Asunto Impreso

Entrevista a: Luciano Lutereau

Lo encuentro un día de otoño, que él define como “proustiano”. Al menos eso dice cuando nota la cantidad de referencias que hace sobre el escritor francés. La charla va modelándose sobre los objetos que recurren en su obra: las canciones y lo musical, la mirada, lo estético, lo religioso, el inabarcable universo femenino, el Otro. También hablamos acerca de su identidad como autor, editor y lector y ensayamos algunas hipótesis sobre el vínculo entre literatura y psicoanálisis.

- ¿Cómo se inicia el deseo de escribir? ¿Escribís desde chico?

- Sí, pero no con la idea de convertirme en escritor. Eso vino después. De chico escribía letras de canciones y quería ser músico. Durante la adolescencia supe que no era para mí, que no tenía el talento ni la paciencia suficientes. Reconocí la imposibilidad. Sin embargo, no se trata de un deseo frustrado, más bien, de uno que se perdió en el camino y que me abrió a un campo en el que existían otras formas de hacer música.

- ¿Qué había en las canciones que te atraía tanto?

- Durante mi infancia, las canciones fueron una escena permanente: el tocadiscos de la casa de mi abuela, Charles Aznavour y los clásicos de la canción francesa, los Beatles, que escuchaban mis padres… Me fascinaba que mi viejo cantara cuando íbamos en el auto. Mi mamá tocaba la guitarra, de ella aprendí los primeros acordes. Me quedó una inclinación muy grande hacia la música.

- ¿Cómo creés que se vinculan, entonces, la música, las canciones, con tu escritura?

- Me parece que hay una continuidad. Creo que en el sexto volumen de En busca del tiempo perdido, después de la muerte de Albertine, Proust dice algo así como que, al resultarle imposible recuperarla, debe cambiar de deseo. Eso pasó, en cierto modo, conmigo. Para mí, escribir es una forma de hacer música. Sobre todo porque, cuando escribo, busco tonos. No se trata sólo de un marco temático (Los santos varones es una novela de canciones y Perezosa y tonta tiene un soundtrack implícito), sino también de la forma. Hace poco escuché a Mariano Blatt decir que escribe “cuando le viene la musiquita”. Yo, en todo caso, me pongo a escribir cuando encuentro una.

- ¿Tenés un método de escritura?

- Más que un método, hay una experiencia de cierta intensidad y, aunque no sea exacto, de cierto temor. Cuando tengo una trama, un tono, las voces de los personajes y un soundtrack en la cabeza, empiezo a escribir en forma permanente. No hago otra cosa. Escribí Los santos varones en 10 días.

- Escribís las novelas de un tirón y pueden leerse del mismo modo. ¿Es algo buscado?

- Sí. Hay un poema de Belén Iannuzzi que dice: “nadie escribió la novela de mi generación / tal vez porque mi generación ya no tenga novelas /tendrá nouvelles o cuentos en antologías que me aburren”. Me parece muy acertado. Ése es, hoy, el ritmo de la experiencia. Ana Karenina o La guerra y la paz no podrían publicarse en la actualidad. Quizás ésa sea una de las improntas más fuertes que dejó Aira en los escritores jóvenes, no tanto un estilo o un modo de escritura sino una experiencia en el límite entre el cuento y la nouvelle: relatos breves, intensos, que pueden leerse en un día.

- En tus novelas trabajás de un modo muy interesante con la voz…

- En ese sentido, mi escritura es muy musical. Me gustan los narradores fuertes, incluso, que la voz del narrador y la del personaje se superpongan… Influencia de Proust y de Virginia Woolf. Intento buscar la voz sobre todo. Proust dice, en “La fugitiva”: “dejemos las mujeres bonitas para los hombres sin imaginación”. Coincido. Me gustan las mujeres lindas y soy un escritor que no inventa nada. Todas las anécdotas que aparecen en mis novelas son historias de mi vida o de la de gente que conozco. Los santos varones, por ejemplo, reúne muchas anécdotas de un amigo y el nombre de mi hermano, Francisco, y el de Lola, mi pareja de aquel momento. Todos los personajes son, de algún modo, reales.

- Hablemos de un elemento recurrente en tu obra: la mirada.

- La mirada me importa desde chico. En el final de Los santos varones, el narrador dice que, de niño, creía que si Dios existía, vivía en el fondo del mar. A mí me pasaba eso. Me daba miedo abrir los ojos dentro del agua porque tenía miedo de que Dios me estuviese mirando.

- Incluso, me da la sensación de que Los santos varones se estructura desde lo visual, desde lo cinematográfico.

- Sí, el cine, en especial, la nouvelle vague, produjo una influencia muy grande en mi escritura. Quizás, de ella tomo las estructuras dramáticas. Creo que, como escritor, actúo más como un editor que como un autor. No me interesa ser autor ni crear un universo al estilo Faulkner ni transmitir una cosmovisión del mundo o el estilo de una época.

- Sin embargo, en Los santos varones, con los ’80, y en Perezosa y tonta, con los ’90, hay algo del espíritu de un tiempo que se revela.

- No lo había pensado, pero es verdad. Ahora estoy trabajando en una novelita ambientada en los 2000. Se llama Marcadores nuevos que, por un lado, remite a la experiencia infantil y, por otro, a los grupos que surgieron en esa época, al llamado “nuevo rock argentino”. Narra la historia de una banda de chicas.

- Tu laburo sobre lo femenino me intriga mucho.

- ¿Qué te llama la atención?

- A pesar de que, ambas novelas, cuentan con protagonistas masculinos, sospecho que, en el fondo, todo trata sobre las mujeres. Además, la figura femenina asoma medio fantasmal.

- De alguna manera, sí… Eso también se encuentra en La caricia perdida, que publiqué hace poco. Alguien me hizo notar que casi todas las referencias que ahí se hacen sobre el Otro responden a algo femenino.

- Parece muy importante para vos.

- Sí, me dirijo hacia una estética femenina. Tiene que ver con el hablar de las mujeres, con una voz plana, despojada de deseo. No me interesa la voz erotizada. La pregunta acerca de cómo siente la mujer es constante cuando escribo. Lo que vos llamás “fantasmal” está suspendido por eso. Busco la voz de la mujer y trato de exponerla. En ese sentido, mi escritura tiene algo que la acerca a la de Manuel Puig.

- En Perezosa y tonta el lazo con Puig resulta claro.

- Un amigo dice que soy un escritor heterosexual que escribe como uno homosexual.

- Y, ¿de dónde viene ese interés por las mujeres?

- ¡Es personal! ¡Tendría que hablarte de mi vida!

- Entonces hablemos de lo religioso, que también se reitera en tus obras.

- Resulta inevitable.

- ¿Inevitable?

- Para mí, sí. Mi apellido viene de una rama francesa de Lutero. La religión me obsesiona desde chico… Ese interés confluye en la pregunta acerca de dios, pero no respecto de si existe, sino de qué tipo de lazos o efectos produce. Para mí, la religión no es una creencia sino una forma de sensibilidad, un modo de sentir. En ese punto, quizás, se conecta con la fascinación por las mujeres.

- ¿En qué punto?

- En que mi escritura es devocional hacia lo femenino. Pensemos en las grandes heroínas de la literatura. Yo jamás podría escribir acerca de una mina como lo hizo Cortázar. A él, la mujer se le erotiza todo el tiempo. A mí, no. Tampoco tengo la mirada de Proust, que oscila siempre entre la idealización y la degradación y termina como una necesidad relacionada con los celos. A mí me importa pescar las voces. Después, surge un intensísimo deseo de ver. Escribir es, en definitiva, producir imágenes que te permitan ver todo. Creo que, al escribir, trato de hacer visible una voz.

- Decís que no te interesa la voz deseante de la mujer. Sin embargo, tus dos novelas están atravesadas por el deseo.

- En todo caso, por la torpeza del deseo, que nunca aparece pleno. En Los santos varones se ve claro. Hay una escena en la que unos chicos le silban a Gisela, la joven que cuida al protagonista. En ese momento, él toma distancia, percibe que lo hacen porque le han visto el cuerpo. No desea, pero entiende que ahí nace el deseo. En mi literatura, en el momento del deseo, las mujeres se vuelven hombres. Para poder tocarlas se debe masculinizarlas, ponerlas a distancia. Por ello me parece interesante lo que me dice mi amigo: que escribo como un homosexual.

- ¿Por qué, en tus novelas, los padres están ausentes?

- Por una cuestión narrativa. Me centro sobre el drama generacional, entonces, las historias de padres e hijos no me sirven. Además, trabajo sobre antihéroes que se encuentran feminizados. Eso implica otra estructura dramática. No se trata del héroe o del antihéroe clásico, como Hamlet, que, para actuar, debe resolver la relación con su padre. Esa transmisión, la de la voz del padre, no me interesa. Pienso en Bomarzo, de Mujica Láinez, una novela que se encuentra en las antípodas de las mías, y, que, sin embargo, tiene una gran influencia sobre mí. Trabajamos con la misma estructura dramática.

- Y, ¿la voz de la madre? Para mí, la de Los santos varones inicia una cierta transmisión.

- No transmite un nombre. El protagonista tiene que hacerse varón profundizando su feminidad, sus enfermedades.

- Entonces, ¿la cuestión de las enfermedades está asociada con lo femenino?

- En un punto... El personaje se encuentra feminizado porque es el menor y debe imitar a su hermano por fuera del deseo. En todo caso, en el pasaje de enfermo a enfermero hay un primer movimiento: se hace un hombre, consigue su propio nombre, a partir de sus debilidades. No presento al héroe que debe pasar una prueba, ni al antihéroe moderno, que logra actuar al descubrir que aquello que rechaza en el padre, él también lo tiene. Mis personajes, en cambio, atraviesan voces femeninas y de ellas sacan algo o, en todo caso, eligen hasta dónde llevarlas.

- ¿Cómo se produce tu escritura teórica?

- Como teórico mi interés siempre se posa sobre cuestiones estéticas. De algún modo,Lacan y el Barroco lleva implícito algunas de las experiencias de mis novelas, por ejemplo, el horror de descubrir que te miran. No me obsesiona la mirada sartreana, que petrifica. En cambio, me aterroriza no poder darme cuenta de la mirada del Otro.

- En tus dos novelas hay mucho de los objetos que producen miedo.

- Sí, claro. El miedo es constante. En Los santos varones se dice: “la historia de una vida podría contarse a través del catálogo de los objetos temidos”. Está vinculado con la sorpresa, no con que pase algo feo, con que se termine el mundo, con que se acabe la felicidad, con que se agote el deseo (esas cosas no dan miedo). Se trata, siempre, del temor al Otro.

- Incluso ese temor sugiere algo de lo corporal y eso está muy presente en tu literatura.

- Diría que más que la manifestación de un cuerpo aparece la presencia íntima del Otro. Uno descubre su cuerpo a través del de Otro. No tenemos un cuerpo propio que no sea el de los demás. Cuando, en la adolescencia empecé a escribir cuentos me obsesionaba ese tema. De hecho, escribí un relato que se llamaba “Vivir en tal”, supongamos, “Vivir en Lola”. Trabajaba sobre ese paradigma estético. Va a sonar raro, pero, por eso cuando dejás de vivir en el cuerpo del Otro, lo olvidás con facilidad.

- Es verdad, suena un poco raro…

- Olvidar no es más que dejar de retener algo. Ojalá fuera más difícil. De chico mi abuela me dijo: “No tenés que preocuparte porque cuando muera, me voy a ir al cielo y después nos reencontraremos ahí”. A mí aquello no me servía. No me sirve volver a ver a alguien si no nos podemos abrazar. ¿Con espíritus? ¿Con almas? ¿Cómo sería un encuentro sin cuerpo? Una mierda, un espanto, un horror. El cuerpo te brinda la posibilidad de nuevas experiencias.

- Hace un rato dijiste que escribís como editor. ¿Cómo leés como editor?

- Ya no leo de otro modo que no sea como editor. Quizás, porque le dedico mucho tiempo a los manuscritos que me llegan. El editor, en un primer momento, lee no para corregir sino para buscar una voz, una mirada. Trato de encontrar un pedacito de sensibilidad que merezca mostrarse. Además, al trabajar en una editorial independiente, no me creo comprometido con tener que satisfacer la demanda de nadie. Yo publico libros para los que quiero crear un público. En ese sentido, el editor es algo prepotente. Con Marina [Gersberg] entendemos que editar no significa responder a la sensibilidad de la época. El vértigo del editor es impulsar.

- Y, quizás, también, sorprender…

- Sí, pero no se trata de llamar la atención. Podría hacer algo más o menos escandaloso, pero no me interesa. Prefiero publicar un libro sencillo y con una voz. En la actualidad, a veces se confunde la escritura vanguardista con la aplicación de técnicas y métodos del arte visual de hace 20 años. Eso atrasa, convierte la escritura en arte visual o en publicidad, termina por agotar la experiencia literaria y  no pienso que hay que apostar por redefinirla.

- Hablás de redefinir la literatura, ¿cómo se hace?

- De la única manera posible: escribiendo, proponiendo modos de experiencia. Si, como escritor, te quedás en el llamado de atención o en el gesto, no hay literatura. Más que mostrarte mundos posibles, los libros –esto tienen de misteriosos– te brindan una experiencia en el presente. Cuando leés a Proust, por ejemplo, te cambia la respiración. Se trata de algo maravilloso: los libros te obligan a vivir de otra manera.

- La lectura, como una experiencia corporal completa…

- Como una experiencia musical que te afina. Una noche, de adolescente, fuimos, con una amiga, a la casa de Charly García. Él estaba obsesionado con los sonidos. Apoyaba su oreja en nuestras espaldas para intentar saber en qué notas nos encontrábamos afinados y, en función de eso, nos decía dónde sentarnos. Para él, todo sonaba mal y tenía que acomodar los cuerpos. Aquello hacen los libros: ordenan, acomodan, dan sintonía. La literaria no es una experiencia intelectual.

- Estás trabajando sobre una colección literaria para Letra Viva. ¿Qué podemos esperar de ella?

- Apunta a poner en circulación escrituras actuales, que imponen frescura y versatilidad, antes que el gesto o la pose del escritor. El primer título ¿Vos estás segura de lo que vamos a hacer?, de Mariano Terdjman, es un libro de relatos con una velocidad muy interesante, cercano al humor de Groucho Marx y al uso del lenguaje de Raymond Carver. El segundo título, una traducción de una nouvelle de Guy-Félix Duportail, La balada del corazón de becerro, tiene una escritura cercana a lo más interesante de la literatura francesa, con aires que arrancan en Céline, pero que también recuerdan el desencanto de Houellebecq. La idea es trabajar con esos frentes: escrituras originales, que interpelan el horizonte actual de la literatura, buscar voces nuevas en el paisaje de la literatura nacional y estar atentos a lo que ocurre en otras partes del mundo. 

- Hasta aquí no hablamos acerca de la literatura y el psicoanálisis. ¿Qué vínculo creés que existe entre ellos?

- Al escribir no uso el psicoanálisis. Sin embargo, veo –para volver al comienzo de la charla–, que existe una continuidad entre mi deseo perdido de convertirme en músico y mi interés por el psicoanálisis y la literatura. Eran dos vías posibles que me permitían dedicarme a escuchar. Hace poco, Julia Kristeva dijo que psicoanálisis y literatura son la misma cosa. Me resulta complejo pensar el psicoanálisis sin un costado literario, que no es igual a decir que son lo mismo. Esto no está del todo relacionado con las preocupaciones teóricas del psicoanálisis por lo literario (la cuestión de la letra, la función de lo escrito)… De hecho, suelo ver que los psicoanalistas escriben mal, incluso, desconocen el castellano porque se formaron leyendo traducciones espantosas de los Seminarios de Lacan. No aprovechar nuestro idioma me parece espantoso... También hay cierta pose literaria en el psicoanálisis.

- ¿En qué sentido?

- Ciertos giros, preocupaciones, cierto intento de poetización del psicoanálisis, sobre todo, en la transmisión. En ese punto soy muy taxativo: cuando enseño psicoanálisis trato de ser claro, no uso la poesía o la riqueza retórica que me da el lenguaje. Del mismo modo, el psicoanálisis no influencia lo que escribo. Hay que evitar el contrabando de un lado a otro. Creo que la literatura y el psicoanálisis se conjugan en el estilo. No pueden haber un escritor ni un psicoanalista que no piensen en cuál es el suyo.

- Y, los libros que abordan un “psicoanálisis” de algún autor, ¿qué opinión te merecen?

- Muchas veces son muy pobres. Si los críticos empobrecen al autor, imaginate lo que puede lograr un psicoanalista que te habla, por ejemplo, del deseo homosexual de Proust en su literatura. Me resulta torpe y existe una debilidad por eso. Los libros de psicoanálisis sobre literatura terminan, muchas veces, como una publicación de chismes para gente culta. No hay más que leer el horrible libro de Kristeva sobre Proust.

- Joyce pareciera otra debilidad de los psicoanalistas. No hay un interés que lo exceda, que se fije en los autores contemporáneos.

- ¡Seguir leyendo a Joyce…! Me preocupa que los analistas no vayan a lecturas, que no sepan quiénes son los poetas del momento… En el último tiempo hablé con 10 colegas, todos, durante el verano, leyeron a Sandor Marai. Me enloquece. Terminamos como una comunidad endogámica que desconoce el horizonte de su tiempo. Yo siempre hago el mismo chiste: llega un momento en que un analista se convierte en inimputable y empieza a pintar, hace una muestra y expone para sus compañeros en su escuela de psicoanálisis. ¡Qué horror! La comunidad analítica a veces tiene esos gestos torpes: abre para cerrar… No sabría decirte si existe una relación estricta entre la literatura y el psicoanálisis. Hasta tanto no haya analistas que asistan a lecturas y sepan quién está escribiendo, no.

- En otro momento parecía haber un vínculo más estrecho, Freud y Arthur Schnitzler…

- Lacan se juntaba con los escritores de su época. En su escuela había escritores, filósofos… Sin ir más lejos, Germán García es un escritor que se volcó al psicoanálisis sin haber pasado por la universidad. A Nanina, una de las novelas más hermosas e interesantes del país, la escribió un tipo que se dedicó al psicoanálisis. No hay nada más exquisito que juntarse con él a hablar de literatura. Quizás, uno de los grandes problemas actuales sea la profesionalización de la formación analítica. Como las escuelas ofrecen posgrados casi universitarios, los escritores o la gente de otras disciplinas no van a escuchar seminarios. La profesionalización de la psicología y la normativa del ejercicio profesional son valiosos en muchos aspectos, pero para éste representan un problema.

- Se trata de un planteo interesante.

- Sí. Para terminar voy a contarte una anécdota. Cuando estudiaba Filosofía, quise leer El frasquito, de Gusmán. Lo saqué de la biblioteca de la facultad porque se encontraba agotado. Un tiempo después, quise volver a leerlo, pero en la biblioteca no estaba. Alguien lo había robado, me dijeron. Me fui con bronca, ofuscado. ¿Quién podía robarse un libro? Tiempo después, mientras ordenaba mi biblioteca, encontré el ejemplar. Eso me permite pensar que mi deseo literario era fuerte… y desconocido.

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