Indalecio tenía dos preocupaciones: la intervención de la finca y el cielo colorado. Las dos cosas no habían llegado juntas, pero ahora estaban allí, dándole vueltas en la cabeza. Una y otra vez desde la última tarde. Estaba el asunto de la intervención, y como si todo eso fuera poco, el cielo se había puesto colorado.
La mujer se pensaba que lo tenía que resolver todo. Si tan siquiera pudiera echarse a andar para el monte, y olvidarse de los problemas. En el caserío no se hablaba de otra cosa. El rumor de la intervención merodeaba hacía casi quince días. Se decía que por el valle andaban unos hombres que no eran de por ahí, con papeles, haciendo preguntas, mediciones. A Indalecio aquello que oliera a intervención lo ponía medio loco.
Para colmo habían llegado los brigadistas[1] recogedores de café. Fue como si viera al diablo en persona. En su casa, a pesar de ser la mejor y la más grande de la zona, no se metería nadie. Que se arreglaran como pudieran. Allá ellos, los que se arriesgaban a meter hombres jóvenes donde había hijas en edad de enamoramiento. Él no. Tenía ya demasiados dolores de cabeza. Ese problema de la intervención no se le quitaba de la mente. Y la mujer habla que te habla todo el día. Con la dichosa palabrita en la boca. Los vecinos lo mismo.
Indalecio tenía los mejores sembrados de café de todo el caserío de Florida Blanca. En tiempos de la guerra, un día llegaron los casquitos en camiones y le robaron todos los sacos de la cosecha de un año. Y cuando pasaron los revolucionarios, Raúl, que era quien andaba por aquella parte, le habían comprado viandas y una chiva parida, y le habían pagado peso sobre peso la cantidad que él, Indalecio, había pedido. Por eso fue que, al principio de la Revolución, cuando unos tipos trataron de meterle miedo con cuentos de que si iban a quitarle las tierras, que si iban a ponerle a las hijas a recoger leña por las cañadas, Indalecio los mandó para el carajo. Los revolucionarios no le harían eso a él que no había hecho mal a nadie. Que había sudado las tierras que tenía. Además, no era para tanto. Ni latifundista, ni rico era Indalecio. Un poco menos pobre que los demás, eso sí.
Y después que pasó la primera reforma agraria, y nadie habló de sus tierritas, Indalecio siguió cosechando café, tranquilamente, cuidando con celo las cinco hijas que su mujer le había dado.
Cinco hembras enamoradizas. Ni un hijo macho siquiera para ayudarle a cuidar los sembrados. A doscientos metros de la casa estaba el barracón de los haitianos que durante más de veinte años habían sido su única compañía por las montañas. Los mejores sembrados de café de Florida Blanca. Ahora otra vez se había vuelto a hablar de intervención. Y además de eso, los brigadistas que llegaban al poblado. Eran cerca de cuarenta entre muchachos y muchachas. Los varones lampiños, algunos con la cara llena de espinillas, casi unos niños; las muchachas de la edad de sus hijas, reidoras y escandalosas, con muchos paquetes, y laceríos en la cabeza; como si no fueran a empeñarse en un trabajo que hasta entonces, por lo menos para Indalecio, nada más que estaba hecho para hombres como él, curtidos con el sol de la sierra, con el pellejo más duro que un cocodrilo, que amanecían en el cafetal y no se despegaban del monte hasta bien entrada la tarde.
Los jóvenes habían llegado allí pocos días después que se hubiera empezado a hablar de la intervención. Venían para recoger el café junto con los hombres de la zona. A ayudar en la larga recogida que duraba, entre una cosa y otra, cerca de tres meses. Pero en su casa Indalecio no metía gente de La Habana. Con cinco hijas en la peor edad.
Indalecio ya tenía bastante con todo eso, y por si fuera poco, estaba el cielo colorado.
Como si se hubiera prendido fuego a las nubes amaneció esa mañana el cielo. Rojo brillante. Rojo candela. Y las seis mujeres de la casa que no paraban de hablar ni un segundo de la intervención, de los brigadistas y de aquel cielo que parecía que se iba a acabar el mundo.
Los brigadistas sabían, casi seguro, lo que iba a ocurrir. Pero Indalecio no era hombre para preguntarle a unos mocosos si era el fin del mundo, o si la finca la iba a perder, o qué coño iba a pasar en Florida Blanca.
A las tres de la tarde se levantó un vientecito. A la media hora el cafetal se había cubierto con nubarrones oscuros casi negros. Luego fue que empezó a llover.
Por la noche llovía todavía. Y la mujer que le estaba diciendo a Indalecio si tan solo tuviera el radio arreglado y pudieran oír las noticias, y saber qué se estaba comentando. Pero nada. Indalecio, con tantos problemas en la cabeza, a quién no le pasa, se había olvidado de llevar el aparato a reparar. Y llueve que te llueve.
Así fue la cosa como a la una de la mañana, Indalecio sin pegar ojo, tocaron a la puerta de la casa la mejor y la más grande de la zona, y resultó ser un brigadista que le habló de tanto a la vez, estaba nervioso el muchacho, de un ciclón, el más fuerte en mucho tiempo, Flora se llamaba, lo habían dicho por el radio, que estaban evacuando a los vecinos de la parte baja, que si daba permiso para que los brigadistas se albergaran en su casa. Su casa, la casa de Indalecio. La casa más segura de la zona.
Que sí y que no, vinieron como quince muchachas y diez muchachos a metérsele en la casa. Y las cinco hijas, y la propia mujer, alborotadas con los brigadistas. Secando entre toda el agua que había entrado por las goteras, colando café para quitarse el frío, cantando canciones mejicanas de las que les gustaban a las hijas, llevando las primeras horas en vela por lo que pudiera pasar.
Indalecio estaba que parecía que iba a estallar. Así que el cielo colorado era el ciclón, y los brigadistas que se le habían colado en la casa, qué carajo era.
En el madrugón, Indalecio caminaba por toda la casa, vigilante. No era hombre desconfiado, se decía, pero el diablo son las cosas. Con cinco hijas, los brigadistas, el cielo colorado.
Pero si despertara ahora a la mujer y le dijera que la mata de aguacates, inmensa, estaba al canto de derrumbarse sobre la casa, qué le contestaría. El ventarrón agitaba el árbol como una brizna de hierba. Indalecio se quedó mirando unos segundos por la ranura de un ventanuco y le pareció que el plantón se encabritaba. El estacazo iba a sepultarlos. La casa, la mujer, las cinco hijas, los brigadistas, Indalecio. Qué puede hacer un hombre solo.
Ni pensar en avisar a los haitianos, no había tiempo que perder. Una soga recia para amarrar el árbol. Enlazarlo como un animal salvaje y obligarlo a tumbarse para el monte. Salvar la casa. La más segura de la zona, mierda.
Una racha lo empujó con fuerza contra la tapia del gallinero y algo rugoso le golpeó la cara. Agarró la mano de alguien para levantarse. Qué hacen estos muchachos afuera con tanta ventolera. Indalecio abría y cerraba la boca, sabía que estaba hablando, pero ni él mismo podía oír sus gritos. Aunque fue como si le entendieran. El amarrado, entre todos, de la soga. Los que dormían adentro de la casa no sospechaban lo que estaba pasando, mejor para ellos. Indalecio y los brigadistas enterrados en el fango, aguantando a brazo limpio el arbolón, mientras amainaba la ventisca.
Cuando escampó, salieron a ver los destrozos. Daba pena aquello. Años y años de trabajo perdidos. Las gallinas ahogadas. El café maduro en el suelo. Las matas arrancadas de cuajo. Ni se sabe lo que había perdido Indalecio. Pero no era hombre de quejarse, todavía le quedaban riñones para volver a sembrar el cafetal.
Y cuando todavía ni siquiera los haitianos pensaban salir del barracón, ya estaban los muchachos, y también las muchachas, con Indalecio en las lomas, recogiendo los granos de la tierra, levantando las cercas, salvando todo aquello que se pudiera. De sorpresa en sorpresa iba Indalecio.
Como si todo eso fuera poco, cuando llegó el interventor, con dos hombres más, campesinos viejos amigos de la zona, le propusieron saldarle, peso sobre peso otra vez, el costo de la finca, como si no se dieran cuenta que todas las plantas de café estaban en el suelo, que del mejor cafetal de Florida Blanca no quedaba una mata en pie. La cosa es que se lo pagaron como si nunca se hubiera puesto el cielo colorado. Así decía Indalecio.
[1]. Estudiantes de educación media que van a trabajar en la cosecha del café.