín Solares ha conseguido, con este libro, crear un mundo para sí mismo, pero también para el lector, que es invitado a leer novelas como si las dibujara él mismo, y a escribirlas como si en esa aventura se jugara el destino.