Asunto Impreso

Luis Mey: lectores, librerías, literatura

Por Cristian Páez

Conocí a Luis Mey en Puán. Quiero decir que reescribí esa primera oración varias veces y terminé por borrar todos los adjetivos tenebrosos con los que modificaba al circunstancial de lugar. Cursamos juntos algunas materias de la carrera de Edición. Hablábamos de libros y de minas. Algo de política, nada de fútbol. Nuestro campo de batalla era la charla sobre lo que otros habían escrito y que nosotros habíamos leído. Hoy seguimos compartiendo la arena, pero con ciertas diferencias: su acción ha creado nuevos capitales: simbólico y del otro. Un puñado de preguntas, a continuación.

CP: Los clientes sostenemos que los libreros nos odian. ¿Verdadero o Falso?

LM: Es falso. El librero de verdad los ama con todos los yerros típicos. El librero de paso es el que no sabe cómo explicar la angustia de haber creído que el trabajo era una cosa que resultó no ser.

CP: El título pedido es para el librero un juicio de valor sobre el cliente ¿El juicio más común es enfado, congoja, honra o desprecio?

LM: El que pide títulos es la mayoría, que es quien sostiene una librería. El que no los pide es el verdadero lector: que son los menos, sin dudas. Ningún lector de autores potentes va a acercarse a pedir nada. Irá hasta el orden alfabético y lo buscará, como siempre, como cada semana de su vida.

CP: Todo empleado termina odiando su trabajo ¿Te sucede? ¿Tu cualidad de autor te lo impide? ¿Tiene fecha de vencimiento tu trabajo como librero?

LM: Amor y odio se suceden todos los días. Porque, por un lado, sos un empleado. Claro. Y eso implica ir en un horario impuesto. Pero, por otro, cada tanto pasan cosas que no entran en los planes del odio. El odio como empleado, generalmente, lleva a creer que sabés lo que va a pasar. El amor al oficio deja que te sorprendas. Son caras de una misma moneda.

CP: En El Ateneo, un Coetzee librero le recomendó a un desprevenido cliente “El aliento del cielo” (Carson McCullers); el Coetzee cliente ¿qué se llevó para leer?

LM: No llegué a ver qué se llevó para leer. Pero sí estuvo varias horas revolviendo. Y chequeó, también, si estaban sus libros: como ser humano que es.

CP: Los lectores sostenemos que los autores nos ignoran ¿Verdadero o Falso?

LM: Falsísimo. El autor, con sus libros publicados, llora la ausencia y suspira la presencia del lector. El autor que está escribiendo no sólo ignora al lector, sino a todos los que se crucen en su camino. Ese es el autor que llegará a publicar. Cuando la puerta del autor que está en proceso creativo está abierta, ese autor se quedará preso con la puerta abierta y con el cursor titilando en la hoja en blanco.

CP: Escribiste cuarenta novelas. Te publicaron cuatro. Te premian una ¿Sobornás al genio maligno que te dice “seguí escribiendo siempre lo mismo que así te va bien” para que se calle o para que no te deje olvidarlo?

LM: Escribir siempre lo mismo es un deseo que nunca se cumple. La originalidad es, por definición, pequeños cambios a lo preexistente. Como dijo Abelardo Castillo, uno escribe lo que puede. No pasa de ahí. Cada tanto, pero cada tanto, una voz se cuela y suena diferente. Pero uno es lo que puede, en general. Y uno debe dedicarse a su estado general. Lo otro es una plusvalía que será bien recibida y nada más.

CP: Escuché en la presentación de tu primera novela que un lector level rookie te comparaba con Bukowski; escuché en la ceremonia en la que te premiaron a un escritor level begginer diciéndote “pibe, te recibiste de escritor” ¿Te sentís cerca de alguna de éstas afirmaciones?

LM: Me siento lejos de cualquiera de las afirmaciones. Pero no quiere decir que no termine cerca de ellas. Puede que en la práctica no pueda evitar la cercanía. Pero mi vida cotidiana es mía y de nadie más y no puedo ser otro ni aún queriendo, y ni siquiera lográndolo en apariencia o en algún susurro de la página que lee el lector.

CP: La narrativa de la trilogía Los abandonados, Las garras del niño inútil y En verdad quiero verte pero llevará mucho tiempo mezcla la atmósfera de los ’90 con un omnisciente crítico del menemismo. Leí por ahí que te gustaría publicar El comentarista, un policial sangriento que trata sobre los foristas de los diarios online. Esa novela ¿tiene la atmósfera del kirchnerismo?

LM: Exactamente. Tiene una atmósfera, en realidad, de las redes que se desarrollaron durante esa etapa. Como una especie de las demasiadas voces que solamente se escucharán si dicen alguna aberración. Esos son los comentaristas de los periódicos virtuales, por ejemplo: desquiciados exponiéndose. Entonces aparece un personaje: el que lleva a cabo muchas ideas que expone. Y no son nada bonitas.

CP: Ser amigo de quien te edita  (Andrea Stefanoni, gerente de El Ateneo Grand Splendid y cabeza de la editorial Factotum) ¿no es una forma de perversión?

LM: Sí. Y la disfrutamos mucho.

CP: ¿Y cómo es escribir en colaboración con quien es tu amiga, tu jefa y tu editora?

LM: Una locura. Una práctica que lleva a cruzar fronteras. Una voz que no te dejará pasar nada y no es la voz de la cabecita: es una voz real con la cual podés pelear o aceptar que tiene razón. Y esa voz se quedará a ayudar, luego, en escritura solitaria, a la voz de la cabecita. Es el más duro de los aprendizajes: escribir con la puerta abierta. Si se logra, podés escribir lo que sea. Si no, está la obligación de seguir practicando…

 

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A continuación Capítulo Cero de El Comentarista. Exclusivo para Revista Paco.

Entro en lo de Juan Pérez y escucho el serrucho.

Juan Pérez es abogado. Nunca construyó nada en su vida.

Yo soy exactamente lo mismo.

Y esto es algo del dos mil seis. Para el mundo, Juan Pérez y yo no nos conocemos. Aunque somos socios desde hace seis años. Y treinta en total, por lo menos, sin que yo lo sepa.

Mamá era una persona muy especial. Me armó relaciones para el resto de la vida sin que yo pudiera evitarlo. Mientras tanto, me hacía escribir YO en un cuaderno todos los días. Yo, coma, Yo. Pasaba con sus cruces y me decía: punto. ¡Punto! Pasaba con la chica de la casa llevándole las compras y me decía: Yo, coma, Yo. Y Yo seguía. Y ella también. A veces, para no acercarse y darme las órdenes, mandaba a la chica, que tenía que decirlo igual. Una vez se acercó con la orden y dijo: “Dice la señora que pongas punto”. Mamá la llamó y la chica salió corriendo, llorando. Nunca supe por qué.

Por eso, cuando entro y escucho el serrucho, me muevo por inercia. Porque al mundo le importa un comino, como dice el tango. ¿Dice así? No sé, pero Juan Pérez no es el tango. No. Es un… ¿cómo se dice? ¿Una marcha fúnebre?

–Juan…

–Acá… Acá, Víctor…

Entro en el baño de su estudio. Hay una mancha roja que se esparce sobre la cerámica blanca. Lo que Juan Pérez está cortando, me temo, todavía patalea. Lleva una Adidas. Lo que patalea, digo. Juan, siempre, zapatos.

Me quedo en el umbral. Como si fuera el umbral mismo. Mirando.

–No te preocupes –y me mira con la cara de un niño que acaba de romper un jarrón–. Es un veintitrés once… nada más.

–Ah… –digo.

Veintitrés once significa, para el Código Civil Argentino, “cosa”. Lo que está cortando Juan Pérez, para él, es una cosa.

Así es como me hice vegetariano. Pero mucho después. Desde entonces, también, solo uso la ducha. Se acabaron los baños de inmersión. Y se acabó Adidas, también. Se acabó.

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