Asunto Impreso

Alberto Fernández San Juan reseña "Crimen en el Palacio Barolo"

CRIMEN EN EL PALACIO BAROLO

De Mirtha Amores

 

La novela de Mirtha Amores se presenta a primera vista como un policial puro y crudo. El comisario Almada y un cadáver risueño, con síndrome de tarot, hallado en el sexto piso de este venerable palacio en el que hoy nos encontramos, nos prometen de entrada un thriller porteño intrincado y escabroso. En las primeras páginas asistimos sin respiro a la presentación de una escena del crimen con un tufo a bares de Avenida de Mayo y a malhumores de comisarios de barrio, que nos resultan bien conocidos. Uno espera que los caracteres de los personajes vayan complejizándose en un devenir de pistas y frustraciones, resolviéndose de manera más o menos clásica como cualquier otra pieza del género, quizás con la aparición de nuevos crímenes, en una de esas con la actuación fascinante (aunque ya trillada) de algún asesino serial. Pero no.

 

Podemos asegurar que la autora cumple con sus promesas iniciales, pero sólo en parte. Y no porque el recorrido de la historia que se nos cuenta carezca de suficientes elementos y códigos de la literatura clásica del crimen rioplatense o incluso de un buen Raymond Chandler, si no porque, como ella misma lo define, ha querido construir (y lo consigue, a mi criterio, con creces) un policial “plus”. Este “plus” abarca un universo inesperado y despliega un abanico de personajes, situaciones y planos de acción, que nos sumerge en una historia paralela, pero sin duda también central, sin correr de la escena al irritante y canchero Comisario Almada, al ladino de su chofer, el cabo Pacífico Martínez, a los sucesivos sospechosos de siempre y a la propia víctima del crimen. El timón de la pesquisa es empuñado alternativamente entre el curtido y desconfiado inspector y un par de cándidos adolescentes atribulados por la vida, por sus familias y por el doctor Lipmann, el psiquiatra agrio y reservado que a su modo nos cuenta una historia inesperada: la de los amores esquivos o negados, desamores fatales, quién cumple en la historia quizás, el papel de Hansel y Gretel, sólo que las miguitas que nos va dejando nos llevan a su propia historia y para retomar la trama tenemos que volver a confiar en un comisario cada vez más porfiado y caprichoso, que sólo encuentra las pistas que su experiencia le había advertido que encontraría, regodeándose en su astucia de viejo sabueso. Por suerte, para guiarnos desde su sensibilidad y su intuición brillante, ese par de jóvenes que no pueden evitar observar, sentir a los otros de manera casi literal y de intuir un conjunto de hechos, nos van llevando, inevitablemente al desenlace y a la resolución de alguno de los misterios planteados.

 

La historia definitivamente se desdobla en dos planos, que avanzan hasta el final vertiginosamente, página tras página. Hay un plano real, que se desarrolla en las calles, en el consultorio del psiquiatra, en la presencia inquietante y concreta de los túneles, en la comisaría y en las porterías de los alrededores del Barolo. Y otro plano incorpóreo, un submundo de seres que acompañan, ayudan y despistan. La narración, al igual que el hilo de esta deliciosa fábula porteña, elige ir hasta el fondo en el recorrido de estos dos planos: mientras se buscan pistas y señales en tierra, ascendiendo incluso hasta la magnificencia misteriosa y sobrecogedora de la cúpula y el faro del Barolo, en los túneles del microcentro porteño se desarrolla otra batalla, una muy concreta, de policías y villanos, de secretos y coartadas, de silencios y de armas listas para disparar, pero que al mismo tiempo devela una guerra entre ángeles y demonios. Casi como una reminiscencia de La batalla de José Luna, de Leopoldo Marechal o incluso del mismísimo Adán Buenosayres. Es que uno de los méritos de esta ficción es que, con la excusa de mostrar un caso criminal a resolver con personajes reales en una ciudad real, nos hace transitar al mismo tiempo por todo aquello que habitualmente no vemos y que, posiblemente, es lo que accione todo el tiempo en ese mundo “real”.

 

Al avanzar la trama, uno no puede menos que pensar en la travesía del Dante en su Divina Comedia y cuya iconografía se halla impresa de diversas maneras en este edificio, como bien sabemos. La autora toma hábilmente todos los signos, mitos y leyendas que rodean al palacio y los va enlazando, capítulo tras capítulo, utilizando con delicadeza esa fórmula que combina permanentemente el arriba con el abajo y que ha decidido tomar como estructura. Nos saca del bosque y nos sumerge en túneles que, de tan reales, provocaron que en el tramo final de la lectura mi claustrofobia se desencadenara al extremo. Pero la intriga y el avance de la acción, los pliegues nuevos de los personajes, los velos que se iban corriendo y la encarnadura de los personajes, pudieron más que mi terror a las catacumbas. Y me interrumpo un segundo para destacar también el mérito de provocar en un lector este tipo de vivencias, que no es algo fácil de lograr.

 

Hay dos personajes  secundarios de esta obra en los que me gustaría detenerme especialmente: el detective privado y la tarotista. Rosa Mística es el nombre compacto de la  vidente, que tiene un apellido que se pierde por el camino, al igual que su memoria terrenal, a medida que gana fuerza como conectora entre el más allá y un más acá que se representa en Matías, el pibe que no casualmente también está vinculado por sangre al detective privado. Es interesante el rol del detective, muñeco inarticulado, consumido por los nervios, investigador por descarte y obligado por las circunstancias, más que por vocación. Es, sin embargo, otro engranaje fundamental para encajar las (aparentemente) últimas piezas del rompecabezas.

 

La novela tiene un ritmo y un lenguaje que se identifica rápidamente como cinematográfico. Hay escenas antológicas que uno no puede leerlas sin imaginarlas proyectadas en una pantalla de alguno de los desaparecidos cines de Buenos Aires, quizás en blanco y negro: La del comisario Almada en casa de la adivina, sentado en un sillón imposible, mientras recibe una diatriba hechizante que le va produciendo una descompostura incontenible; la de los adolescentes en Barrancas de Belgrano con el perro vagabundo; las experiencias sensoriales de Matías en general, capaz de sondear a su pesar en cuerpos y almas ajenos; la vista guiada al Barolo durante la noche, donde el portero Basilio va recordando sus travesuras adolescentes desde el faro del Palacio, que fulmina la ciudad con su luz rasante; la larga y disfrutable escena de Lipmann y Almada en la habitación sombría del Hospital o la imagen recurrente de las jaurías de caniches blancos que acechan al comisario en cada barrio de la ciudad. Sin apuro, nos va mostrando todo lo que hay alrededor o incluso afuera, mientras avanzan los diálogos y cae otro velo, que no será el último.

 

La autora usa sutil y generosamente el tipo específico de observación que le ha brindado su otra profesión, la medicina. Sin embargo, no es la mirada de una médica la que examina y roba gestos, actitudes, frases, diagnósticos o retazos de historias personales que servirán para construir personajes y situaciones, sino la de la escritora que, en la piel de la médica, también avanza en dos planos, dos niveles de relación y, quizás, a la búsqueda de más de una resolución. Círculos y círculos, recorriendo infiernos y purgatorios, para llegar al Paraíso. Pero, ojo al piojo: en esta historia, detrás del paraíso, hay escondido, como en un doble fondo, otro purgatorio: el purgatorio del único personaje que no nombré y que cierra la novela de manera magistral. Cuando lleguen a la página final, sabrán de qué les hablo.

 

Lo bueno es que en esta historia, a mi juicio, ganan los ángeles, pero también ganan los demonios, en su justa medida. Así de equilibrada y ecuánime se muestra la narradora en la primera novela que nos regala, dejándonos con ganas de más acción y de otro misterio por resolver.

 

Alberto Fernández San Juan

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